El Partido Comunista chileno no es una colectividad común. Durante su centenaria historia ha sido el grupo político que de modo más consistente y explícito se identificó con un proyecto revolucionario global que, durante el siglo XX, tuvo en la Unión Soviética su centro de inspiración política e ideológica. La bipolaridad impuesta por la lógica de Guerra Fría en Chile y el mundo creó un aura especial que rodeó la imagen del comunismo criollo en términos radicalmente positivos o negativos. El PC chileno podía ser al mismo tiempo la vanguardia del proletariado nacional o la encarnación del mal en la tierra. Ello hizo que la aproximación que otros actores políticos tuvieron hacia él haya estado mediada por ese filtro ideológico particular que, en no pocas épocas y contextos, se expresó en términos maniqueos. En Chile, ello se tradujo en diferentes tipos de manifestaciones, acciones y posiciones, tanto de apoyo como de oposición, que fueron desde una militancia disciplinada, comprometida y no pocas veces acrítica de los referentes globales a los que el PC apelaba, hasta la tortura y exterminio de miles de chilenos a manos de una dictadura anticomunista que decía ser la defensora de la “civilización cristiano-occidental” ante el comunismo “totalitario”.
El atractivo o repulsa que el PC genera no ha desaparecido. Es más, al parecer el comunismo chileno ha vuelto a un lugar de protagonismo político que parecía perdido luego de su exclusión del proceso de transición democrática. Ello tiene que ver con dos procesos políticos complementarios recientes, aunque diferentes. Por un lado, el PC ha podido sacudirse del sectarismo intransigente de los años 90, ese que lo mantuvo alejado de los espacios políticos centrales en Chile tanto por los propios errores de su dirección como por la praxis de una Concertación gobernante poco inclinada a incluir a su izquierda. La vuelta de representantes comunistas al Congreso en el 2009, por primera vez desde que el militarismo golpista cerrara las puertas del parlamento en 1973, parece haber marcado el inicio de una nueva etapa. El comunismo chileno, haciendo caso omiso de las críticas de lo que va quedando de la llamada “izquierda extraparlamentaria”, se propone ahora trabajar por la construcción de nuevas mayorías sociales junto a una cuestionada Concertación, rescatando con ello una vocación democrática y aglutinadora que marcó una parte importante de su larga historia. Ello explica la reciente decisión de apoyar la precandidatura presidencial de Michelle Bachelet, aun cuando se multipliquen las dudas sobre el efectivo compromiso de la ex – presidenta con los cambios demandados por la mayoría ciudadana.
Pero el comunismo chileno ha comenzado a ser protagonista de los debates políticos contingentes también por otra razón. Tan larga como la tradición y cultura política del partido de Recabarren ha sido la de su némesis: el anticomunismo. Es más, podría decirse que en Chile y el mundo las expresiones públicas de anticomunismo precedieron a las propias formaciones históricas del comunismo o, como ha señalado el estudioso italiano Fabio Giovannini (2004), antes de cualquier Estado comunista, ya existía un anticomunismo de Estado. Para el caso chileno, ello se tradujo en diferentes tipos de campañas mediáticas y represivas contra grupos sociales populares asociados con el ideario comunista que pueden rastrearse desde 1871, año de la comuna de París. En ese año –décadas antes de la Revolución Rusa y de la fundación del PC chileno– El Mercurio ya advertía a sus lectores sobre las nefastas consecuencias que sucesos similares tendrían en el país:
Figuraos ¡o vosotros pacíficos habitantes de la capital de Chile! que sois todavía dueños de vuestros hogares y de vuestros hijos, figuraos que una mañana os despertáis al ruido del cañón y os informan que los presos de la penitenciaría se han sublevado; que la ciudad toda se halla en su poder; que los soldados les han entregado en todas las partes las armas; que un triunvirato compuesto por Corrotea, Falcato Rojas y Ciriaco Contreras [famosos delincuentes de la época] está instalado en La Moneda; que su primer acto ha sido fusilar al ministro de la guerra y al comandante general de armas; que en aquél edificio tienen sus despachos, y por último, que las órdenes de muerte y de espanto de estos bandidos se cumplen con feroz alegría por las muchedumbres del Arenal y del Matadero; figuraos todo esto, si podéis, y tendréis una idea aproximada de los que era la desgraciada ciudad de París en las mañanas del 18 y 19 [de marzo] (Cit. en Ortega, 2003)
La historia posterior del anticomunismo chileno es demasiado larga para detallarla aquí. Si bien siempre hubo grupos políticos que levantaron su oposición al comunismo como principal bandera de lucha, esta polaridad ideológica alcanzó niveles de proyección política a nivel nacional en contextos de cuestionamiento radical al estado vigente de las cosas. Así fue durante el desmoronamiento del régimen oligárquico en las primeras décadas del siglo XX, donde la sangre corrió copiosamente ante la represión estatal, como también lo fue durante la aparición de las primeras grietas del “Estado de compromiso”, redundando en la ilegalización del PC por una década (1948-1958). Del mismo modo, la oposición al gobierno de la Unidad Popular, la gestación del golpe de Estado de 1973 y la larga dictadura militar que siguió, tuvieron al anticomunismo de Guerra Fría como espacio ideológico común a los actores involucrados. Pinochet y su camarilla elevaron a nivel de ideología oficial un anticomunismo maniqueo y compulsivo, que sirvió para ampliar sus bases de apoyo, definir el nuevo diseño político-económico a imponer y legitimar la sistemática violación a los derechos humanos perpetrada por sus organismos de seguridad.
En pleno 2013, cuando los ecos de los conflictos políticos del siglo XX parecían perderse en el tiempo, el renacimiento de la protesta social en Chile y la instalación en la agenda política de la igualdad como valor deseable y exigible han provocado una reactualización de aquel anticomunismo obtuso y bipolar, parte convicción ideológica, parte instrumento discursivo contra los cambios. Más de 140 años después de las primeras cavilaciones al respecto, El Mercurio nos vuelve a advertir sobre aquella “perversidad intrínseca” del comunismo chileno, acusándolo de planteamientos “retrógrados” y atentatorios contra la paz y el progreso social. “El PC puede ser objeto de muchas críticas, pero tiene la virtud de no disimular sus objetivos de perseguirlos con admirable perseverancia (…) Su proyecto es demoler piedra a piedra el edificio económico y social que nos ha regido por más de 30 años”. A lo dicho por este periódico se le han agregado declaraciones de autoridades de gobierno que, como en otras épocas, auguran un futuro funesto a raíz del protagonismo de actores políticos, particularmente el PC, comprometidos con una profunda agenda de cambios integrales.
Más allá de las discrepancias electorales actuales, lo cierto es que a partir del estallido masivo del conflicto estudiantil en el 2011, se ha conformado en Chile un movimiento social que concita el acuerdo de la mayoría del país en pos de cambios estructurales a la relación Estado-sociedad civil y el orden económico neoliberal. La ciudadanía chilena completó su proceso de desencanto ante un modelo que no pudo esconder más su inequidad inherente, y comenzó a reclamar en la calle los derechos sociales cercenados por las ambiciones acumulativas de unos pocos. Que en ese contexto vuelvan las tristemente célebres imprecaciones anticomunistas habla de la magnitud del desafío que ese movimiento político y social ha venido planteando a los grupos de poder opuestos a los cambios exigidos.
El Mercurio acierta y yerra en su llamado desesperado a cerrar filas en pos de la defensa de la herencia dictatorial. Acierta porque efectivamente el PC se plantea superar el ordenamiento neoliberal de la política, la sociedad y la economía de nuestros días. Yerra, porque es también la aspiración de la mayoría social por los cambios forjada en las jornadas de protesta del 2011.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl