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La reinvención del capitalismo

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Karina Narbona
Por : Karina Narbona Investigadora de la Fundación SOL. www.fundacionsol.cl / @lafundacionsol
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Una cosa es clara: el hecho de que sean los propios capitalistas quienes se alarmen y congreguen para resolver los problemas sociales y ambientales del capitalismo ante el riesgo de su obsolescencia, indica que sus secuelas son reales y profundas y que sus dueños saben muy bien que este sistema es una construcción social y no un dato de la naturaleza como se pinta. En otras palabras, que está sujeto a la transitoriedad histórica.


En tiempos de crisis, es cada vez más frecuente ver que se levante la bandera de «reinventar el capitalismo». A modo de ejemplo, en Chile hace algunos meses, El Mercurio publicaba una nota titulada «Reinventando el Capitalismo» en tributo a la obra de Michael Porter y Mark Kramer «Creando valor compartido. Cómo reinventar el capitalismo y liberar una oleada de innovación y crecimiento». Esa nota advertía: «El capitalismo está siendo severamente atacado. Hay una menor confianza en los negocios. El propósito de la empresa debe ser redefinido. Es preciso reinventar el capitalismo para que la innovación y el crecimiento se liberen».

En una línea afín, en la reunión Enade del 2011 se creó la mesa «El capitalismo cuestionado ¿Qué no estamos viendo?» para tratar asuntos similares y el 2012 se volvió a abordar cuestiones como esas, reivindicando la necesidad de crear «empresas ciudadanas».

Y hace un tiempo, en el encuentro Common Pitch chileno, Al Gore difundió su apuesta por el capitalismo sostenible, donde predicó que la democracia y el capitalismo son las dos grandes herramientas que la sociedad tiene para generar cambios en la dirección «correcta», pero debiendo superar el cortoplacismo. Esta lucha por la reinvención ha sido especialmente adoptada por empresarios como Richard Branson, cuarto hombre más rico del Reino Unido y dueño del grupo Virgin que ahora está en Chile, quien sostiene:

[cita]Una cosa es clara: el hecho de que sean los propios capitalistas quienes se alarmen y congreguen para resolver los problemas sociales y ambientales del capitalismo ante el riesgo de su obsolescencia, indica que sus secuelas son reales y profundas y que sus dueños saben muy bien que este sistema es una construcción social y no un dato de la naturaleza como se pinta. En otras palabras, que está sujeto a la transitoriedad histórica.[/cita]

«Tenemos que ‘reinventar’ el capitalismo, al que sigo considerando como el mejor de los sistemas. Creo realmente que el capitalismo ha ayudado a mucha gente a mejorar sus vidas, lo que ocurre es que en los últimos tiempos ha perdido el camino (….) Hay que ‘humanizar’ el capitalismo y acabar con la idea de que una cosa es hacer el bien y otra muy distinta es hacer negocios».

Él plantea dejar aflorar el «espíritu emprendedor» bajo nuevas fórmulas, para evitar que el sistema se venga abajo. Y puntualiza: «Yo nunca busco el dinero directamente. Soy de la teoría de que contribuyendo a la sociedad, el dinero viene después por sí solo».

Pues bien, contrariamente a estas declaraciones, en el capitalismo la acumulación de riqueza adicional es la finalidad directa y motivo determinante de la producción, no así el contribuir a la sociedad ni resolver necesidades humanas. Es un principio ciego, «se acumula capital a fin de acumular más capital. Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren cada vez más deprisa a fin de correr aún más deprisa», plantea el sociólogo Inmanuel Wallerstein. La acumulación privada y egoísta es el fin endógeno al capitalismo sin el cual no es tal. Aun cuando el discurso reformador y autoflagelante de la nueva ola empresarial fuese sincero, las presiones competitivas empujan a las empresas a enriquecer a sus dueños antes de cualquier otra consideración.

Por otro lado, están los ortodoxos que sí reconocen el principio del lucro como fin último, pero a la vez legitiman su utilidad social, según el axioma de que la acumulación privada de capitales por parte de unos, coordina y resuelve de forma óptima las necesidades de todos.

Ese axioma ha organizado la valoración pública del sector privado hasta el día de hoy, pero no concuerda con la vida de la mayoría que trabaja para vivir.

Consideremos lo que ha sucedido en un ‘país modelo’ como Chile durante sus últimos 40 años de maduración del capitalismo, donde el edificio institucional de la dictadura, que continúa vigente hasta hoy, brindó una oportunidad inédita para la acumulación de capital.

Este edificio prometía ser un boleto de prosperidad, lo que en el período dorado de 1990-1997, se vio legitimado por efecto del aumento de los salarios (sueldo mínimo sube un 30 % entre 1990-1993), la disminución de la tasa de pobreza (entre 1990 y 1998, cae en un 44 %, la ampliación de la cobertura de la educación (prácticamente universal en básica, del 90 % en la enseñanza media y una tasa promedio anual de aumento de matrícula universitaria del 11 %) y la integración al consumo mediante la deuda (se integran los sectores populares al sistema de crédito, llegando a constituir el 66,2 % del total de deudores en 1995). Todo esto hizo soportable el saldo creciente de desigualdad.

Pero luego de la crisis asiática nada volvió a ser igual y se dejó ver la fractura detrás de la fachada: los resultados ‘inclusivos’ mostraron que no eran sustentables ni garantías de buena calidad de vida. El trabajo, la salud, la educación y la vivienda, estaban asentados en un débil equilibrio y pronto se vieron degradados, al tiempo que la desigualdad se hizo más intolerable. Entre 1990 y 2011, la brecha en ingresos autónomos entre el 5 % más rico y 5 % más pobre en Chile subió de 130 a 260 veces (Casen 1990-2011), revelando que, definitivamente, no todos crecen cuando Chile crece.

Hoy, aún volviendo a cifras de crecimiento pre-crisis asiática y habiendo aumentado los empleos durante los últimos dos años, el 50 % de los trabajadores gana menos de $ 251.000 (Casen, 2011). Y el problema no es que ‘falte productividad’ o ‘trabajar más duro’ como sostiene el capitalismo de cátedra («los salarios aumentan en proporción a los aumentos en productividad»). La evolución de los últimos 20 años dice todo lo contrario: mientras la productividad del trabajo (PIB dividido por horas trabajadas) ha aumentado en un 90 %, los salarios reales crecieron sólo en un 20 % (en base a Banco Central e INE), es decir, hubo un 70 % de incremento en productividad que fue apropiado por los empresarios.

Se puede argumentar que Chile no es el mejor ejemplo, ya que por su radicalidad (neo) liberal es más destructivo socialmente, mientras existen administraciones más ‘inclusivas’ del capitalismo. El problema, bajo esta óptica, sería el modelo de administración del capitalismo y no el capitalismo en sí. No obstante, dentro de los muchos problemas estructurales que el capitalismo efectivamente enfrenta, hay uno que es especialmente grosero y del cual no están exentos ni siquiera los países ‘inclusivos’: unos pagan el costo del bienestar ajeno. En efecto, aún habiendo cierta igualdad en un país, los costos sociales se derivan a otras partes del mundo (considérese lo ocurrido con las colonias o con las empresas instaladas en el Tercer Mundo). La sola evidencia de las crisis financieras, cada vez más recurrentes y que el propio capitalismo crea, muestra que los países más desarrollados tampoco son inmunes a las grandes debacles sociales, en donde quienes pagan son los sectores populares y no los que las producen —los bancos y especuladores—.

La fórmula ganar-ganar detrás de las nuevas ideas de «reinvención del capitalismo», en que las empresas aportan a la comunidad pero «sin perder beneficios económicos», son una tergiversación de esa situación y en nada ayudan a cambiarla. Desde otra vereda, en cambio, distintas visiones igualitaristas y anticapitalistas, de «vida plena», «buen vivir» o socialización de la riqueza desde abajo, están también empezando a causar eco e instan a que la producción se oriente a la resolución de las necesidades humanas y no bajo la ley del valor, hacia una libertad sustantiva y no hacia la libertad abstracta de los liberales (en la cual, en realidad, elige quien «puede» y no quien «quiere»).

Una cosa es clara: el hecho de que sean los propios capitalistas quienes se alarmen y congreguen para resolver los problemas sociales y ambientales del capitalismo ante el riesgo de su obsolescencia, indica que sus secuelas son reales y profundas y que sus dueños saben muy bien que este sistema es una construcción social y no un dato de la naturaleza como se pinta. En otras palabras, que está sujeto a la transitoriedad histórica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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