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El descrédito funcional del Estado de Chile EDITORIAL

El descrédito funcional del Estado de Chile

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El actual gobierno llegó a La Moneda con dos mensajes simples: el desalojo (de una coalición agotada y en trance de corrupción) y el gobierno de los mejores, buscando una acción fundacional para la derecha a la cabeza del Estado. Lamentablemente no sólo no lo logró, sino que de una manera inexplicable, ha terminado acelerando un proceso de descomposición de instituciones que son vitales para el país.


Hace rato que la advertencia está hecha: el país vive un proceso, a estas alturas preocupante, de desinstitucionalización. La evidencia de errores políticos o malos procedimientos en los más altos niveles de la administración del Estado es permanente. En el transcurso de la actual administración, al menos, cuatro instituciones gravitantes en el funcionamiento institucional del país han enfrentado crisis debido a problemas de gestión, irrogando un grave perjuicio a la fe pública y daños incuantificables al capital de imagen de Chile.

Es inútil sostener que la causa principal de ello radica en la incapacidad de la elite para construir y ejercer, con criterios compartidos, una gestión profesional de áreas o temas que corresponden a funciones permanentes del Estado. El Servicio de Impuestos Internos, el sistema estadístico nacional, la salud de los mercados financieros o los sistemas de acreditación en la educación superior, por citar algunas áreas, han quedado crudamente expuestas en errores u omisiones originadas ya sea en conflictos de interés, clientelización política o simplemente ineficiencia burocrática.

Los acuerdos de la elite se agotan en la inmutabilidad del régimen político, especialmente las derivadas electorales del sistema binominal. Todo el resto queda en territorio salvaje, sin que se advierta que la disputa política sobre los yerros del rival en estos temas, resulta en un juego de suma negativa para todo el país. El permanente error técnico o la desviación tecnocrática de que todo es manipulable, se suma a la instrumentalización política y, por lo mismo, a sostener de manera implícita la irresponsabilidad política de las jerarquías superiores del Estado. Ello ha sido nítido en el caso del SII o en la acusación constitucional contra Harald Beyer.

[cita]Hoy, merced a lo ocurrido en el INE, el SII, en el Consejo Superior de Acreditación, en el Mideplan con la encuesta Casen, y muchos otros casos, la pomposa frase “hay que dejar que las instituciones funcionen” suena un poco a falsete. Ni los títulos universitarios valen lo mismo, tampoco el IPC o las cifras del Mideplan o del INE. Más grave aún es no advertirlo.[/cita]

La responsabilidad de tomar la iniciativa o proponer una agenda que resuelva este tema corresponde al gobierno de turno. Ello desafía no sólo su imaginación, sino su capacidad de crear consensos y anticipar escenarios, lo que es una condición basal de cualquier política gobernada, al menos en parte, por la racionalidad.

En un Estado de presidencialismo acentuado como Chile, esa exigencia es aún mayor. La sustancia institucional de la Constitución de 1980, pese a la cantidad de reformas que ha experimentado, sigue intacta y pone en manos del Ejecutivo la selección de los temas y el talante del diálogo político para llevar a buen puerto las instituciones.

El actual gobierno no ha terminado de percibirlo y la situación que ya venía con problemas acumulados ha terminado agravándose.

El actual gobierno llegó a La Moneda con dos mensajes simples: el desalojo (de una coalición agotada y en trance de corrupción) y el gobierno de los mejores, buscando una acción fundacional para la derecha a la cabeza del Estado.

Lamentablemente no sólo no lo logró, sino que de una manera inexplicable, ha terminado acelerando un proceso de descomposición de instituciones que son vitales para el país, lo que además se ha convertido en un lastre para mirar de manera equilibrada los aspectos positivos del gobierno.

La situación administrativa y técnica del Estado no es un hecho espontáneo sino una creación colectiva de la propia política a través de años. También son un resultado colectivo muchos de los múltiples problemas que aquejan al país, posiblemente derivados de la acumulación y la inadvertencia de los responsables políticos de ellos en su oportunidad.

Sin embargo, lo importante es que cuando ellos cristalizan en una crisis, como ocurre hoy en varias partes y aspectos, quien los dirige es el que tiene la responsabilidad de solucionarlos, y eventualmente paga las culpas derivadas de su ocurrencia. No hay atenuantes de tiempo ni prescripción en los problemas de un país, ni los gobernantes gozan de estados de gracia sobre lo que están obligados a resolver. Parece injusto pero es ley de la política.

Por lo mismo, tanto el gobierno como los que aspiran a serlo en el próximo período debieran  entender que estamos llegando al cambio presidencial a trastabillones. No solamente en la legitimidad democrática del país, que acaba de recibir un tiro de gracia con las primarias parlamentarias que era imposible realizar más allá del propio partido. También en la imagen de un país serio y eficiente en el manejo de sus asuntos, con sus cuentas y estadísticas en orden, con un servicio electoral a prueba de errores, con una de las tasas más solventes de educación superior del país, donde se pagan impuestos y las instituciones son respetadas y efectivamente funcionan.

Hoy, merced a lo ocurrido en el INE, el SII, en el Consejo Superior de Acreditación, en el Mideplan con la encuesta Casen, y muchos otros casos, la pomposa frase “hay que dejar que las instituciones funcionen” suena un poco a falsete. Ni los títulos universitarios valen lo mismo, tampoco el IPC o las cifras del Mideplan o del INE. Más grave aún es no advertirlo.

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