Chile enfrenta hoy menos espesor institucional porque, al personalismo presidencial, hay que sumarle el nepotismo. De ello, los medios generalmente no hablan, no sabemos si por costumbre, por captura o porque el tema es subsumido por el fenómeno de los “conflictos de interés”. A ello, súmese la mezcla de irrelevancia que caracteriza a una instancia asesora presidencial que, como el Segundo Piso, llegó a tener reconocido tonelaje político en la era Lagos, junto con la existencia de un llamado Tercer Piso, compuesto por los amigos empresarios del Presidente.
El balance de los dos años de gobierno estará marcado por el 27-F. La opinión pública observa, por estos días, dos tipos de dinámica. Por un lado, la formalización judicial de los presuntos responsables y, por otro, la polémica por los avances de la reconstrucción. En marzo, se dará la partida para el test inmediato más importante que enfrentarán las fuerzas políticas. Nos referimos a las elecciones municipales. Paralelamente, se acelerará la carrera presidencial, intensificándose la pregunta por el legado, algo que parece desvelar más a los analistas que a quien actualmente ocupa La Moneda.
Mientras tanto, el desacople entre la política institucional y la política de la calle, expresado en la crisis de representación, no cede. La revuelta de Aysén, que se suma a la de Magallanes hace un año y a la potencial de Calama, vienen a recordarle al gobierno la necesidad de tomar en serio la descentralización justo cuando, hace pocos meses, desmanteló la política de “clusters”. A ello, se suma la reforma al sistema binominal, instalada por obra del movimiento estudiantil, aunque las encuestas ya anticipaban una necesidad eludida persistentemente por la clase política. A pesar de la negativa de la UDI, último bastión de resistencia, existe conciencia de que algo hay que hacer en materia de reformas políticas orientadas a una mayor democratización de la política. Mientras tanto, los estudiantes transmitieron otra idea que bien pudiera estar alojada en la parte más abisal del imaginario político ciudadano para re emerger, si se genera la estructura de oportunidades políticas apropiada: la necesidad de una nueva Constitución.
Pero existe otra dimensión de la política, no asible por las encuestas, que el gobierno de Sebastián Piñera no ha contribuido precisamente a fortalecer. Se esconde tras la crispación inter e intracoalicional, las pretendidas cazas de brujas y las recriminaciones mutuas. Nos referimos a instituciones y dispositivos que contribuyen a la exigencia que se le hace a la política de lidiar con la complejidad y contingencia que caracteriza a nuestras sociedades. Con ello, no aludimos solamente al regateo y la negociación coyuntural que acompaña los ciclos electorales sino a la gestión adecuada de riesgos, con posibles efectos sistémicos. El filósofo español Daniel Innerarity ha reflexionado particularmente sobre estos aspectos, afirmando que se trata, no solamente de tramitar las diferencias, sino de enfrentar una incertidumbre, intensificada por la incapacidad de las élites económicas del modelo imperante para garantizar una mínima estabilidad. Es cierto que el ingreso al gabinete de figuras de tonelaje político contribuyó a neutralizar la ilusión de que los asuntos públicos se enfrentan a punta de pergaminos.
[cita]En la mitad del mandato del primer gobierno de derecha en más de cincuenta años, se aprecia un socavamiento de la actividad política, no solamente como producto de la crisis de representación y por la forma en que el primer mandatario ha venido ejerciendo su investidura, sino porque nuestro país parece moverse más en la órbita de las políticas de gobierno a la vez que se aleja de la aspiración a impulsar políticas de Estado.[/cita]
Sin embargo, a la vista está, el resultado es ambiguo. Junto con el aumento de los candidatos presidenciales, no se percibe una mejoría de la gestión gubernamental como conjunto. Una de las respuestas se encuentra en que los incorporados adhieren a una visión tradicional que se ha visto superada por los dilemas que hoy asaltan a la política. A ello, se suman otras características de la actual administración como el afán de control, bien ejemplificado por Genaro Arriagada cuando aludió al “micromanagement” presidencial; la obsesión por la domesticación social, expresada en la rapidez al recurso policial ante cualquier conflicto y la pretensión homogeneizadora con la que se han venido abordando los llamados “asuntos valóricos”.
Hoy día, en Chile, la política no solamente no representa sino que está más vaciada que en el pasado reciente de dosis adecuadas de institucionalidad y sustentabilidad. Estos elementos, combinados, permitirían enfrentar mejor la incertidumbre en alza porque entregan fortaleza, sensación de trascendencia y visión de largo plazo. En dos años de gobierno, es posible rastrear algunas señales preocupantes.
Chile enfrenta hoy menos espesor institucional porque, al personalismo presidencial, hay que sumarle el nepotismo. De ello, los medios generalmente no hablan, no sabemos si por costumbre, por captura o porque el tema es subsumido por el fenómeno de los “conflictos de interés”. A ello, súmese la mezcla de irrelevancia que caracteriza a una instancia asesora presidencial que, como el Segundo Piso, llegó a tener reconocido tonelaje político en la era Lagos, junto con la existencia de un llamado Tercer Piso, compuesto por los amigos empresarios del Presidente. Quienes ocupan la presidencia han tenido siempre amigos que fungen como consejeros, pero nunca dicha instancia había sido reconocida con tal nivel de influencia, al menos, por la prensa. Esta situación no sería tan notoria si fuera posible identificar algún atisbo de conducción política orgánico-formal eficiente.
Otro hito lo constituyen los ataques propinados al Poder Judicial desde el Ministerio del Interior. No hay que olvidar, además, los problemas que rodearon la nominación de dos consejeros del Consejo de Transparencia al punto que Moisés Sánchez, de ProAcceso, criticó la participación irresponsable en el proceso, tanto del ejecutivo como del Senado. Por último, y no menor, es un cierto desvarío que los expertos reconocen en el tratamiento dado a la Alta Dirección Pública. El proyecto de reforma que el ejecutivo enviara al Congreso fue rechazado por ser considerado, en palabras del diputado Lorenzini, un “parche”. En ausencia de un proyecto de modernización del Estado de mayor calado, no deja de resultar preocupante.
Por otro lado, se ha ido adelgazando la importancia de promover políticas sustentables en el tiempo. Distintas voces denuncian las iniciativas del gobierno que incluyen compromiso de gasto, pero que no se acompañan con fuentes de financiamiento. La discusión del incremento de gastos en educación, en pleno conflicto estudiantil, fue una muestra de ello. Se llegó a decir que se financiaría con una reforma tributaria que, al final, no prosperó. Ello contrasta, por ejemplo, con lo que fue una de las reformas más emblemáticas del último tiempo. Nos referimos a la previsional, cuya puesta en marcha descansa en la Ley de Responsabilidad Fiscal y en un Fondo de Reserva de Pensiones.
Lo concreto es que, en la mitad del mandato del primer gobierno de derecha en más de cincuenta años, se aprecia un socavamiento de la actividad política, no solamente como producto de la crisis de representación y por la forma en que el primer mandatario ha venido ejerciendo su investidura, sino porque nuestro país parece moverse más en la órbita de las políticas de gobierno a la vez que se aleja de la aspiración a impulsar políticas de Estado.