El discurso de Benjamín González en la ceremonia de licenciatura de los cuartos medios del Instituto Nacional se ha transformado en un éxito mediático innegable. Dentro de mi generación de institutanos ha dividido las aguas entre quienes se sienten completamente identificados –especialmente aquellos provenientes de los cursos humanistas-, y aquellos que lo consideran un discurso marginal, responsabilizándolo del masoquismo de “quedarse” –lo que me recuerda una de las frases favoritas de varios profesores e inspectores de mi época: “si no le gusta, se va”-. El discurso de Benjamín tiene elementos de continuidad y otros de ruptura.
El Instituto Nacional nació en 1813 de la fusión de varias instituciones realistas: la Academia de San Luis, el Convictorio Carolino, el Seminario Conciliar y la Universidad de San Felipe. El 18 de junio de ese año Camilo Henríquez en La Aurora de Chile encendía el mito: “el gran fin del instituto es dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer, y le den honor”. El Instituto constituyó el símbolo del proyecto republicano, al que se suma la Universidad de Chile en 1842. Hay que decir que en gran parte del siglo XIX, lo público en la República de Chile en realidad era un espacio muy reducido de la sociedad, integrado sólo por las elites, masculinas, terratenientes. La educación era para esta clase heredera de la invasión española, que utilizó los mismos instrumentos de la colonia para mantener una división social estratificada. No es sino hasta las primeras décadas del siglo XX que se rompe el modelo elitista del cual el Instituto Nacional hacía parte.
Fue a partir de 1920 cuando todo comienza a trizarse con la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria. La educación se transforma en campo de batalla, porque ya no era propiedad exclusiva de la “natural” superioridad de la elite. Comienza la expansión del derecho a la educación, que consideró una incorporación mayor de mujeres y clases populares. Al mismo tiempo, la elite chilena –en un acto patriótico- comienza a abandonar la educación pública en un movimiento irreversible. Hasta hoy, nuestros dirigentes –políticos y empresarios- no han pasado en su gran mayoría por escuelas públicas, y la dictadura significó el tiro de gracia definitivo para cortar cualquier lazo de la elite con las clases medias y populares.
Entonces, ¿qué significa el discurso de Benjamín en este contexto? Por una parte, como él mismo señala, no constituye ninguna novedad en términos de revelación histórica. Recuerdo a un querido profesor de lenguaje –castellano en esa época-diciendo que aquí se enorgullecen por tener tal cantidad de presidentes –cuyos rostros se observan mutuamente en la galería de los presidentes al llegar a rectoría-,sin embargo, para cómo está el país, deberían sentir vergüenza. Deliciosa provocación.
El discurso de Benjamín representa la declaración del habitus como diría Bourdieu, una meta-reflexión sobre la posición, sobre la distribución social de los privilegios, y sobre el rol que asume la institución. La otra cara de este discurso la encontramos en el Manifiesto del diputado UDI Felipe Ward. Ambas comparten la desmitificación de las apariencias, y muestran el lugar social desde el cual se construyen a sí mismos, dejando entrever los límites de acción política que pueden desencadenar.
El Instituto Nacional abrazó progresivamente la incorporación de las clases medias, fue su modo de sobrevivir, pero lo hizo conservando los aires y sentidos de su fundación. Aparecieron con mayor fuerza los discursos de ascenso social y meritocracia. Cuando entré al Instituto, en 1989, se seguía hablando de elite, pero no era aquella elite de las clases dirigentes del país; ahora era una elite académica nacida de la selección de los mejores alumnos de las escuelas públicas y particular subvencionadas, y alguna que otra particular pagada. Es verdad, la clase social se vuelve un asunto menos significativo, se puede ser de clase media o pobre, todo queda oculto en el “número de lista”, en una especie de olvido de la persona y de su historia, asunto que para el caso de la cultura nacional, algo de sentido tiene.
El Instituto Nacional se ubica hoy en una encrucijada contradictoria. Sigue siendo el bastión de la educación pública, sus alumnos siguen reaccionando en su defensa junto a los estudiantes de las escuelas de las periferias y de los otros emblemáticos. Y también, por otro lado, muchos de sus ex alumnos alcanzan destacadas posiciones en las gerencias de las empresas de los grupos económicos y desde allí han encontrado vías para tornarse figuras políticamente atractivas para las elites. La cooptación de los institutanos es pan de cada día. Pero no sólo se coopta a los ex alumnos, sino al Instituto como tal, que se ha convertido en un modelo de excelencia para el actual gobierno. Para las elites que nos gobiernan en estos días, la selección social es natural, y serán los mejores los que lleguen a las posiciones dirigentes. Lo que se lee en la traducción del Manifiesto de Ward es justamente la otra cara del modelo del Instituto, y es que aún hoy la mayor parte de las posiciones son hereditarias, y no tienen nada que ver con los esfuerzos individuales.
La continuidad en el discurso de Benjamín se da cuando lo inscribimos en una larga tradición de un discurso que ha sido crítico, y que encuentra quizás su expresión más dramática en las grandes alamedas de Allende. La continuidad es, sin duda, la preocupación por el sentido de público en una sociedad estructurada económica, social y culturalmente en base a intouchables.
La ruptura de Benjamín se sitúa en el simple hecho de desnudarse a sí mismo, mostrar los artificios que construyen la posición de privilegio, y preguntar desde allí si esto es justo. Esta es reflexión política y a esta es la que nos invita un joven de 18 años.
Bienvenidos a la celebración de los 200 años del Instituto Nacional.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl