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Mercado, free riders y orden público

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Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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La tentación de algunos grupos propietarios es a defensas corporativas frente a tales hechos punibles, no está demás señalar que más vale perder un socio o amigo, o que una empresa quiebre, que destruir el total de la estructura de derechos que consagra nuestra novel democracia, los que sólo son sostenibles cuando quienes actúan dentro del acuerdo social, pueden sancionar a los free riders que buscan retribuciones sin aportar con las debidas contribuciones.


Tal vez una de las discusiones que aún falta por realizar en el país es la de los efectos que tienen acciones ilegales o inmorales de quienes conducen empresas, no sólo para la economía, sino para el orden público. En efecto, tras las diversas “malas prácticas” detectadas, denunciadas y judicializadas en el último par de años respecto de la gestión de una serie de firmas de áreas claves como el retail, farmacias, supermercados, universidades o bancos, ha surgido una ola de descontento ciudadano que ha puesto el derecho de propiedad y la legítima recompensa por su uso, goce o disposición, en el centro de la controversia.

La polémica se ha extendido a diversos ámbitos —sin considerar siquiera el tema de las relaciones al interior de las empresas— y ha amenazado la estabilidad político social con más de 10 mil manifestaciones callejeras en 500 días, colocando a instituciones y autoridades frente al dilema de enfrentar dichas amenazas con una legitimidad política disminuida y una capacidad de imposición o potestas, que si bien es incontrarrestable en los hechos, ha puesto en tela de juicio el uso proporcional de la fuerza del Estado frente a sucesos que trasgreden la sana convivencia, generando, de paso, un proceso de rápido deterioro de la imagen ciudadana respecto de la aplicación de Justicia en el país, dados sus veredictos.

[cita]La tentación de algunos grupos propietarios es a defensas corporativas frente a tales hechos punibles, no está demás señalar que más vale perder un socio o amigo, o que una empresa quiebre, que destruir el total de la estructura de derechos que consagra nuestra novel democracia, los que sólo son sostenibles cuando quienes actúan dentro del acuerdo social, pueden sancionar a los free riders que buscan retribuciones sin aportar con las debidas contribuciones.[/cita]

Resulta interesante constatar que el alegato ciudadano se ha ido dirigiendo paulatinamente hacia la legitimidad e incluso legalidad de las utilidades que el conjunto de las empresas —éticas o no tanto— han conseguido en los últimos 30 años, atribuyendo su éxito a diversas bribonadas. Se ha ido poniendo socialmente en duda el derecho al usufructo que deriva de la propiedad, no obstante que, en rigor, muchas de ellas lo han conseguido a través de una justa competencia en mercados en que los precios no pueden ser impuestos por ellas, sino que son consecuencia de libre juego de oferta y demanda.

Sólo a modo de ejemplo, estudiantes exigen gratuidad, porque colegios particulares subvencionados “medran” de recursos de todos los chilenos; las universidades privadas, lo mismo, por lo que el Gobierno decide que sea el Estado y no los bancos privados quienes otorguen créditos a los estudiantes para pagar dicha enseñanza; el Ejecutivo debe modificar los mecanismos de compra de medicamentos a los laboratorios, instalar mayor competencia en más de 200 medicamentos con genéricos de menor precio y crear un IPC de la salud; perseguir a dirigentes mapuches por ataques a la propiedad privada en el Sur; revisar legislaciones de largo aliento en materia de propiedad en la pesquería; instaurar modelos de mayor competencia para las AFP; desbaratar acuerdos de precios en supermercados y farmacias; enjuiciar a ejecutivos por mentir en los balances; intervenir en mercados financieros, etc.

La concentración de la oferta en pocas grandes empresas en varios frentes que se observa en Chile, si bien ha permitido una mejor posición defensiva de los capitales involucrados en ellas para competir más eficientemente con sus pares internacionales; elevar su valor patrimonial (con buenos efectos para los ahorrantes de las AFP) y reducir sus costos de transacción; tiene, en el mercado interno, la contrapartida de una ciudadanía sorprendida e indignada con aquellas firmas o ejecutivos free riders, que la han defraudado, razón por la que se tiende a generalizar la idea que el comportamiento indeseado está muy extendido, afectando así la credibilidad en el sistema de libertades y el derecho de propiedad que lo fundamenta.

Al propagarse esta opinión y habiendo sido avalada por la vasta suma de hechos conocidos —más allá que ello haya sido posible justamente porque fueron detectados, denunciados y enjuiciados, lo que habla bien de su fiscalización por parte del Estado—, se va poniendo en duda no es sólo la moralidad de las unidades productivas desenmascaradas o de sus ejecutivos, sino también la legitimidad del derecho de propiedad —o administración— de quienes lo impetran, pues, en la deshonestidad de su gestión, la ciudadanía entiende que ese derecho se debe extinguir, dado que aquel sólo puede fungirse si se respetan las limitaciones que impone la ley.

El acto inmoral o ilegal descubierto deslegitima, pues, la administración y capacidad de disponer de las rentas surgidas de un derecho indebidamente sostenido. Pero el Estado, entonces, impulsado por quienes han sido víctimas de aquellas irregularidades, interviene para morigerar las asimetrías que genera ese derecho mal usado. Así, la autoridad política —como sucede en democracia— enfrenta dos escenarios: o busca restaurarlo y/o perfeccionarlo, entendiendo que el derecho de propiedad es consustancial a la libertad si opera bajo un Estado de Derecho, o eliminarlo, cuando en la sociedad se va imponiendo la lógica de que la “propiedad” debe ser “social”, o lo que es lo mismo “de aquellos que la administrarán en nombre de la sociedad”.

El modelo de libertades (y autorregulación) enfrenta un severo examen, pues, en ambos casos, estimula una mayor presencia de un Estado fiscalizador y/o rector, hecho que “politiza” (transfiere el costo de transacción desde el mercado a terceros en el aparato estatal) y burocratiza la actividad económica, generando aún mayores costos para el conjunto del sistema. El resultado es que el mercado se hace cada vez menos eficiente y competitivo y se profundiza la discusión sobre la justicia de éste, en general, y del derecho de propiedad, en particular.

Un modelo de libertades políticas y económicas —v.g. la democracia— implica responsabilidades y deberes para todos sus actores, tantos como los derechos políticos y económicos que han sido posibles gracias a él, en esa ya larga lucha histórica por superar los centralismos monárquicos y absolutistas, en una sociedad libre, abierta, plural y tolerante. Las “malas prácticas” empresariales no sólo afectan, pues, a quienes tales acciones perjudican directamente, sino que a toda la sociedad. El ejemplo de la trágica devastación de legitimidad de la clase política, en apenas dos décadas, gracias a sus propios “free riders”, es una muestra conclusiva.

Una verdadera cultura de protección de la libertad y la democracia implica acatar las normas de sana convivencia que la sociedad se ha dado y aceptar la gravedad que tiene que quienes han adquirido “derecho real en una cosa corporal para gozar y disponer de ella arbitrariamente; no siendo contra la ley o contra el derecho ajeno” (A. Bello. Art 582 del Código Civil) sobrepasen los límites jurídicos o morales dentro de los que operan, pues es evidente que derechos de uso, goce o disposición sobre bienes útiles, limitados y susceptibles de ocupación, son cada vez más escasos y valorados, mientras más crece la población.

De allí que si la tentación de algunos grupos propietarios es a defensas corporativas frente a tales hechos punibles, no está demás señalar que más vale perder un socio o amigo, o que una empresa quiebre, que destruir el total de la estructura de derechos que consagra nuestra novel democracia, los que sólo son sostenibles cuando quienes actúan dentro del acuerdo social, pueden sancionar a los free riders que buscan retribuciones sin aportar con las debidas contribuciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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