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Hannah Arendt y banalidades chilensis

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Javier Agüero
Por : Javier Agüero Filósofo. Universidad París 8
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La Banalidad del mal es, todavía, uno de los conceptos más polémicos que hereda la filosofía del siglo XX. Para algunos es un guiño a la impunidad, para otros como yo revela la naturaleza humana y del poder en una de sus dimensiones más profundas. El punto es la vigencia y potencia que presta para la análisis más de 50 años después que Hannah Arendt, la misma genial filósofa judía que escribió La Condición Humana, haya visto en Eichmann y en su performance de adolescente al que lo han pillado manejando sin documentos, el espacio para la germinación del peor de todos los males: la banalidad.


Vengo de ver la recién estrenada película Hannah Arendt de la realizadora alemana Margarethe von Trotta. Esta directora, que pertenece a las filas del denominado “nuevo cine alemán”, no es debutante en el género biopic y ha realizado otras películas entorno a la vida de célebres mujeres de la historia alemana como la teórica marxista Rosa Luxemburgo o la escritora medieval Hildegard von Bingen.

A modo muy general la película es, a mi juicio, más que correcta y tiene un mérito notable que no siempre es logrado al momento de atreverse con un film de estas características, me refiero al empalme coherente y efectivo entre artefacto técnico y relato filosófico. En otras palabras, no se hace dialogar a la fuerza el argumento filosófico que moviliza el guión con la puesta en escena específica. Este argumento central es el de la “banalidad del mal”. Volveremos a esta idea más adelante.

La película se concentra casi exclusivamente en los hechos vinculados al juicio del teniente coronel del ejército nazi Karl Adolf Eichmann en 1961 en Jerusalén. El rodaje muestra la captura de este personaje en Buenos Aires por parte de agentes de la Mosad y su posterior aterrizaje en un tribunal de Jerusalén. La intelectual judío-alemana Hannah Arendt, figura mayor de la filosofía del siglo XX para entonces radicada en Nueva York, se ofrece como corresponsal al periódico The New Yorker para cubrir el juicio. The New Yorker, obviamente, acepta.

[cita]La Banalidad del mal es, todavía, uno de los conceptos más polémicos que hereda la filosofía del siglo XX. Para algunos es un guiño a la impunidad, para otros como yo revela la naturaleza humana y del poder en una de sus dimensiones más profundas. El punto es la vigencia y potencia que presta para la análisis más de 50 años después que Hannah Arendt, la misma genial filósofa judía que escribió La Condición Humana, haya visto en Eichmann y en su performance de adolescente al que lo han pillado manejando sin documentos, el espacio para la germinación del peor de todos los males: la banalidad.[/cita]

No importa mayormente, al menos en este texto, que Eichmann haya sido colgado en 1962 acusado de crímenes contra la humanidad, lo que nos interesa es el proceso y el informe de Arendt sobre el juicio, el que terminaría siendo publicado bajo el título de  Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. Nos interesa este informe y la política chilena, aunque suene histérica la asociación.

Elmalmásgrandedelmundolohacenpersonasinsignificantes”. Esta es de manera muy abreviada la conclusión del informe de Hannah Arendt. Todos aquellos que esperaban ver en el juicio contra Eichmann a un monstruo de 6 cabezas y 8 lenguas como los del Apocalipsis de San Juan, se estrellaron contra un ex vendedor viajero que quiso ser masón antes que SS y que, por devenir y circunstancias, se encontró siendo parte del más perverso de los experimentos contra la dignidad humana. El mal, para Arendt, es peligroso y puede alcanzar niveles de extrema crueldad, precisamente cuando es operado y gestionado por personas estúpidas, sin capacidad reflexiva, insignificantes y menores intelectualmente. Eichmann se defendía diciendo “Acuso a los gobernantes (Nazis) de haber abusado de mi obediencia”, al tiempo que sostenía que todo lo que hizo lo hizo en la marco de la legalidad de ese entonces y no hacerlo le habría implicado castigos judiciales e incluso el ajusticiamiento. Arendt sorprendida por la pequeñez de su defensa, no pudo más que apuntar en su informe que el mal es banal, superfluo y todavía más, inconsciente respecto de sí mismo.

No es de extrañar que las críticas, sobre todo de intelectuales judíos, hayan sido enormes e inmediatas. Se acusó a Arendt de antisemita y de traidora a su propio pueblo, argumentando que la banalidad aplicada a genocidas es vecina con la impunidad y que se estaría absolviendo con esta idea a los asesinos, por la incapacidad reflexiva de sus acciones, de sus responsabilidades en el Holocausto. Por cierto que es difícil tomar partido de una polémica como esta sobre todo si no se es Judío y después de más de 50 años del juicio contra Eichmann, pero lo que sí se nos permite es sacar algunas pistas para ensayar al menos algo respecto de nuestra política reciente, de esa chilena que es tan banal como incomprensible.

Primero decir que la idea de Mal arendtiano, entendida como aplicación sistemática, gestionada y efectiva de la tortura y desaparición de seres humanos, no puede ser aplicada en el Chile de los últimos 50 años más que al período de la dictadura de Pinochet. Lo que ocurre del 90 en adelante es otra historia en relación a la vida y la muerte, sin embargo plagada de banalidad y corrupción.

Si tenemos claro esta distinción, la banalidad del mal se dio a la chilensis en cada una de las declaraciones e intervenciones de los miembros de las juntas militares (Pinochet respondiendo: “¡Pero qué economía más grande!” al ser consultado por el descubrimientos de tumbas con 3 o más muertos en 1991); en la escasa preparación académica y en la brutalidad racista de los comandantes en jefe (Merino diciendo en relación a los bolivianos: “Son auquénidos metamorfoseados que aprendieron a hablar, pero no a pensar”); en la aparición de estrellas del espectáculo televisivo bizarras y siniestras como Patricia Maldonado o Enrique Maluenda entre tantos otros; En las cortinas de humo como el Festival de Viña o los programas de país solidario como “Chile ayuda a Chile” y la Teletón, en fin, en todo un contexto de banalidad y superficie que favoreció la consolidación de la barbarie en Chile y que sostuvo sistémicamente la aplicación de la represión.

Desde el 90 en adelante podríamos sostener que lo que ha prevalecido en la política chilena es la banalidad sin mal, al menos en lo que a la vida humana se refiere, sin embargo el trayecto recorrido por nuestra democracia en los últimos 23 años no es precisamente honroso. Los ejemplos son múltiples y podrían seguirse unos a otros en espiral infinito. Por ejemplo, la declaración de Golborne diciendo que él sólo recibía órdenes cuando era gerente de Cencosud y que esto explicaría su inocencia en el caso de las tarjetas Jumbo; el miserable silencio electoral de Bachelet que hoy navega en las aguas del más despiadado populismo sacándole rendimiento a la memoria cortoplacista que nos caracteriza como sociedad; la banalidad de un presidente como Piñera que sobre la base de una nota trágica escrita por 33 mineros asfixiados logró encumbrar a su gobierno al máximo apoyo que tuvo nunca en la encuestas. El periplo de esta nota por todo el mundo, las fotos, los abrazos, las felicitaciones, los sobajeos, etc.

La Banalidad del mal es, todavía, uno de los conceptos más polémicos que hereda la filosofía del siglo XX. Para algunos es un guiño a la impunidad, para otros como yo revela la naturaleza humana y del poder en una de sus dimensiones más profundas. El punto es la vigencia y potencia que presta para la análisis más de 50 años después que Hannah Arendt, la misma genial filósofa judía que escribió La Condición Humana, haya visto en Eichmann y en su performance de adolescente al que lo han pillado manejando sin documentos, el espacio para la germinación del peor de todos los males: la banalidad.

Chile, en otro registro y con otras partituras, es la misma historia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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