Camilo viene de abajo, desde los estratos populares de nuestro país. Como joven socialista fue dirigente estudiantil y apoyó la reivindicación social que se estaba llevando a cabo bajo el gobierno de Salvador Allende. Lo convocó la idea de que en Chile hubiera una administración socialista, y que quienes habían sido por años excluidos por una élite, en ese entonces, pudieran tener más representación y ser escuchados.
Una vez que el Ejército se levantó para así parar este estallido sociocultural que ponía sobre la mesa a otros rostros, diferentes a los acostumbrados, en el centro nacional, Camilo estuvo un tiempo de clandestino con sólo 18 años, escapando de las fuerzas que lo perseguían, para luego salir de Chile. Una vez fuera se le prohibió pisar el suelo de sus padres y abuelos por creer que había otras maneras- diferentes a la impuesta- en que nuestra sociedad tenía que avanzar; por tener como objetivos ejes distintos a los que un puñado de personas estableció desde los comienzos de nuestra vida independiente, y que le resultaban bastante perversos.
Luego de haber estado años en el exilio, Camilo volvió a Chile con la misión clara de que era necesario recuperar la democracia que había sido arrebatada por una asociación cívico-militar, comandada por un grupo elitista y reaccionario. Sabía, al igual que muchos, que la opción de derrocar a Pinochet debía ser efectuada mediante un acto democrático, aunque éste fuera bajo los marcos del régimen. Debían plantearle a una realidad dictatorial lo necesario de volver a votar, a entrar en una pequeña caseta y derrotar al dictador “con un lápiz y un papel”, como lo dijo en muchas oportunidades Ricardo Lagos.
Aunque fuera con prudencia, y con una serie de acuerdos que hasta hoy remuerden la conciencia de muchos de los que participaron, el ordenamiento democrático debía volver, para que así se reconstruyeran confianzas, como también un cierto espíritu de convivencia partido por el miedo y la eterna amenaza de caos que el aparato propagandístico del gobierno imponía.
Dicho miedo, extrañamente, comenzó a invadir la cabeza de Camilo, como también la de muchos otros personeros de la Concertación. Por ello fue que, una vez recuperada la libertad, el sistema económico que sus contrincantes establecieron -como también su manera de concebir a la ciudadanía- les fue pareciendo más estable, con menos riesgo. Ya no estaba en sus ideas luchar por una igualdad y por el restablecimiento de algunos derechos, sino dar una cierta sensación de comodidad que no alterara los ánimos y que hiciera, de una vez por todas, que las antiguas rencillas se tranquilizaran. Total, él todavía seguía formando parte del Partido Socialista, por lo que nadie podría tratarlo de “momio” ni “facho de izquierda”. Su militancia lo escudaba. Su miedo lo escudaba.
Bajo esta perspectiva se ha ido construyendo la carrera del senador ya que muchas esperanzas o utopías no le quedan, porque no les parecen serias, ni menos adultas. Por eso es que la idea de cambiar siquiera un ápice de lo que se ha estado haciendo estos últimos años le aterra, le recuerda sus tiempos de inestabilidad, e incluso le hace dudar de su convicción durante la Unidad Popular. De si fue bueno o no luchar por lo que luchó y gritar por lo que gritó.
Entre esas dudas, surge el pánico a que nos democraticemos más y logremos mayor representación popular. Se niega a creer que las primarias sean estables, y no se convence de que las designaciones a dedo sean autoritarias, porque así ha trabajado por décadas. Y él no puede ser autoritario porque luchó con todas sus fuerzas en contra de una dictadura; en contra de un dictador, de la representación misma del autoritarismo.
Luego de hacer estas reflexiones, el político vuelve a acostarse en su cama para así no volver a pensar en lo que puede o no ser el futuro, porque las veces en que se lo preguntó siempre salió perdiendo. Y hoy no está para perder nada, menos su querido miedo.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl