El problema surge porque hay una distancia vertiginosa entre la facticidad imperfecta (picante, en el caso del Censo) y el ideal de éxito que se quiere vender (por eso no les creemos a los vendedores de autos usados). Y la peligrosa tentación es torcer la realidad –o el modo de percibirla– para lograr el reconocimiento deseado: cambiar el modo de medir el desempleo, para así generar todavía más empleo; cambiar el modo de medir la productividad, y así ser más productivos; cambiar la tipificación de delitos, y así bajar el índice de victimización. Hacer acrobacias estadísticas para disminuir el número de pobres. Y usar estimaciones como si no lo fueran para suplir la deficiente recolección de datos del Censo.
Las cifras duras han sido el anatema del gobierno de Sebastián Piñera. Con la Casen el drama parecía haber logrado su clímax. Pero sólo era un recurso dramático. Luego vino el escándalo mayor del Censo. Pero cualquiera sea su causa, hay un patrón que se repite en la larga serie de reveses comunicacionales y políticos que ha tenido este gobierno, y que, de algún modo, ha estructurado su ADN desde el primer día: el exitismo.
No es casual que el exitismo abunde en la derecha –en especial, en la derecha económica. Después de todo, si algo diferencia a la derecha y a la izquierda es el entendimiento del individuo y la correspondiente asignación de responsabilidad por sus éxitos y fracasos. Parece caricatura (o idea regulativa, que es más o menos lo mismo).
Y quizás lo es. Pero por lo mismo es ilustrativo: mientras que para la izquierda marxista el florecimiento de los individuos no debe depender del mercado, para la derecha recalcitrante –¿recuerda el librito de Novoa?– la desigualdad es natural (emulando a Hobbes, el individuo “como si acabase de surgir cual hongo de la tierra”) y, por tanto, cada cual es responsable por sus éxitos o fracasos mercantiles.
[cita]El problema surge porque hay una distancia vertiginosa entre la facticidad imperfecta (picante, en el caso del Censo) y el ideal de éxito que se quiere vender (por eso no les creemos a los vendedores de autos usados). Y la peligrosa tentación es torcer la realidad –o el modo de percibirla– para lograr el reconocimiento deseado: cambiar el modo de medir el desempleo, para así generar todavía más empleo; cambiar el modo de medir la productividad, y así ser más productivos; cambiar la tipificación de delitos, y así bajar el índice de victimización. Hacer acrobacias estadísticas para disminuir el número de pobres. Y usar estimaciones como si no lo fueran para suplir la deficiente recolección de datos del Censo. [/cita]
O piense en discursos moderados en que se traslapa el lenguaje de la izquierda y la derecha (y cuando sucede, se denominan progresistas): por ejemplo, el de la igualdad de oportunidades. Por cierto, ésta significa poco sin identificar lo que incide en ella y lo que puede ser foco de políticas públicas: ¿se trata de educación –como afirman los progres de derecha–, o es la gama completa de instituciones sociales –como afirman los de izquierda–? Si se inclina por lo segundo es porque tiende a descontar responsabilidad al individuo por sus éxitos y fracasos (por eso es coherente argumentar a favor de una mayor redistribución e intervención social). Si lo hace por lo primero es porque en su imputación de responsabilidad considera al individuo educado como responsable.
Y si el individuo es el responsable último, entonces hay que ser exitosos. No sin razón afirmó Weber la (discutida) relación entre el espíritu protestante y el capitalismo. Por cierto, en la versión light de la derecha economicista local no se trata de una relación privilegiada entre la conciencia humana individual y la divinidad que se manifiesta en el éxito económico. Además de serlo, hay que parecerlo. No sólo hay que ser un Atlas sosteniendo el mundo, sino que los otros tienen que reconocer al Atlas en nosotros.
Después de todo, en esta versión secularizada el éxito no radica en la salvación del alma sino que en el reconocimiento de los otros. Y así llegamos al exitismo: el intento de ser reconocido como exitoso para ganar la admiración y la buena opinión de los otros.
No le ayudó a este gobierno que muchos de los suyos proviniesen del mundo de los negocios, donde el exitismo (para generar expectativas y así profecías autocumplidas) es ley. Y entonces el gobierno sería de excelencia (aunque los ministros caían como dominós); y se podía hacer en 20 días más que lo que los progres de izquierda hicieron en 20 años; la autoconfianza del Segundo Piso hacía temblar al sentido común; era posible que el winner de la sonrisa llegara a ser presidente; el Censo sería el mejor de la historia; y las cuentas del 21 de mayo se transformaban en interminables listas de tendero de almacén.
De la izquierda local no se puede decir lo mismo. Quizás haciendo de la necesidad virtud, suele cultivar la estética de la derrota y la serenidad del que sabe que lo acompaña la historia o que ésta ya lo abandonó. Ojo: no se trata de la apología del looser, del perdedor, sino del derrotado, aquel que se vio arrasado por fuerzas brutales que la razón y la fraternidad no pudieron contener (es cosa de atender al discurso concertacionista cuando se les critica por lo que no hicieron estando en el poder). El aura de la izquierda está teñida de romanticismo. No es casual que la creación artística provenga, mayoritariamente, de mentes de izquierda (o de reaccionarios). El exitismo no deja espacio para la creación desinteresada, sino sólo para planillas Excel y encuestas. Para lo inmediato, cuantificable, vendible.
El problema surge porque hay una distancia vertiginosa entre la facticidad imperfecta (picante, en el caso del Censo) y el ideal de éxito que se quiere vender (por eso no les creemos a los vendedores de autos usados). Y la peligrosa tentación es torcer la realidad –o el modo de percibirla– para lograr el reconocimiento deseado: cambiar el modo de medir el desempleo, para así generar todavía más empleo; cambiar el modo de medir la productividad, y así ser más productivos; cambiar la tipificación de delitos, y así bajar el índice de victimización. Hacer acrobacias estadísticas para disminuir el número de pobres. Y usar estimaciones como si no lo fueran para suplir la deficiente recolección de datos del Censo.