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El Estado chileno y la cuestión mapuche EDITORIAL

El Estado chileno y la cuestión mapuche

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La percepción de un déficit de legalidad y legitimidad de Estado, terminará produciendo una fisura importante en el sentido de nación, pues la vieja convicción del sentimiento nacional arraigado como sustento del Estado, en la cual se han formado las generaciones de los siglos XX y XXI, está llegando a su fin, en primer lugar con el conflicto mapuche, pero también con temas ambientales y de equidad territorial.


Si los gobernantes de un Estado insisten en solucionar un problema social recurriendo al mismo instrumental jurídico y político que está en el origen de ellos, el problema en cuestión solo se hará más grande e irreductible en el futuro. Eso es lo que viene ocurriendo en La Araucanía desde hace 100 años, y particularmente después de 1990, imponiéndose la autoridad del Estado con un arsenal que oscila entre pequeño fomento productivo, un poquito de tierras y muchos policías.

El riesgo actual de esas relaciones es que el conflicto violento se haga endémico y legítimo para la mayoría del pueblo mapuche —lo que no ocurre todavía—, e introduzca una distorsión total de gobernabilidad en el país variando a conflicto de autodeterminación. Entonces habría ganado la opción violentista.

Nadie puede justificar desde ningún punto de vista los hechos que terminaron con el asesinato de un matrimonio de agricultores en un atentado incendiario en Vilcún. Se debe buscar y castigar a los culpables. Pero sería un error político de proporciones activar toda la fuerza y poder coercitivo del Estado de una manera territorial e indiscriminada. Ello inevitablemente será percibido como una venganza contra el pueblo mapuche y no un acto destinado a sancionar a los culpables.

La acumulación histórica de hechos y su escalada actual obligan a pensar en la raíz del problema. Y ella está, si no exclusivamente, en gran medida marcada por la forma como el Estado de Chile creó “chilenos” e integró el territorio de La Araucanía. Con enormes hitos de violencia documentados incluso por sus propios actores directos, como lo explicitan los informes del Coronel Cornelio Saavedra, jefe militar del proceso.

[cita]Nadie puede justificar desde ningún punto de vista los hechos que terminaron con el asesinato de un matrimonio de agricultores en un atentado incendiario en Vilcún. Se debe buscar y castigar a los culpables. Pero sería un error político de proporciones activar toda la fuerza y poder coercitivo del Estado de una manera territorial e indiscriminada. Ello inevitablemente será percibido como una venganza contra el pueblo mapuche y no un acto destinado a sancionar a los culpables.[/cita]

Los derivados de esa estrategia militar de anexión y no de integración, acompañada por actos de confiscación, venta y colonización de territorios, están demasiado cerca en el tiempo y es imposible que no sean parte del imaginario mapuche en su relación con el Estado de Chile. Son apenas tres generaciones completas que distancian la actualidad de esos sucesos. Hay allí un fundamento emocional profundo que, unido a las características de resciliencia del pueblo mapuche, son un aspecto importante a considerar en el conflicto.

Es decir, no se trata de seguridad ciudadana, derecho de propiedad o aplicación rigurosa de la ley, si bien hay parte importante de ello. El problema se vincula a una crítica profunda del proceso político de construcción del pacto social constitutivo del Estado de Chile. Este, para la historiografía mapuche reciente, es una herida abierta y una agresión.

Cualquier manual simple de manejo de conflictos indica que se debe percibir con claridad la profundidad del fundamento emocional del adversario, saber qué lo impulsa a la lucha, para medir el esfuerzo que se debe emplear en solucionarlo. En el caso del pueblo mapuche ello es muy intenso, y cada acción del Estado, fundada exclusivamente en el prurito de la autoridad y la legalidad, ahonda la emoción negativa.

Así se lee que el policía que mató a Matías Catrileo siga en servicio, que se inunden cementerios mapuches para una central hidroeléctrica, o se cerquen terrenos que antes fueron propios y libres. Y así se justifican los violentistas mapuches.

Es verdad que la emocionalidad del Estado de Chile, expresada en la acción de sus gobernantes, no es menor en términos de la imposición de la ley y la autoridad. Pero el Estado por pacto constitutivo es el ente administrativo y político cuyo principal fin es distribuir bienestar, paz social, desarrollo, justicia y seguridad, y tiene que actuar en consecuencia, representando el bien común.

Ello debiera ser comprendido a fondo por el gobierno y toda la elite política, pues crecientemente se va instalando con validez social la idea no solamente de una “historia nacional del despojo del pueblo mapuche”, sino de un Estado oligárquico que opera fuera del bien común y al que no le importa la paz social y la seguridad política de la sociedad.

Ello genera a su vez la percepción de un déficit de legalidad y legitimidad de Estado, y terminará produciendo una fisura importante en el sentido de nación, pues la vieja convicción del sentimiento nacional arraigado como sustento del Estado, en la cual se han formado las generaciones de los siglos XX y XXI, está llegando a su fin, en primer lugar con el conflicto mapuche, pero también con temas ambientales y de equidad territorial.

El problema mapuche puede escalar no solo en violencia, con formas de paramilitarismo de variada procedencia y mayor represión del Estado central, sino también política. La propia ONU ha sostenido que los pueblos que se sientan una nación tienen el derecho de formar su propio Estado y consecuentemente su propio país, y no se debe descartar que si se siguen acumulando errores, la reivindicación del Estado propio llegará.

La idea altamente ideológica de que los Estados son organizaciones formadas de una vez y para siempre es un error. Lo ha demostrado con creces la historia reciente. El Estado como ente jurídico y moral hay que cultivarlo en la libertad, la equidad y la justicia. La percepción de la vigencia real de estos valores vive en la cultura de cada persona que habita el territorio del país y cultivarla es responsabilidad del Estado.

Hoy el país está frente a un problema político referido a la constitución del Estado, cuya solución implica acuerdos sobre su organización y gobierno interno en la región, representación política y satisfacciones de carácter económico y cultural del pueblo mapuche, quien no está conforme con su inserción en nuestro Estado. Pero de la misma manera, requiere una postura clara de condena y no justificación de los hechos de violencia, bajo argumentos de la historia pasada.

Es necesario recalcar que no hay muchas alternativas. El tema mapuche acompaña toda la historia del país y de alguna manera sus hitos más importantes están signados por la violencia, pese a que los mapuches han hecho esfuerzos importantes de integración pacífica en el pasado. El reimpulso a las identidades que se dio entre ellos en los años 90 ha resultado, por errores de la propia democracia, no solo en entidades no sumisas, que buscan tanto derechos ciudadanos como calidad de inserción como nación en el Estado, lo que es justo. También ha habido un impulso a la violencia por intransigencia y miopía estatal, que hoy lamentamos.

Si deseamos tenerlos como parte integrada del Estado de Chile, debemos actuar en consecuencia y entablar un diálogo efectivo sobre autonomía política funcional, desarrollo económico, representación parlamentaria y existencia y derechos constitucionalmente reconocidos. Hay que hacerlos parte de la riqueza forestal y agrícola de tierras que una vez les pertenecieron y, sobre todo, lavar de manera digna la heridas de la guerra que el Estado de Chile llevó contra el pueblo mapuche, y de la cual resultaron pérdidas de derechos ciudadanos, de libertad y de cultura. Ese es la parte simbólica fundamental de la solución.

Aún resuena, para la verdad histórica y nuestra vergüenza lo escrito por Cornelio Saavedra en 1870: “La guerra, llevada por el sistema de las invasiones de nuestro ejército al interior de la tierra indígena, será siempre destructora, costosa y sobre todo interminable, mereciendo todavía otro calificativo que la hace mil veces más odiosa y desmoralizadora de nuestro ejército. Como los salvajes araucanos, por la calidad de los campos que dominan, se hallan lejos del alcance de nuestros soldados, no queda otra acción que la peor y la más repugnante que se emplea en esta clase de guerra, es decir: quemar sus ranchos, tomar sus familias, arrebatarles sus ganados; destruir en una palabra todo lo que no se les pueda quitar. ¿Es posible acaso concluir con una guerra de esta manera, o reducir a los indios a una obediencia durable?”.

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