En no mucho tiempo más, posiblemente usted no pueda protestar sin correr riesgos altísimos. Quiera o no. Pase lo que pase. No se lo van a permitir. Para entonces, sus representantes perderán las pocas razones que tienen para preocuparse suficientemente por usted.
La idea de que la protesta es una actividad dañina e inconducente tiene mucho arraigo en nuestro país. Cualquiera con el ingrato hábito de leer los comentarios de cualquier portal de noticias lo habrá notado. En ese contexto, la llamada ley Hinzpeter cuenta con un grado de rechazo que, si bien es muy importante, sigue sorprendiendo por lo relativamente escaso. En cualquier país con un mínimo de aprecio por su condición democrática, este proyecto debiera constituir un escándalo mayor.
Bertolt Brecht expresó alguna vez que no hay peor idiota que el idiota político. A diferencia de otros, escribió el dramaturgo, el idiota político hincha el pecho y se enorgullece de su idiotez. Algo similar ocurre con quienes creen que criminalizar la protesta es algo que afectará solamente a quienes tienen esa extraña y molesta costumbre de salir a la calle a reclamar. Ellos en cambio, gente tranquila y de buenas maneras, podrán vivir por fin con la calma que merecen. Ya no verán, después de cenar, más escenas de enfrentamientos por la televisión.
Nada más lejos de la realidad.
La protesta, en un sistema político formalmente democrático como el nuestro, no tiene solamente efecto cuando se produce. La posibilidad cierta de la protesta, el hecho de que ésta se encuentre dentro de los márgenes de la acción política posible y legítima, es de por sí un elemento central para el control de la acción de los representantes, de “los políticos”, le gusta decir a algunos.
Típicamente en las democracias liberales, la participación directa del ciudadano sobre las decisiones que le afectan se limita a votar en elecciones periódicas. Una vez escogido, un representante no posee ninguna atadura formal con el programa presentado al momento de su candidatura. Esta es una realidad que forma parte del sentido común de nuestros ciudadanos (idiotas políticos incluidos, esto no se les ha pasado): los candidatos tienen una cara, los representantes escogidos tienen otra.
[cita]En no mucho tiempo más, posiblemente usted no pueda protestar sin correr riesgos altísimos. Quiera o no. Pase lo que pase. No se lo van a permitir. Para entonces, sus representantes perderán las pocas razones que tienen para preocuparse suficientemente por usted.[/cita]
Una vez que usted vota por su representante, gane o pierda su opción en la elección de turno, no tendrá más remedio que aguantarlo hasta que llegue la siguiente. En el intertanto, este representante tendrá total libertad de obrar como le plazca: nada de lo que se dijo y prometió antes de su elección (ni tampoco después) posee ningún poder para restringir sus acciones. Las campañas electorales no son vinculantes.
Lo trágico de esta historia es que, al llegar la próxima elección, usted se encontrará exactamente en la misma situación: habrán varios candidatos, todos ellos con muchas promesas, y usted tendrá que votar “como si” esas promesas fueran un compromiso efectivo. Pero no lo son, y usted lo sabe. Peor aún: probablemente el candidato por el cual usted votó antes siga siendo su “mejor opción”, aun si no hizo nada de lo que le había prometido. Y posiblemente si no lo hizo antes, tampoco lo haga esta vez… porque nada lo obliga a hacerlo.
La idea entonces de que el “voto de castigo” es suficiente para controlar la conducta de nuestros representantes es bastante ingenua. Sobre todo si, como en Chile, el espacio político está custodiado por sistemas electorales restrictivos y escasamente representativos. Los votantes de la Concertación, una y otra vez decepcionados, lo saben ya muy bien. Los votantes del actual gobierno probablemente lo están aprendiendo rápidamente.
Sólo hay un costo político efectivo para un representante que no desea hacer aquello para lo que fue electo: la protesta. A diferencia del voto, la protesta posee un efecto multiplicador: se comunica directamente, es un mensaje que usted emite o recibe sin mediación necesaria. A pesar del control de los medios, algo de ese mensaje puede llegarnos a todos, aunque nuestros representantes no lo quieran. Como tal, puede llegar a significar un costo político importante para los representantes. Cuando usted vota, en cambio, está solo contra el mundo: usted y una serie de opciones predeterminadas cuya autenticidad no tiene garantía alguna.
Esto significa que, cuanto más restringimos la posibilidad de la protesta, mayor libertad poseen los representantes frente a sus representados. Por supuesto, libertad frente a sus representados no es libertad total. Posiblemente adivina usted quiénes adquieren mayor control sobre sus representantes cuando usted la pierde.
Exactamente. Los poderosos, que no necesitan votar ni protestar para incidir en las decisiones que nos afectan a todos; las grandes corporaciones que financian campañas y en las que muchos de la elite política tienen acciones, o para las que (ellos mismos o sus primos) realizan lucrativas consultorías; los dueños de las farmacias coludidas, de su AFP o de su isapre, que no quieren ser fiscalizados ni sujetos a responsabilidades; los dueños de universidades que no quieren cumplir con la ley, y no lo hacen, porque pueden no hacerlo sin que nada les pase a ellos.
También los consorcios mineros que no desean pagar impuestos ni royalties; los grandes empresarios que quisieran congelar el sueldo mínimo para siempre; los dueños de verdaderas cadenas de escuelas subvencionadas que quisieran recibir un subsidio cada vez más generoso, y entregar una educación lo más escuálida (y barata) posible; los empleadores que quisieran que, cuando resulte conveniente, despedirlo fuera más barato y menos engorroso todavía. Gente con mucho que ganar y mucho que perder… y con mucho poder para incidir en ello.
Usted puede hoy protestar o no protestar, con los riesgos que implica. Eso queda a su criterio, y tal vez tiene usted muchas razones para no hacerlo. Puede tener también razones para fastidiarse cuando otros protestan, buenas o malas. Tal vez en realidad usted es feliz con las cosas tal como están y por eso no ve motivo alguno para salir, después de una larga jornada, a marchar y gritar por la calle, entorpeciendo el tránsito de otras personas de bien.
Incluso en este caso, tal vez deba usted considerar que si las cosas están así y no mucho peor es, en gran parte, porque usted todavía puede protestar. No lo hace, pero puede. Hay ciertas cosas demasiado escandalosas, demasiado impresentables, que todavía pueden causar una reacción considerable. Todavía es posible, si sus representantes pierden toda vergüenza, que usted se enoje lo suficiente para abandonar el sillón.
En no mucho tiempo más, posiblemente usted no pueda protestar sin correr riesgos altísimos. Quiera o no. Pase lo que pase. No se lo van a permitir. Para entonces, sus representantes perderán las pocas razones que tienen para preocuparse suficientemente por usted.
Si eso llega a pasar… le deseo de todo corazón buena suerte votando. Espero tenga usted la suerte de encontrar un candidato de alma verdaderamente pura, que haga todo lo que promete pese a no tener ninguna razón para hacerlo —y suculentas ofertas a cambio de no hacerlo—.
Le deseo buena suerte mandándole cartas, posteando en Facebook o en Twitter, explicándole por qué debiera tratar de cumplir con sus promesas de campaña. Todo esto pese a que posiblemente, si las cumple, muchos otros más poderosos que usted y yo se le echarán encima, y usted no podrá hacer nada por él mas que mandar más cartas –estará prohibido.
Buena suerte entonces mascullando con sus amigos sobre lo inútil de la política, sobre como es mejor preocuparse de sus propios asuntos, y esperando para escoger alegremente su próxima colección de bellas promesas.
Mejor tonto grave que tonto útil.