Las brutales violaciones a la dignidad humana que ocurrieron en Chile no podremos nunca explicarlas hurgando en las amargas quejas sobre el ‘ambiente propicio’ que los defensores de lo indefendible ven en el gobierno de la Unidad Popular. Esa violencia requirió de decisiones explícitas con un contenido moral inequívoco, de la construcción activa de una doctrina capaz de construir al otro —al enemigo—, como un no-humano. Requirió de la verdadera fabricación, en las manos de intelectuales conservadores y mandos militares, en Chile y en los Estados Unidos —como en muchas otras partes—, de una visión del mundo en la que los hombres y mujeres ya no eran hombres ni mujeres, ni siquiera animales, si no sacos de carne conteniendo un peligro fantástico, una plaga terrorífica.
Una historia mundial de las crisis políticas sería una tarea titánica. Tomada de forma historiográfica, como un registro, sería incluso una tarea absurda, inabarcable. Las sociedades están plagadas de conflictos profundos y dolorosos, que generan constantemente enfrentamientos de intensidad variable. La hostilidad entre grupos sociales es prácticamente una constante, aun cuando por períodos las instituciones y mecanismos de control logren mantenerla a raya.
Esto no es necesariamente perverso. Sin la hostilidad que estos conflictos despiertan, el progreso social sería prácticamente impensable. Un pensador que pocos calificarían de agitador revolucionario, San Agustín, afirmó ya en el siglo IV que la esperanza tiene dos hermosas hijas: la rabia y el coraje. El conflicto social es el primer síntoma de que no estamos muertos, somos más que meros autómatas a los que las contradicciones de nuestro mundo les resultan indiferentes. Cuando no hay rabia, podemos saber que nos falta esperanza.
Es importante notar que no todos estos conflictos terminan en violencia directa, y muchos menos terminan en la violencia inhumana que caracteriza a algunos períodos. Si observamos con atención, veremos que la profundidad del conflicto social y la hostilidad que este genere, de hecho, tienen muy poco que explicar sobre estos hechos atroces. La polarización y la hostilidad social y política es parte constituyente de nuestra existencia como sociedades. La violencia dentro de ciertos límites también lo es: tanto la violencia cotidiana de los Estados, como la violencia rabiosa de quienes los resisten o la errática violencia de los marginados. La violencia que deshumaniza al otro, sin embargo, no lo es.
[cita]Las brutales violaciones a la dignidad humana que ocurrieron en Chile no podremos nunca explicarlas hurgando en las amargas quejas sobre el ‘ambiente propicio’ que los defensores de lo indefendible ven en el gobierno de la Unidad Popular. Esa violencia requirió de decisiones explícitas con un contenido moral inequívoco, de la construcción activa de una doctrina capaz de construir al otro —al enemigo—, como un no-humano. Requirió de la verdadera fabricación, en las manos de intelectuales conservadores y mandos militares, en Chile y en los Estados Unidos —como en muchas otras partes—, de una visión del mundo en la que los hombres y mujeres ya no eran hombres ni mujeres, ni siquiera animales, si no sacos de carne conteniendo un peligro fantástico, una plaga terrorífica.[/cita]
Hay formas de violencia que escapan a una fácil comprensión. Aún si aceptamos que la violencia es parte de los conflictos sociales, hay prácticas que es difícil entender como el resultado de un conflicto entre grupos con intereses distintos. ¿Tenían los nazis un interés comprensible en eliminar masivamente a judíos, gitanos y socialistas? Para lograr sus objetivos, cualquiera que fueran: ¿necesitaban los agentes de la dictadura chilena introducir ratones en la vagina de sus prisioneras? ¿Electrificar los testículos de sus prisioneros? La respuesta evidente es que no.
Por un lado, es cierto que la empatía y la consecuente intolerancia por el dolor ajeno que hoy los más de nosotros compartimos no es un hecho puramente natural: posee una historia, y muchas prácticas que siglos antes fueron aceptables ya no lo son. Por otro lado, lo verdaderamente relevante es que, en toda sociedad, ciertas formas de violencia no pueden explicarse simplemente por la intensidad de conflicto alguno: requieren de una deshumanización activa del otro.
Por eso, cuando la Sra. Magdalena Krebs intenta contextualizar la barbarie de la dictadura no sólo se equivoca respecto de la labor educativa y social del Museo de la Memoria y los DD.HH. Además está mintiendo o se encuentra profundamente equivocada en otro aspecto más central. La brutalidad de esa violencia no solo no puede justificarse moralmente: en términos analíticos tampoco puede explicarse por el contexto político previo. Conflictos tan o más intensos como el del Chile de los 60 y 70 ha habido decenas de miles. Escenas de odio social, agresiones, ‘escalamiento de los ánimos’, actos esporádicos de violencia física: nada de esto puede explicar un ápice de lo que ocurrió. En la historia moderna casos como esos hay demasiados, y en cambio la brutalidad sanguinaria y sobretodo sistemática que mostró la dictadura, si bien no es desconocida, es abismalmente menos común.
La lógica más elemental nos indica entonces que no es allí donde están las explicaciones que necesitamos –si las necesitamos. Las brutales violaciones a la dignidad humana que ocurrieron en Chile no podremos nunca explicarlas hurgando en las amargas quejas sobre el ‘ambiente propicio’ que los defensores de lo indefendible ven en el gobierno de la Unidad Popular. Esa violencia requirió de decisiones explícitas con un contenido moral inequívoco, de la construcción activa de una doctrina capaz de construir al otro —al enemigo—, como un no-humano. Requirió de la verdadera fabricación, en las manos de intelectuales conservadores y mandos militares, en Chile y en los Estados Unidos —como en muchas otras partes—, de una visión del mundo en la que los hombres y mujeres ya no eran hombres ni mujeres, ni siquiera animales, si no sacos de carne conteniendo un peligro fantástico, una plaga terrorífica. Sólo así se fabrican sistemas de crueldad como los que Chile conoció. Así se fabricó también el nazismo, así logró imponerse la purga estalinista en la ex URSS.
Ése es el único tipo de explicación que puede tener algún sentido en aquel Museo. Tendríamos que hablar de las campañas de El Mercurio, de sus tratos oscuros con la CIA. Tendríamos que hablar de la Escuela de las Américas, y del anticomunismo recalcitrante. Tendríamos que hablar de muchas cosas que probablemente incomodarían a la Sra. Krebs. Todo lo demás no es sólo un intento bastante burdo de justificar lo imperdonable. Además es una mentira que, al ser siquiera enunciada, reproduce y actualiza nuevamente la deshumanización de miles de chilenos que murieron en circunstancias horrorosas en manos de otros… porque otros chilenos les enseñaron que así debía ser.