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El conservadurismo en Chile ¿Dónde están los conservadores?

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No es raro que muchas de las figuras más prominentes de la izquierda y del mal llamado (por no decir mal parido) “progresismo” hayan surgidos de sus filas. Si no me cree, averigüe en que colegio o universidad estudiaron Carlos Altamirano, José Joaquín Brunner, José Antonio Viera-Gallo, Ignacio Walker, Juan Gabriel Valdés, José Miguel Insulza, Eugenio Tironi y Manuel Riesco.


¿Qué es ser conservador? Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no lo sé. Aunque no es raro ver en la prensa a sujetos que aseveran “la fuerzas conservadoras han ejercido el poder de veto…” o “hoy vemos cómo algunos sectores fundamentalistas del conservadurismo resurgen desde las cenizas en las que les había sumido el plebiscito de 1988”, esta última cita textual, repito: ¿dónde están los conservadores?

Ser conservador en Chile tiene una especia de mística, un halo de misterio, es como ser masón. Hasta donde se sabe, nadie se ha declarado en el debate público como conservador. Ni si quiera Carlos Larraín -a quien todos lo llaman así- nunca se ha referido a sí mismo como tal. Sin embargo el conservadurismo es una corriente que pesa en el acontecer nacional, y harto.

El poder  y, al mismo tiempo, el misterio más grande del conservadurismo es por qué influye tanto siendo que en el debate público es casi invisible.

Tiene que ver con el peso de la noche.

Los conservadores tienen una herencia-inercia-tendencia cultural de XX siglos tan rica, tan potente,  que a sus amigos liberales, masones, marxistas, relativistas y hoy, totalitarios-sexualistas, les es difícil derribar. Hace ya 20 siglos de historia, occidente nació –en palabras de Benedicto XVI- del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico romano.

La unión de estas tres tradiciones no puede haber producido un resultado más descollante y,  occidente su cultura, sus principios  –en la inercia de sus XX siglos de historia-, ha construido un edificio con sillares que hoy se está empeñando en derribar: la capacidad de la razón para llegar a la verdad y por tanto de la deliberación pública de llegar al bien común; la trascendencia del hombre, su dignidad intrínseca como imagen de Dios, la unidad e integridad del ser humano y, por tanto, la dignidad del cuerpo, la centralidad del hombre en todo orden social, su indisponibilidad para ser usado como medio, la juridicidad en el ejercicio del poder, el ordenamiento de la ley humana a la ley natural, el derecho de desobedecer una ley injusta, la libertad ordenada al bien y la verdad, la ciudad como espacio necesario para su desarrollo integral, el diálogo como búsqueda de la verdad, pues sin ella no se entiende, etc.

Evidentemente algunos de estos elementos fueron obviados en algunas de sus manifestaciones contingentes históricas, ya sea la Inquisición, las guerras religiosas, la unión del poder temporal con el poder divino (cosa que, según  Benedicto XVI y con razón, es lo que más daño le ha hecho a la Iglesia en la historia), etc. Sin embargo, los principios nombrados más arriba siempre han estado -al menos tácitamente- en la cultura occidental. En este sentido la modernidad –como dijo un autor- no es más que una hija díscola de occidente: las verdades que proclama, tales como la libertad religiosa, libertad de conciencia, separación poder temporal- espiritual, el respeto a libertad negativa del ciudadano, el equilibrio de poderes, el papel purificador y vertebrador  de la razón respecto a la religión, etc. no son más que verdades que se encuentran en la tradición que dice renegar. Ya desde luego, el término verdad es parte fundante de lo occidente. Como dijo un “conservador” del siglo I, san Justino, “cuanto de verdad se ha dicho nos pertenece”. Lo verdadero que tenga Kant, Scoto, Ockham, Marx, Hobbes, Locke, Friedamnn, Hayek, Gramsci -quién se convirtió al cristianismo antes de morir- nos pertenece. Quién puede competir con una cultura así. Es incluso superior al double thinking de la novela 1984.

Es por ello que ser conservador no es un término neutro. No se trata de conservar lo viejo, o conservar lo establecido. Se trata de conservar algo, occidente, lo demás fuera. Lo que vaya contra la razón, la verdad, el derecho natural o el bien común puede y debe cambiar. Obviamente el cambio debe respetar estos cuatro principios. Por eso el conservador nunca se va a creer el cuento de las revoluciones: que a nombre de la justicia y los pobres es lícito cometer los delitos más aberrantes. Y por eso han sido -junto a los liberales -los únicos que no cayeron ante el canto de sirena marxista.

En el otro sentido -conservar por conservar o conservar lo que hay- muchos marxistas, neoliberales, sexistas-totalitarios pueden ser conservadores en ciertos contextos. A eso se refiere el historiador  Eric Hobsbawm cuando dice que «la paradoja del comunismo es que en el poder resultó ser conservador». Y en palabras de Cristián Warkern, hay muchos ex-MAPU, democratacristianos y socialistas que se han transformados en conservadores y ejecutores de algunas prácticas del capitalismo salvaje.

Sin embargo, volviendo al verdadero sentido del “conservadurismo”, este, a  pesar de su potencia, decae por  distintas razones, una de ellas, por no ofrecer soluciones  a los problemas que ofrecía la contingencia de la sociedad industrial de masas, otra, la principal, por estar atado a un sistema de gobierno a todas luces injusto, el Absolutismo.

Esto último -comprometerse con la Corona y el Absolutismo- no pasó en América y menos en Chile a la hora de la revolución de la independencia. Quienes se revelaban eran los mismos católicos- conservadores locales, “la fronda aristocrática”. Por más que los historiadores metan en la cuchara a los masones, liberales o ilustrados, la independencia chilena fue un producto de la aristocracia, que en esencia era conservadora. No solo la aristocracia siguió siendo conservadora, si no vastos estratos de la sociedad. Clases medias y bajas eran educadas por la Iglesia en su tradición occidental.

Y hasta el día de hoy, por historia que no viene al cuento,  los colegios más aristocráticos–no quiero decir más plutocráticos, pues de esos hay miles- siguen siendo colegios católicos conservadores, que recogen, o tratan de recoger la tremenda herencia cultural de occidente. (Los otrora Saint George, Sagrados Corazones, Verbo Divino, Instituto Alonso de Ercilla, San Ignacio El Bosque, hoy Tabancura, San Francisco de Asís y Cordillera, etc).  Además, es sabido por todos que por el sistema educacional, muchos conservadores llegan a la cúspide de la cultura y de la praxis profesional nacional.

Pero su impresionante miedo a exponer su cultura en el debate público, pensando que “dialogar” es ser relativista, el temor a que los etiqueten “conservadores”, el poco conocimiento que tienen de su herencia cultural, la poca capacidad de reflexionar sus planteamientos y llevarlos a la contingencia, la comodidad de la vida-burguesa liberal, sus problemas burgueses-existenciales, a llevado a que muchos de ellos se rindan a  la tecnocracia, el neoliberalismo doctrinario, social democracia o al cristianismo marxista y sus derivados, . El resto se dedica a una vida familiar sosegada siendo que muchos- por los talentos que han recibido- deberían estar luchando en el debate público de este país.

No es raro que muchas de las figuras más prominentes  de la izquierda y del mal llamado (por no decir mal parido) “progresismo” hayan surgidos de sus filas. Si no me cree, averigüe en que colegio o universidad estudiaron Carlos Altamirano, José Joaquín Brunner, José Antonio Viera-Gallo, Ignacio Walker, Juan Gabriel Valdés, José Miguel Insulza, Eugenio Tironi y Manuel Riesco.

Por tanto no es de extrañar siendo el conservadurismo algo casi invisible, influya tanto. En términos de moda; funcionando al 10% de su capacidad, aun tiene una considerable porción de la “oferta cultural”. Debe ser por su “know how” de 20 siglos.

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