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Pasar de los malos a los buenos hábitos Opinión

Pasar de los malos a los buenos hábitos

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La Iglesia Católica, al igual que el país, se haría más fuerte si reconoce los malos hábitos que perturban su conciencia. ¿Cuántas veces se me ha dicho que no es recomendable abrir temas como el acoso sexual, por ejemplo, por los “conflictos que ello acarrearía”? Me lo han dicho como si no fuera poco el dolor de las víctimas de tales afrentas. El deseo reclama consentimiento: el placer de uno no puede fundarse en el dolor de otro.


Conocí a Patricio Vela en 1986. Hoy se nos entremezcla en las noticias. Es parte de la causa que Monseñor Ezatti derivó a la Congregación de la Doctrina de la Fe. Entonces Patricio era estudiante de psicología en práctica. Se nos unía a un grupo de profesionales cuyo trabajo era el de procurar vías alternativas para jóvenes desmarcados de la sociedad a fuerza de pobreza, abandono, represión policial y marginación. Fue fortuna contar con Patricio entre un grupo de jóvenes universitarios talentosos que se nos unían a una tarea no fácil como lo era el de procurar la rehabilitación de jóvenes en “conflicto con la justicia”.

Fue fortuna tenerle en nuestro equipo porque después de varios años de batallar con problemas juveniles irresolubles, bajo las condiciones de una decadente dictadura y la penetración sorda de drogas que se fueron haciendo más pesadas: pasábamos del neoprén a la “chiquitolina” (anfetaminas) en lo que sería el preámbulo a la pasta base y a la coca, era preciso revisar nuestros propios hábitos de trabajo. Había que cambiar formas de pensamiento y comprender los nuevos escenarios no con las viejas miradas que traíamos de nuestra práctica profesional. Patricio Vela, en su condición de alumno de psicología de la Universidad Católica, nos permitió reformular nuestras perspectivas. Al principio, tal vez animados por la tozudez del trabajador de terreno que cree saberlo todo porque cree haberlo visto todo, resistimos. Pero Patricio tenía la fuerza del sabio joven que, sin ejercicio de fuerza ni del vano orgullo o la arrogancia de la otra, de la del recién egresado que cree saberlo todo porque lo ha leído todo, era capaz de llevar la reflexión al punto donde se vuelve critica para quienes con él la ejercíamos.

La metodología era simple. Aterrizar la gran retórica por la vía de preguntas bien formuladas. Amén del trasfondo inevitable de un país pobre, con niños y niñas hastiados de vivir antes de llegar a ser jóvenes, cabía preguntarse por qué en cada uno de las y los menores derivados por el SENAME, el mundo explotaba de una manera distinta y única. Aventurar las hipótesis que fuera menester y actuar en consecuencia, buscando siempre ese otro camino para transitar en un Chile que comenzaba a despojarse del corsé que a fuerza militar le habían impuesto. Con Patricio pudimos compartir ese breve momento de nuestras vidas que bastaría para dejarle anclado en mi memoria y también en mi práctica. A los meses seguiríamos rumbos distintos: él hacia lo que mejor le correspondía, donde más podía aportar, el rumbo de la academia y yo permanecería inmiscuido en los temas de la exclusión social.

[cita]No quisiera ver a nuestro Obispo de la Solidaridad defendido por un Vicario de la Dictadura. Más lo prefiero entregado a una voluntad superior que en el ejercicio de un artilugio menor, artilugio que, en 1844, la Real Academia de la Lengua definía en su sentido figurado como “disimulo, astucia, cautela, doblez”. Me reconozco como alguien que no quiere ni quiso creer en la muerte de Patricio Vela.[/cita]

En 1994 supe que tres años antes Patricio había decidido partir para siempre, ya no a los Estados Unidos sino quién sabe para dónde. En la calle Portugal, al salir de una atención dental, encontré a Enrique, otro de aquellos estudiantes, ahora psicólogo, con quien también habíamos encarado, ocho años antes, el desafío de responder a la precariedad de las adolescencias truncadas en medio de la exclusión. No indagué acerca de la decisión de Patricio. No me correspondía. Cualquiera fuera la razón de esta muerte definitiva era accesoria comparada con lo resuelto por Patricio.

Frente a la decisión de interrumpir la vida propia, hay ocasiones en las que uno admira la fortaleza de quien lo hace. Hay otros momentos en los que uno reclama por el derecho de hacerse cargo de continuar o no respirando. Y siempre hay momentos en que uno aboga por derogar ese mezquino legalismo que confiere a la decisión de terminar con la vida propia el carácter de delito.

Hay veces en que es un desenlace necesario, esperable, que uno acepta. Pero también hay ocasiones en las que uno se rebela, se enoja. En la calle Portugal pensé que Patricio no tenía derecho a quitarse la vida, que era joven, que era mucho lo que estaba llamado a crear en el mundo, en nuestro país, en la psicología. Reproché en mi conciencia el que nos privara de verle de nuevo, de aprender con él otra manera de ver a las y los demás. Sobre todo, de mudar nuestros malos hábitos hacia otros más prometedores, más esperanzadores. Pero mis expectativas carecían de sentido. Las cartas estaban echadas y un poco de melancolía, una ensoñación cualquiera, era todo lo que cabía hacer o esperar.

Patricio reaparece en las noticias y, sin pedirlo siquiera, la prensa me entrega interpretaciones y conjeturas respecto de su muerte. Víctima de un guía espiritual, a quien profesé admiración en su momento, la prensa le muestra como un “caso”. Y, en las pocas líneas del libreto noticioso, su figura comienza a enlodarse con los pensamientos y especulaciones de otros. La práctica periodística de algunos medios borra lo que de Patricio hay para sólo dejar lo que de Patricio no hay. Y es costumbre hacerlo con toda víctima, victimizada aún más por la despersonalización de la imagen fácil, de la línea estereotipada, de la sensación antepuesta al conocimiento. Agradecería que fuese de una manera distinta, que los contornos de las personas fuesen más nítidos y que de ellas y ellos quedaran aprendizajes como los que debo a Patricio. Más todavía en un momento en que los malos hábitos han comprometido a una Iglesia Católica vacilante. No quisiera ver a Patricio convertido en parte de una crónica roja. Y no hubiese querido tampoco saber de silencios, complicidades y ocultamientos de los que algunos miembros de la Iglesia de Cristo han sido responsables.

Las lecciones de Patricio se vuelven perentorias. Es preciso interrogar los malos hábitos, desmantelarlos en cierto modo. Es preciso salirse de las polvaredas moralistas, sensacionalistas o facilistas para adentrarse en un camino que es más complejo pero más promisorio: preguntarse por qué el mundo se revela de la manera como lo hace al interior de una institución milenaria y por qué se revierte de modos tan disímiles entre sus pastores. El deseo, la voluptuosidad del mundo, la sensualidad serán siempre bienvenidas.

No puedo negar el derecho a experimentar la sensualidad del mundo. Por el contrario, me siento llamado a celebrarla. Pero, al igual que la familia de Patricio, las certezas tienen que estar del lado de la libertad, de modo de abrir “un camino de verdad que permitirá proteger a niños y jóvenes de sufrir abusos similares y ayudará a sanar a quienes ya lo han sufrido”. ¿Por qué el silencio? ¿Por qué las lealtades irracionales? ¿Por qué desoír las voces que al principio son sólo quejidos? Y luego lo que corresponda.

La Iglesia Católica, al igual que el país, se haría más fuerte si reconoce los malos hábitos que perturban su conciencia. ¿Cuántas veces se me ha dicho que no es recomendable abrir temas como el acoso sexual, por ejemplo, por los “conflictos que ello acarrearía”? Me lo han dicho como si no fuera poco el dolor de las víctimas de tales afrentas. El deseo reclama consentimiento: el placer de uno no puede fundarse en el dolor de otro. Me parece que el genuino placer es aquel que se nutre del placer y no del dolor, del agravio o del daño infringido en el sujeto que ha sido convertido en objeto de un deseo avasallador. El buen hábito no puede ser negación sino afirmación del ser en el otro. Si el ejercicio de la vida trae vida consigo bienvenido sea, pero si trae dolor y muerte creo que es, simplemente, el mal hábito de un ejercicio de poder donde la gratificación personal se nutre de la desgracia y del dolor del otro.

Soy de aquellos que preferirían no creer las historias con las que se insufla a la opinión pública, Y, al saberlas, prefiero sacerdotes asumiendo responsabilidades más que pastores entrampados en una defensa imposible. No me agrada ver a un sacerdote esgrimir la defensa legal de una causa carente de sentido. Preferiría escuchar de sus labios lo que Juana de Arco dijo a sus victimarios: “Si no estoy en gracia de Dios, que Él me ponga allí y, si lo estoy, que Él me mantenga allí”. No quisiera ver a nuestro Obispo de la Solidaridad defendido por un Vicario de la Dictadura. Más lo prefiero entregado a una voluntad superior que en el ejercicio de un artilugio menor, artilugio que, en 1844, la Real Academia de la Lengua definía en su sentido figurado como “disimulo, astucia, cautela, doblez”. Me reconozco como alguien que no quiere ni quiso creer en la muerte de Patricio Vela. Y mientras hoy hay quienes visten los malos hábitos, Patricio nos legó los buenos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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