Tras la muerte de Hugo Chávez se ha dicho bastante acerca del uso que le dio el comandante al mecanismo mítico para instalar el socialismo del siglo XXI. Que la mitificación fue necesaria para su causa nadie lo duda, pero sí qué tan efectivo ha sido para Venezuela ese sistema político.
Entre defensas y ataques, se ha dicho mucho acerca del éxito del modelo venezolano, sobre todo en lo que respecta a la mejoría de las cifras de pobreza, PIB y crecimiento económico. Pero la economía de la tierra de Bolívar difícilmente resiste un análisis global: Venezuela es un país cada vez más dependiente del petróleo –cerca del 95 % de los ingresos por exportación proceden del “oro negro”–, el número de empresas y de inversión en ellas ha disminuido, y las cifras que han experimentado mejorías son equivalentes a las del resto de la región, donde muchos países han sostenido un crecimiento sin polarización política, sin espantar a los inversores extranjeros y nacionales y sin controlar los precios ni debilitar la moneda. Un cambio significativo es el aumento de importaciones públicas, que sólo en el primer trimestre del año 2012 fue de 63 %. Y a pesar de este aumento, recientemente la escasez de productos básicos se ubicó al borde del 20 %. Los datos vistos globalmente están muy lejos de augurar un éxito económico.
[cita]Las caricaturas son indispensables para el funcionamiento del discurso mítico, pero la pintura a brocha gorda no sirve para dibujar una sociedad compleja. Chávez construyó un mito en torno a su figura, y sus seguidores necesitan explotarlo para triunfar. Es cierto que muchas personas pobres han visto un enorme alivio en las políticas populistas, pero ello no implica que el sistema económico de Venezuela sea exitoso.[/cita]
Pero la economía no es el tema central cuando hablamos de mito. El historiador Luis Thielemann hizo, en este mismo medio, un análisis acerca de cómo la élite chilena se mostraba hipócrita ante la figura del difunto comandante. Uno de los grandes dolores de cabeza, señaló, es que Chávez logró el éxito de su modelo desde una posición contraria al mercado, esta última defendida y promovida por Washington. Citando a Raúl Sohr, Thielemann señala que desde el conservadurismo chileno se clasifica al gobierno de Chávez como populista, denostando a aquellos que logran una redistribución del ingreso fuera del mercado. En las ciencias sociales, la literatura acerca del populismo no lo describe simplemente como un adjetivo, sino que posee en sí mismo elementos problemáticos para los gobiernos.
Como señala Carlos Cousiño, “el populismo va siempre asociado al nombre de los caudillos” y se caracteriza por el “exceso de palabras y el exceso del gasto”. Unido a esto, señala que existen dos características indispensables para garantizar la lealtad con el líder: “Su propensión a expandir el gasto público y su tendencia a la corrupción política”. Por otra parte, Eduardo Valenzuela explica que en los regímenes nacional-populares no habría una diferenciación entre Estado, sistema político y actores sociales. Son múltiples las características del gobierno de Hugo Chávez que se ajustan descriptivamente, sin emitir a priori un juicio de valor, al populismo.
Thielemann dice que algunos sectores de la sociedad chilena tendrían la intención de eliminar los elementos pasionales de la política, pero que serían los mismos que no dudan en usarlos cuando es necesario para una causa determinada. Demos otra vuelta de tuerca a este asunto desde la ficción: un factor importantísimo de la narrativa, en cualquiera de sus formas, es la empatía que busca el autor entre sus personajes y el público.
A veces, esa empatía tiene como efecto un apoyo a valores contrarios a los propios; de ese modo uno, como lector o espectador, no quiere que descubran al asesino en serie o desea que el protagonista se decida de una vez a salvar a la heroína por sobre los niños inocentes que están a punto de morir. El mecanismo mediante el cual uno puede ir en contra de sus propios valores es similar al utilizado por el mito: se sirve de una pasión que tiene como objetivo una parcela limitada de la realidad, dejando una amplia gama de factores de lado. No condeno la utilización de esos factores pasionales y emocionales en la política, y creo que para cualquier posición sería hipócrita condenarlo. Pero un mínimo de honestidad intelectual exige ver cuáles son los factores que se dejan de lado a la hora de construir un mito, ya que existe el peligro de endiosar personajes o situaciones que son bastante ambivalentes y conflictivas como para situar bajo su alero una amplia realidad nacional.
Para complejizar la historia es necesario añadir elementos al mito. Una vez que ya ha pasado la hora del entusiasmo, debe llegar el momento de las evaluaciones complejas y profundas. En Venezuela es necesario analizar en qué estado se encuentran sus instituciones, cuál es la situación económica de la industria petrolífera y qué sucede con la importación de suministros básicos.
Las caricaturas son indispensables para el funcionamiento del discurso mítico, pero la pintura a brocha gorda no sirve para dibujar una sociedad compleja. Chávez construyó un mito en torno a su figura, y sus seguidores necesitan explotarlo para triunfar. Es cierto que muchas personas pobres han visto un enorme alivio en las políticas populistas, pero ello no implica que el sistema económico de Venezuela sea exitoso.
Para que el crecimiento sea verdaderamente sostenido y sustentable –y en buena hora está centrado en los pobres– es necesario dejar el personalismo chavista y el enorme gasto social, al tiempo de generar un sistema que pueda mantenerse a largo plazo. Si se acepta el desafío, el socialismo del siglo XXI debe encauzar su sistema político a uno donde gane la política; es decir, prime el diálogo y el respeto a las instituciones y a los derechos humanos.