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Sobre reyes y la política de la felicidad

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Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Algunos pueden considerar interesante escuchar lo que los reyes quieran decir. En ocasiones pueden ser personas que irradien sabiduría, como el rey filósofo. Pero como principio: desconfíe de los reyes así como de cualquier otro poder arbitrario que haya comido el conocimiento con cucharas soperas. Después de todo, los iluminados conocen el camino y el fin y, por lo mismo, todos los demás sobramos cuando se trata de hacer vinculantes sus concepciones del mundo, aunque sea de un mundo feliz.


¿Quién debería regir el Estado? La conocida respuesta de Platón en La Republica es que para que sea bien gobernado, lo debe ser por filósofos. Es decir, o los reyes deben volverse filósofos, o hay que entregarles el poder a éstos.

Demás está decir que ninguna de las opciones es atractiva. Y es que la idea central (los reyes deben ser filósofos) adolece de dificultades serias. Amar la sabiduría, o incluso llegar a poseerla (cualquiera sea el significado de esta última sentencia) no puede ser ni condición necesaria ni suficiente para disfrutar del monopolio del poder. Las razones son evidentes: ni el gobierno, ni el buen gobierno son temas de técnicos (tampoco de los técnicos de la generalidad, es decir, los filósofos –salvo los analíticos, claro) que conozcan las respuestas a cualquier pregunta acerca del entramado institucional de la vida en común. Más bien estas respuestas deben ser el resultado de un proceso político deliberativo que, sin duda, debe ir más allá de la afirmación de intereses (aunque sean sinceros) y, ojalá, de las maquinitas de poder ajenas a toda decencia. (Considere las dos grandes decisiones de nuestro parlamento la semana pasada –la elección de Pedro Velásquez y la acusación contra Harald Beyer– y se dará cuenta que lejos estamos de esto). Y para ser parte productiva en este proceso no hay títulos que garanticen idoneidad.

[cita]Algunos pueden considerar interesante escuchar lo que los reyes quieran decir. En ocasiones pueden ser personas que irradien sabiduría, como el rey filósofo. Pero como principio: desconfíe de los reyes así como de cualquier otro poder arbitrario que haya comido el conocimiento con cucharas soperas. Después de todo, los iluminados conocen el camino y el fin y, por lo mismo, todos los demás sobramos cuando se trata de hacer vinculantes sus concepciones del mundo, aunque sea de un mundo feliz.[/cita]

Sin embargo, el deseo de que haya un ser que pudiese poner todo en su lugar gana espacio en muchas mentes disconformes. Es lo más parecido a una idea secularizada de un redentor que pondrá todo en algún orden deseado, un comandante, un caudillo, una expresidenta, un dictador o un rey. Debemos estar atentos contra estos deseos que, o corrompen la polis o la decepcionan, aunque el rey sea un filósofo bien intencionado.

Afortunadamente los reyes están de capa caída. Por cierto siguen existiendo y, al menos los europeos, llenan las páginas de las revistas de corazón y las de algún que otro pasquín a causa de hechos de corrupción o prácticas impresentables como la caza de elefantes (para los que creen en la justicia divina, una cadera rota parece ser lo menos que se merecía). Son testigos anacrónicos de otra época cuya desaparición definitiva, en mi humilde opinión, sería una prueba casi irrefutable del –ciertamente una y otra vez refutado por la historia– así llamado progreso moral de la humanidad.

Pero hay reyes que siguen teniendo visiones que consideran pueden seguir imponiendo a sus súbditos. Uno de estos es el joven rey de Bután, quién ha saltado a la fama por su defensa del paradigma alternativo de desarrollo hoy en boga: la felicidad interna bruta. De acuerdo a este paradigma, el desarrollo de una nación no estaría dado ni por el PIB, ni por el per cápita –en lo cual sólo puede tener razón–, pero tampoco por los índices de desarrollo humano de las Naciones Unidas, sino que por la felicidad entendida como un estado subjetivo de la mente. Es decir, ni lo que tenemos, ni lo que somos o alcanzamos, ni lo que podemos ser o alcanzar, sino que como nos sentimos.

Hay que ser justos con este rey, bajo cuyo reinado Bután pasó de ser una monarquía absoluta a una constitucional. (Dos cámaras, la baja de elección popular –pero con un sistema tal que el partido opositor con más del 30 % de los sufragios sólo logro 3 representantes, comparados con los más de 40 que logró el partido oficial con dos tercios de los votos–; y la alta con elección indirecta de 20 representantes más 5 escogidos por el Rey –muy parecido a los senadores designados). Después de todo, en Bután se han dado resultados interesantes en comparación con su entorno. Claro que para disfrutar de los beneficios del welfarismo de la felicidad en este reino, es mejor que usted sea budista (de alguna de las dos ramas oficiales) a que sea cristiano, o protestante o no creyente, y ciertamente, mucho mejor a que usted sea tibetano, que en muchos casos son hinduistas.

Esto se debe a que si bien Bután reconoció un día en honor a una fiesta hinduista y desde hace algunos años se ha comprometido con la protección de las minorías, el reino de Bután ha perseguido y expulsado sistemáticamente durante años a los inmigrantes tibetanos de larga data quitándoles en ocasiones la posibilidad de acceder a la nacionalidad butanesa y en ocasiones incluso la nacionalidad, transformándolos así en apátridas que, si bien pueden disfrutar de la salud y la educación oficial –culturalmente ideologizada–, no pueden participar en el proceso político. De hecho, se considera que sus asociaciones políticas atentan contra el rey, y son, por tanto, ilegales. En los 90 fueron más de 90.000 lo tibetanos expulsados, en un reino que hoy no llega al millón de habitantes. La ley hoy no reconoce el derecho de asilo ni de los inmigrantes. Ni que decir de aspectos propios de la libertad religiosa, como la expresión pública (no la privada) del propio culto (hay sólo una iglesia cristiana en el país y se impide la construcción de otras), o el proselitismo, que ha sido prohibido por decisión real. Y no olvide que de acuerdo a la ley usted debe vestir trajes tradicionales si se encuentra en lugares públicos –una ley que se ejecuta arbitrariamente por los representantes del orden.

Repito: en ciertos aspectos relacionados con la calidad de vida el reino de Bután muestra resultados interesantes. Pero en otros, que se relacionan con aspectos de las libertades fundamentales, no. Y es que la felicidad no es ni libertad, ni justicia y ciertamente implica una amenaza a la pluralidad valórica.

Fomentar la felicidad social puede implicar mecanismos que limiten las libertades fundamentales de algunos (el problema clásico de los utilitaristas, de los cuales los teóricos de la felicidad hoy son descendientes –probablemente sin saberlo). Si la felicidad de los naturales se eleva al impedir la naturalización de los considerados foráneos, entonces la limitación de la libertad de estos últimos (la política de Bután) ciertamente la fomenta. Algo similar se puede decir en torno a la normativa cultural integrista con respecto a los trajes tradicionales. (A propósito: ¿cómo se sentiría usted si para salir a la calle tuviese que vestirse de huaso o de china, si no quiere estar a merced del arbitrio de algún carabinero?).

Fomentar la felicidad social no implica garantizar la justicia. Esto se debe a que muchos que viven en situaciones de violencia, opresión o escasez, adaptan inconscientemente sus preferencias de acuerdo a las oportunidades disponibles. Y satisfacer esas preferencias no es lo mismo que garantizar la justicia. A modo de ejemplo: en año 2010 el 68 % de las mujeres en Bután justificaba la violencia doméstica si es que olvidaban cocinar o cuidaban mal a sus hijos. Si usted piensa que aquí algo huele mal, y que habría que encontrar mecanismos para empoderar (una palabra horrible, pero suficientemente precisa) a las mujeres, entonces mejor recurra a la justicia, porque el paradigma de la felicidad le diría algo muy diferente acerca de lo que debe hacer.

Fomentar la felicidad puede implicar una limitación del pluralismo valórico. Tal como el mojigato que se siente ofendido por la vida libertina de su vecino, las mayorías se pueden imponer a las minorías suprimiendo o haciendo difícil la manifestación de valores alternativos, como los religiosos o los sexuales (by the way: en Bután las relaciones homosexuales están penadas por la ley).

Algunos pueden considerar interesante escuchar lo que los reyes quieran decir. En ocasiones pueden ser personas que irradien sabiduría, como el rey filósofo. Pero como principio: desconfíe de los reyes así como de cualquier otro poder arbitrario que haya comido el conocimiento con cucharas soperas. Después de todo, los iluminados conocen el camino y el fin y, por lo mismo, todos los demás sobramos cuando se trata de hacer vinculantes sus concepciones del mundo, aunque sea de un mundo feliz. Ante sus visiones bien vale la recomendación que impartió el antiguo canciller alemán Helmut Schmidt a todos aquellos que tengan visiones: vayan al médico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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