La Constitución del ’80, en la medida en que determina que ningún cambio substancial es realizable, genera la ilusión de que cualquiera, en esencia, lo es: de que lo único que se interpondría entre la realidad y los sueños sería un obstáculo artificial erguido por una dictadura odiosa. En otras palabras, la perversidad del “padre” tiene como contraparte la permanente infantilización del “hijo”: éste siempre puede culparlo a él (a sus reglas) por su fracaso.
En una entrevista reciente en “Tolerancia Cero”, el abogado constitucionalista Fernando Atria hizo notar un pasaje de un artículo publicado por Jaime Guzmán en diciembre de 1979 (Revista Realidad. Año 1, N°7, pp. 13-23). El artículo lleva por título “El camino político”, y recoge las reflexiones de Guzmán acerca de los lineamientos generales del régimen político que por entonces, con su propia participación, estaba en la fase final de su diseño: la Constitución de 1980. El pasaje dice lo siguiente:
[…] en vez de gobernar para hacer, en mayor o menor medida, lo que los adversarios quieren, resulta preferible contribuir a crear una realidad que reclame de todo quien gobierne una sujeción a las exigencias propias de ésta. Es decir, que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario. (p. 19)
En principio, Guzmán no está diciendo aquí nada que un político o politólogo realista no sepa, o no pueda suscribir. Porque la política, así lo entendían entre otros Max Weber, Carl Schmitt y el mismísimo Lenin, no es cuestión de sueños de visionarios sino, primordialmente, de poder y de fuerza. Y las Constituciones, por su carácter de “leyes fundamentales”, lo ponen en evidencia de manera eminente: son “fundamentales” porque, a su vez, no tienen ni podrían tener a su vez un fundamento legal (porque entonces habría una Constitución por sobre la Constitución, y así hasta el infinito).
[cita]La Constitución del ’80, en la medida en que determina que ningún cambio substancial es realizable, genera la ilusión de que cualquiera, en esencia, lo es: de que lo único que se interpondría entre la realidad y los sueños sería un obstáculo artificial erguido por una dictadura odiosa. En otras palabras, la perversidad del “padre” tiene como contraparte la permanente infantilización del “hijo”: éste siempre puede culparlo a él (a sus reglas) por su fracaso.[/cita]
O sea, una Constitución es el punto preciso en el cual una cierta fuerza, un cierto poder —un estado de excepción— se transmuta en un ordenamiento legal que, de una u otra manera, llevará siempre la marca del “pecado original” que estuvo en su origen. Y esto, nuevamente en principio, es independiente de la manera como la Constitución se haya gestado. Porque aún la más impecable Asamblea Constitucional concebible no estará integrada por ángeles, sino por seres humanos. Y éstos lucharán en ella por traducir sus convicciones —aquello en ellas que no es negociable; aquello que ninguna de las partes en disputa dejaría librado a la mera aritmética electoral— en un diseño de la cancha, valga la metáfora de Guzmán, que haga que “los adversarios se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”.
Pero Guzmán, también como político realista, se da cuenta, y lo deja registrado en el mismo artículo, que para que la Constitución no sea un tema de permanente disputa —en otras palabras, para que la excepción deje paso a la normalidad— debe tener lo que llama un “carácter reversible”. Escribe:
[…] por su contenido libertario, la nueva institucionalidad es esencialmente reversible […] si en definitiva la nueva institucionalidad, o alguno de sus aspectos, no interpretaran a la mayoría de los chilenos, siempre quedará abierta la posibilidad de su enmienda. (p. 21)
Pero hasta aquí llega el realismo. Porque en ese momento Guzmán dice creer que la Constitución que él y su círculo están elaborando será tan excelente, que nadie en verdad querrá cambiarla: que esa “reversibilidad esencial”, como también la llama, “será difícil por la adhesión libre que ella será capaz de generar”. Ignoro, y para efectos de esta reflexión es irrelevante, si Guzmán cambió súbitamente de parecer. La cuestión de fondo es que, finalmente, la dictadura y los constituyentes del ’80 no confiaron en absoluto en esa supuesta “adhesión libre”, de modo que incorporaron a la Constitución los cerrojos que todos conocemos (el binominal, los quórums inverosímiles, etc.) que hacen que la “reversibilidad esencial” de Guzmán sea en la práctica imposible.
¿Qué estuvo en ese momento, ya no en la mente de Guzmán, sino en lo que se suele llamar eufemísticamente “la mente del legislador”? Conjeturo que una forma de perversidad: el deseo de jugar y hacer jugar un juego perverso. Porque la combinación “desigualdad de la cancha más irreversibilidad” determina que no haya disputas políticas normales; que la atención, para seguir con la metáfora de Guzmán, se dirija inevitablemente, no las jugadas ni al resultado de los partidos, sino al diseño de la cancha, a las reglas que establecen cuales jugadas son o no válidas. Es decir, bajo la Constitución del ’80, en Chile no existe una manera socialmente válida de establecer si una determinada política es o no acertada, racional, conveniente. Porque, por más irreflexiva y pobremente concebida que tal política sea, sus promotores podrán siempre culpar de su fracaso al empedrado, a la cancha. Es decir, y aquí la perversidad del asunto se hace patente, el juego, así concebido, termina abarcando también a sus opositores radicales: a éstos, y pienso particularmente en los más jóvenes, el aprendizaje de la racionalidad política se les torna dificultoso, poco menos que imposible. En otras palabras, la Constitución del ’80, en la medida en que determina que ningún cambio substancial es realizable, genera la ilusión de que cualquiera, en esencia, lo es: de que lo único que se interpondría entre la realidad y los sueños sería un obstáculo artificial erguido por una dictadura odiosa. En otras palabras, la perversidad del “padre” tiene como contraparte la permanente infantilización del “hijo”: éste siempre puede culparlo a él (a sus reglas) por su fracaso.
¿Y qué pasa por el lado de los acérrimos defensores de la Constitución del ’80? Éstos, lo adviertan o no, son perversos consumados. Porque si bien se presentan como el partido del orden, al aferrarse a una “ley fundamental” inamovible, no dejan en último término a los opositores-y ésta es una pieza fundamental del juego- otro camino que el de “las malas” (“El problema constitucional chileno es algo que tendrá que resolverse por las buenas o por las malas”, ha dicho Fernando Atria en entrevista en este mismo medio, caracterizando acertadamente la situación). Es decir, la política extrasistema, que quisiera ir contra el juego, se transforma paradójicamente una parte de él: en una jugada al límite de un juego que, él mismo, propicia jugadas al límite. Así, y aquí radica la perversión consumada, en Chile, como en la novela de Chesterton El hombre que fue jueves, el partido del orden y el de la revolución permanente coinciden.
Jaime Guzmán consideraba que mediante la combinación de juego sesgado y reversibilidad, la nueva institucionalidad política haría posible que “por primera vez en su historia nuestra Patria pueda disfrutar de una democracia de masas” (pp. 19-20). Y, durante dos décadas, su pronóstico se cumplió: hemos tenido elecciones de Presidentes, parlamentarios, concejales y alcaldes; partidos políticos —esto Guzmán también lo previó— que, primarias mediante, se ven obligados a deponer sus ideologías en favor de la “democracia de masas”; libertad de prensa bajo las limitaciones que impone la concentración de la propiedad de los medios; educación superior masificada que, al no formar élites, no amenaza la estabilidad política; acceso al consumo, a la industria cultural, al fútbol y a la farándula. Pero todo hace pensar que esta fase “normalizadora” ha terminado, y que estamos entrando a la fase perversa.
En ella, todo aquello que parecía ejemplar del modelo chileno —estabilidad, crecimiento económico, democracia— puede esfumarse velozmente. En su lugar, es posible prever que tendremos lo que en verdad, bajo la Constitución del ’80, siempre hemos tenido, aunque nos haya costado entenderlo: un permanente estado de excepción (“estado de excepción” es, precisamente, aquél en que la “ley fundamental”, la soberanía, está en juego). Es decir, una situación en la cual, cada vez con mayor frecuencia, una minoría carente de ideas sólidas y de fuerza política efectiva —el juego, ya lo he dicho, lo impide; tampoco están los tiempos para eso— podrá, sin embargo, mantener en jaque permanente al sistema, perturbando su funcionamiento, desestabilizándolo. Y que dará lugar a la jugada opuesta, que también el perverso juego contempla: la salida de los esqueletos del clóset; la represión brutal que encuentra, una vez más, la oportunidad propicia para su goce.
¿Es posible evitar este escenario? La misma perversidad del juego, que confunde normalidad y excepción, podría abrir un resquicio para ello. Porque, así como convierte a la política anti-sistema en parte del juego (lo cual descarta que ella pueda abolirlo), también hace posible pensar que la misma demanda de estabilidad que dice encarnar, se podría volver contra él: más aún, cuando la inestabilidad en principio deriva, no del contenido mismo de la Constitución del ’80 sino, paradójicamente, de los cerrojos que impiden su Jaime-Guzmaniana “reversibilidad”. ¿Porque, en realidad, a quién le podría interesar que este juego, que garantiza inestabilidad permanente, se prolongue? Descontados los genuinos perversos -los pinochetistas acérrimos que aún se albergan en la UDI y RN- me atrevo a decir que a nadie.
Por cierto, los individuos no necesariamente son conscientes de sus genuinos intereses. Hay atavismos, inercias de por medio. ¿Podrán, por ejemplo, los empresarios, interesados en la estabilidad política, entender que el Ministro de Hacienda, Felipe Larraín, que anuncia el caos de triunfar la oposición en las elecciones del 2013 es, él mismo, su representante, su agente?
De cuestiones como ésta depende que Chile pueda salir del estado de excepción y, modestamente, emprender el camino hacia una normalización bajo genuinas premisas liberales (hacia una “transición a la democracia” que, en verdad, nunca tuvo lugar). Porque en estas condiciones cualquier otra cosa (soñar, por ejemplo, con una versión chilena del “socialismo del siglo XXI”) es continuar jugando el perverso juego de la Constitución del ’80. La oposición, si entiende que éste es el único camino posible, tiene hoy la oportunidad histórica de convocar a un amplísimo arco de fuerzas en pro de una nueva institucionalidad política: un arco del cual quizás incluso los lectores de Jaime Guzmán, si realmente lo leen en vez de recibir sus supuestos mensajes venidos del más allá, no tendrían por qué restarse.