Que el denominado conflicto mapuche hoy ocupe los titulares se debe a la violencia. La triste verdad es que sin violencia, nadie se ocuparía del asunto mapuche. Y qué duda cabe, los seguirá ocupando por la misma razón en el después esbozado por el gobierno con sus anuncios. Este es un después producto de la miopía tan propia de tantos políticos que apuntan a lo urgente y necesario pero prefieren olvidarse de lo importante –y seguimos pasando la pelota.
Qué duda cabe. El atentado asesino al matrimonio Luchsinger-McKay es lamentable y merece la mayor condena. Es lamentable por el drama personal que conlleva la muerte, sobre todo la muerte violenta por acción de terceros. Es lamentable, porque es un indicio de que el umbral de disposición a la violencia va a la baja. Pero es lamentable también, porque parcialmente se relaciona con la falta de política indígena. Y en relación a este último punto no hay, lamentablemente, ningún cambio.
Me explico. En vista al atentado el gobierno está tratando de instaurar la tesis del antes y el después. Apelando a los anuncios del presidente Piñera, y con las palabras del ministro Larroulet, “estamos fuertemente convencidos de que tiene que haber un antes y un después”. El después consistiría en “reforzar las tareas de inteligencia y las tareas de prevención”. En la práctica, el después estaría caracterizado por aumentar la militarización del conflicto. Esto se justificaría por el nivel de violencia, y porque —según Larroulet— en estos grupos terroristas pequeños sería evidente la participación de personas entrenadas por las FARC y otras que se relacionarían con el FPMR.
No tengo conocimiento de inteligencia que me permita cuestionar la información del ministro. Pero si es así o no, es trivial. Más allá de lo inmediato y urgente, la pregunta importante debe apuntar a cómo crear las condiciones que hagan posible una coexistencia pacífica (entendiendo por “pacífico” no la ausencia de conflicto, sino que de violencia). ¿Cree usted que el después anunciado por el gobierno es uno en que es posible una coexistencia pacífica?
[cita]Que el denominado conflicto mapuche hoy ocupe los titulares se debe a la violencia. La triste verdad es que sin violencia, nadie se ocuparía del asunto mapuche. Y qué duda cabe, los seguirá ocupando por la misma razón en el después esbozado por el gobierno con sus anuncios. Este es un después producto de la miopía tan propia de tantos políticos que apuntan a lo urgente y necesario pero prefieren olvidarse de lo importante —y seguimos pasando la pelota.[/cita]
El asunto chileno-mapuche es de larga data. Pero es también una historia muy reciente. Y la revitalización del conflicto se enmarca en el revival que a partir de los años 90 han tenido en todo el mundo los grupos minoritarios y sus demandas. La respuesta actual que se expresa en el Plan Araucanía apunta a los ejes económico-social y cultural. Este incluye liceos de excelencia que reconocen la multiculturalidad, becas, fomento del idioma mapudungun, hospitales, reconocimiento de la medicina tradicional, creación de áreas de desarrollo indígena, agua potable, prioridad para el ingreso ético familiar, además de una política de tierras. Todas estas medidas apuntan a fortalecer los índices sociales y a reconocer aspectos culturales. Pero a pesar de la importancia de mejorar el aspecto económico y social, y de hacerlo de un modo respetuoso de los aspectos culturales, ninguna de estas medidas se hace cargo de lo que es la mayor demanda de este tipo de movimientos no sólo en Chile, sino que en todo el mundo: generar formas de autogobierno y autonomía.
El movimiento mapuche actual se inscribe en un revival étnico nacionalista que, como todos los movimientos étnico-nacionalistas, apunta a la construcción de la nación. Se dan todos los elementos. Relatos generadores de identidad que recurren a la resistencia y lucha contra lo que se considera invasión y opresión externa, elementos culturales, reminiscencia de un pasado inmemorial, un territorio histórico. La corrección histórica del relato es irrelevante. Lo importante es que hay sectores importantes que se consideran a sí mismo como diferentes y desean autogobernarse. Personalmente no tengo simpatía alguna con el nacionalismo, ya sea étnico o cultural. Pero es lo que hay, y es el punto para comenzar.
En Chile no hay una política indígena que merezca ese nombre. No hay ni siquiera reconocimiento constitucional del pueblo mapuche —que es el primer paso si se aspira a generar un diálogo verdadero entre las partes—. Estamos lejos no sólo de la mayoría de nuestros vecinos, sino también de aquellos países de cuya compañía en el club de la OECD tanto nos vanagloriamos. Piense por ejemplo en Nunavut en Canadá. Un territorio de aproximadamente 2 millones de kilómetros cuadrados y algo más de 30.000 habitantes autogobernada por los Inuit. O piense en los parlamentos Saami en Finlandia, Suecia y Noruega. Piense en los niveles de autogobierno de las tribus en Norteamérica.
O en los asientos reservados a todos aquellos electores que escogen inscribirse en circunscripción Maorí en el Parlamento de Nueva Zelanda. La lista continúa. Ciertamente las historias no son siempre felices. Si nos guiamos por índices de calidad de vida son incluso cuestionables. Pero al menos han generado condiciones de relativa coexistencia pacífica.
Que el denominado conflicto mapuche hoy ocupe los titulares se debe a la violencia. La triste verdad es que sin violencia, nadie se ocuparía del asunto mapuche. Y qué duda cabe, los seguirá ocupando por la misma razón en el después esbozado por el gobierno con sus anuncios. Este es un después producto de la miopía tan propia de tantos políticos que apuntan a lo urgente y necesario pero prefieren olvidarse de lo importante —y seguimos pasando la pelota.