El centro neurálgico del culto al privilegio y el estatus, en Chile, son 15 colegios repartidos en el barrio alto donde los hijos de la elite política, económica, social y académica conservan y reproducen el privilegio. Los beneficiados por la sociedad ultra-segregada que vivimos se educan todos juntos, cuestión que convenientemente se ha obviado en el debate educacional de los últimos tres años pese a que en ninguna parte del mundo ocurre algo similar. La respuesta para el silencio sobre esta arista quizás es obvia: nadie se ha tomado todavía el Grange, el Saint George, el Santiago College, el Cumbres, la Alianza Francesa, el Tabancura, el Verbo Divino, La Maisonnette, el Newland ni ninguno de los establecimientos más exclusivos de todo el país.
Este es un libro ineludible. Para un país acostumbrado a que los académicos hablen, pero no escriban, es un libro inusual. Las universidades, públicas y privadas, parecen un entramado de pasillos que recorren burócratas que ya no piensan sino en revistas indexadas y papers. Este libro viene a remover, en varios sentidos, los lugares comunes que la academia viene repitiendo hace décadas. Los méritos del texto no pueden ser pasados por alto pues develan la necesidad que tenemos como sociedad de discutir sobre los eslogans que gobiernan el país. Ese es el objetivo de fondo de “Veinte años después: Neoliberalismo con rostro humano”, el nuevo texto de Fernando Atria.
Este es un libro difícil. Para un país acostumbrado a la frase rápida y las políticas públicas “concretas”, puede ser complejo de digerir. Para entenderlo en toda su dimensión se debe contar con algún mínimo conocimiento de filosofía política y, por supuesto, de historia de Chile. El autor sube al lector a una corriente de argumentos que ilustra con citas que van desde Jeremy Bentham hasta Carlos Altamirano. En ese amplio rango de referencias se identifican dos matrices argumentativas: la filosofía y la práctica que copulan para engendrar una filosofía de la práctica política. Ese espíritu vendría a tomar cuerpo en la Concertación como lugar de confluencia de dos tradiciones, la socialista y la socialcristiana. El libro tiene algunos problemas lexicográficos pues abusa de recursos como los paréntesis, que parecen viralizados por todo el texto, las cursivas y el uso de mayúsculas y minúsculas. Con todo, es importante enumerar algunos méritos del libro.
El mérito central de este libro: es ágil por su método. Aquí aparece claramente la formación en filosofía analítica del autor, en tanto despliega una metodología de análisis que encuentra objeto en el lenguaje político y, más específicamente, en el lenguaje institucional plasmado en leyes y proyectos de ley. Para Atria el juicio sobre la obra de la Concertación debe centrarse en la evidencia jurídico-institucional de la causa: las leyes aprobadas y discutidas durante estos 23 años. En ese ejercicio se vuelven iluminadores los criterios que el autor va construyendo para dar respuestas a las preguntas que abre el texto.
Aquí aparece el segundo mérito central del texto: es agudo en su crítica. Atria entiende, como pocos, el punto neurálgico del neoliberalismo chileno. El libro describe con exactitud el mecanismo argumentativo en que descansan las instituciones que nos gobiernan. Ese mecanismo es la reproducción del privilegio como criterio forjador de políticas públicas, lo que se evidencia en el sistema educacional, las leyes laborales, el sistema de salud y, en general, toda la herencia de la dictadura de Pinochet. En esa base, Atria se pregunta si acaso la Concertación adoptó el neoliberalismo o lo combatió, es decir, si acaso la Concertación buscó crear instituciones que reprodujeran el privilegio o instituciones que impugnaran el privilegio.
[cita]Si nos sacamos los anteojos para ver de lejos y nos colocamos los anteojos para ver de cerca observaremos que en La Meca del privilegio y el estatus está la misma Concertación, compartiendo reuniones de padres y apoderados con la elite de la derecha en iguales proporciones. La contradicción para la Concertación entonces, es brutal. Si busca crear un programa político de largo plazo, una “narrativa” según los términos de Atria, entonces debe cuestionarse ciertamente su propio rol sociológico en la mantención de los privilegios. Pareciera que la Concertación y la izquierda chilena en general ha desarrollado una suerte de adicción al privilegio y una ansiedad por el estatus.[/cita]
El tercer mérito central de este libro: ofrece una tensión inédita dentro de la misma Concertación. La dualidad “flagelantes versus complacientes” es superada por Atria en tanto permite observar otra lógica: el neoliberalismo descarnado y otro corregido, “con rostro humano”. La tensión que Atria identifica, entonces, es entre amigos y enemigos, entre los partidarios del neoliberalismo pinochetista y sus opositores. De ahí que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista compartan, según el libro, una confluencia de tradiciones que desemboca en la Concertación. El libro funciona, entonces, como el prólogo de un programa político que involucre a ambas tradiciones y que combata al neoliberalismo reproductor de privilegios que tiene como aliado, según Atria, al conservadurismo católico. El cristianismo-díscolo de la DC chilena, intrínsecamente izquierdista según el autor, la emparientan con la tradición socialista del PS. Estos primos tienen un mismo enemigo y, por ende, una amistad latente.
Ese es el itinerario del libro, proporcionar las bases intelectuales para una lectura en clave presente-futuro de la izquierda chilena. Las tres herramientas antes descritas son los códigos para comprenderlo a cabalidad: método, crítica y tensión. Esta tríada desemboca en tres tesis que guían no solo este libro sino todo el programa atriano: rescate de la idea del socialismo como horizonte político, desactivación de la Constitución de 1980 y la elaboración de una “teología política” que vuelva a colocar la emancipación como objetivo final de las instituciones justas. Estas tres tesis Atria las esboza en este libro, pero todas remiten a trabajos anteriores del autor. En efecto, Atria ya disparó contra el sistema educacional en dos textos Mercado y ciudadanía en la educación (Flandes Indiano, 2006) y La mala educación (Catalonia, 2012) donde combate el principio neoliberal de reproducción del privilegio e intenta perfilar un sistema distinto. Su crítica a la Constitución de 1980 tiene un largo hilo que hay que rastrear desde sus papers académicos hasta un libro que presentará pronto titulado El derecho al revés donde plantea una estrategia constituyente, de la cual algo se ha conocido a través de la prensa. La tercera tesis, la de la teología política, es el gran telón de fondo de toda la obra de Atria pues implica un rescate de la “escatología” como la gran idea política. La escatología es la promesa de un mundo por venir, un mundo que no es “este” mundo sino otro, uno nuevo donde habremos superado la alienación del capitalismo. En el último capítulo de Neoliberalismo con rostro humano, que ocupa la mitad del volumen, Atria elabora sobre esta idea aplicando la teología política al socialismo como tradición intelectual. Allí el autor observa que el socialismo es una escatología política cuyo “desenvolvimiento histórico” no ha estado a la altura de su concepto y propone su rescate en el contexto chileno.
Según Atria, el catolicismo estilo DC y el socialismo son tradiciones íntimamente ligadas, en tanto hablan de un mundo por venir, es decir, son doctrinas escatológicas que se conciben como un presente-futuro. Ambas tradiciones, como narrativas, se deben enfrentar al neoliberalismo que, según Atria, no es una escatología sino todo lo contrario, la negación del mundo por venir y la afirmación de los poderes de este mundo. En esta idea Atria propone un clivaje político entre socialcristianos y socialistas versus neoliberales y católicos conservadores. Ese clivaje sería según el autor lo que está detrás de la distinción “Derecha versus Concertación”. En otros términos: los que creen en el mundo por venir y los que no. De esta forma, de los conceptos de Atria se desprende que la acción política coincide con la acción evangelizadora: hay creyentes y ateos.
Esta visión global del problema político, en abstracto, coincidiría con el problema político concreto al cual se enfrenta la Concertación. Según Atria, la obra de los 20 años es un neoliberalismo con rostro humano y no una socialdemocracia en la medida de lo posible, como alguna vez sostuvo Francisco Javier Díaz, conocido asesor de la elegida en las primarias. En su observación, Atria deja ver la influencia que tiene sobre su pensamiento la obra de varios autores, entre los cuales es importante nombrar a Gerald Cohen, Alasdair MacIntyre, Terry Eagleton, Simone Weil y Karl Marx. Todos ellos, con matices y detalles propios, le sirven a Atria para dibujar un catolicismo-socialista-analítico que se opone al catolicismo-neoliberal-darwinista de las derechas. Ese mapa filosófico lo lleva a la práctica política donde dos libros resultan claves para los diálogos del autor. El primero es Socialismo del siglo XXI de Tomás Moulián editado por LOM, que debe leerse en relación a su ensayo Chile Actual: Anatomía de un mito publicado en 1997. El segundo es el libro de conversaciones entre Gabriel Salazar y Carlos Altamirano editado por Debate en 2010.
Una vez descrito en su generalidad, algunas observaciones críticas parecen ser necesarias al programa atriano.
Primera observación crítica: es interesante que Atria hable en un código escatológico pues esa nomenclatura había estado del todo ausente durante 20 años. Las referencias escatológicas de los años sesenta son ineludibles ya que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista fueron fuerzas esencialmente escatológicas que llegaron al poder ofreciendo un mundo nuevo de la mano de una revolución en libertad, empanadas, hostias y vino tinto. Ambas promesas de un mundo por venir eran mediadas por un hombre, un Mesías elegido por el pueblo para guiarlo en su camino, Frei Montalva primero y Allende después. Sin embargo, Atria niega que el proyecto neoliberal de Pinochet sea una escatología. La primera observación es que el proyecto neoliberal tiene todas las características de la escatología de la izquierda de los sesenta, pero amputada de su retórica, parafraseando el libro de Joaquín Lavin, es una escatología “silenciosa”. Cuarenta años después de la instalación de la nueva religión neoliberal, esta parece ajada y no está a la altura de su propia promesa. Hoy, entre tanto crédito y copago, ya sin pan ni cielo, el paraíso neoliberal se hizo peste de segregación y privilegio. La utopía neoliberal del país desarrollado e insertado en el mundo se cumplió en la forma de una distopía: el país más segregado del mundo. Chile se ha pasado de escatología en escatología, de revolución en revolución y lo que Atria propone es otra escatología.
Segunda observación: es necesario ampliar el objeto de estudio. Atria analiza decenas de proyectos de ley y leyes aprobadas, pero no parece suficientemente amplio su criterio. Es interesante pensar si acaso el modelo analítico puede aplicarse a la Ley 20.000 de drogas, a las leyes de medios, al financiamiento de la política o al proyecto de ley sobre lobby. Todas estas cuestiones se han discutido y legislado durante los veinte años de la Concertación y exhiben un profundo neoconservadurismo en la manera de entender las libertades públicas y las instituciones democráticas. Si Atria quiere evaluar la obra del bloque debería mirar con mayor amplitud los debates sobre temas que se alejan de las causas tradicionales de la izquierda. En esos asuntos la Concertación se derechizó irreflexivamente hasta el punto de no distinguirse en absoluto. Por ejemplo: todavía no sabemos quién financió las campañas electorales de la Concertación durante los veinte años y no lo sabemos hoy siquiera. Esta facticidad en la que operó el bloque es difícil de comprender con las categorías atrianas, lo que obliga o bien a obviarlas o bien a pulir los conceptos. De ese análisis brotarían ciertas características olvidadas de la Concertación: fue policial, prohibicionista, fáctica, censuradora, fóbica y conservadora. Y no es tan claro que en esas materias se le pueda imputar la culpa a los quórums calificados ni al sistema binominal.
Tercera observación: es imprescindible observar que el privilegio no es el único mecanismo propio del modelo neoliberal chileno. El estatus debe ser entendido como la otra cara de lo que Atria denomina “la angustia del privilegiado” (La mala educación), es decir, la posición de aquellos sujetos que son beneficiados por este sistema injusto y su modo de comprender su propio privilegio. Es interesante notar que el mecanismo de la angustia del privilegiado es teológico en cuanto la angustia es la base de toda religión. La religión, desde tiempos remotos, es el remedio de la angustia, pero para operar necesita la angustia del sujeto. Visto así, la construcción de una religión de privilegiados-angustiados es parte fundamental del programa atriano.
Es útil pensar que la angustia por el privilegio tiene una contracara en la ansiedad por el estatus que ese privilegio otorga. Alain De Botton, un ensayista suizo, sostiene que esta ansiedad por el estatus es una de las claves de las sociedades modernas, especialmente en aquellas más segregadas. Si estiramos su tesis y observamos que Chile es el país más segregado del mundo podemos pensar que la ansiedad por el estatus está bastante expandida en nuestra cultura.
La ansiedad por el estatus, según De Botton, “nos lleva a pensar que corremos el peligro de no responder a los ideales de éxito establecidos por nuestra sociedad y que quizá por ellos nos veamos despojados de dignidad y de respeto; una inquietud que nos dice que ocupamos un escalón demasiado modesto o que estamos punto de caer en uno inferior”.
Esta descripción parece el certero diagnóstico de lo que ocurre hoy en Chile pues el modelo neoliberal generó una sociedad tan segregada que los individuos de cada segmento son siempre presa de no querer descender al segmento inmediatamente inferior y, en la medida de lo posible, tratar de ascender al siguiente. La inquietud y el cuestionamiento por el lugar que ocupamos es constante. Por ejemplo: todos los padres de Chile que mandan a su hijo a un colegio con copago de veinte mil pesos quisiera mandarlo a un colegio con copago de treinta, pero es capaz de endeudarse para no bajar a un liceo con número. Esto no solo por la mala o buena educación que reciba, sino por los compañeros que el niño tendrá en cada establecimiento y la red de contactos a la que podrá acceder. El estatus, entonces, comprendido como la imagen que nos hacemos del lugar que ocupamos en la sociedad ultrasegregada que vivimos, gobierna todas las relaciones. Esto afecta a todos por igual, pero particularmente a las elites, aquellas que habitan los lugares más exclusivos del sistema institucional: los mejores colegios, las mejores clínicas, los mejores trabajos. Su ansiedad es voraz, quieren siempre más y más privilegio, más y más estatus, salones VIP de la política y los negocios, estudios jurídicos globalizados, universidades precordilleranas con vistas panorámicas de la ciudad, y así por delante. “Las elites no quieren soltar la teta”, decía un empresario hace unos años. La teta que las elites no quieren soltar es el privilegio, la leche de la teta es el estatus. El vicio de las elites es no querer soltar la teta, es la ansiedad por el estatus.
Cuarta observación a Atria: el neoliberalismo chileno es una religión del privilegio y el estatus. En la administración de esa religión están las elites y el Estado como gestores del “desarrollo”, ese mundo por venir al cual entraremos cuando pasemos cierto número en el PIB. Esta religión cuenta con sacerdotes, algunos son fieles defensores del dogma, otros son más díscolos, pero profesan la misma fe. Los centros neurálgicos del culto al privilegio y el estatus son los colegios particulares pagados, pero no “todos” los colegios particulares pagados. El centro neurálgico del culto al privilegio y el estatus, en Chile, son 15 colegios repartidos en el barrio alto donde los hijos de la elite política, económica, social y académica conservan y reproducen el privilegio. Los beneficiados por la sociedad ultrasegregada que vivimos se educan todos juntos, cuestión que convenientemente se ha obviado en el debate educacional de los últimos tres años pese a que en ninguna parte del mundo ocurre algo similar. La respuesta para el silencio sobre esta arista quizás es obvia: nadie se ha tomado todavía el Grange, el Saint George, el Santiago College, el Cumbres, la Alianza Francesa, el Tabancura, el Verbo Divino, La Maisonnette, el Newland ni ninguno de los establecimientos más exclusivos de todo el país. Quizás sea eso lo que tenga que ocurrir para que el país observe la pornografía del lujo y la ostentación. Valga un dato: varios de los colegios de la súper-elite cobran más de mil dólares mensuales y exigen la compra de una acción de la sociedad controladora para ingresar al club. Es importante decir que Atria reconoce este problema en Mercado y ciudadanía en la educación y propone una serie de medidas que, en la práctica, buscarían terminar con este tipo de establecimientos.
Quinta observación: Los colegios de la súper-elite son una muestra genética del modelo que vivimos pues operan como grandes piscinas de contactos y capital social en la que nadan los niños, pero, ojo, también sus padres. Si nos sacamos los anteojos para ver de lejos y nos colocamos los anteojos para ver de cerca observaremos que en La Meca del privilegio y el estatus está la misma Concertación, compartiendo reuniones de padres y apoderados con la elite de la derecha en iguales proporciones. La contradicción para la Concertación entonces, es brutal. Si busca crear un programa político de largo plazo, una “narrativa” según los términos de Atria, entonces debe cuestionarse ciertamente su propio rol sociológico en la mantención de los privilegios. Pareciera que la Concertación y la izquierda chilena en general ha desarrollado una suerte de adicción al privilegio y una ansiedad por el estatus que, en la otra cara de la moneda, engendra angustia por el privilegio y nihilismo institucional. Por ende, si el programa atriano tiene pretensiones de operatividad política debe hacerse cargo de la “sociología del estatus” que este modelo ha creado, sintomatología que presenta claramente la Concertación en tanto clase burocrática y administradora de un credo alternativo. Atria debería estar en condiciones de observar este rasgo de la Concertación para poder enjuiciar su obra y los caramelos que recibió de parte del sistema. La pureza de los conceptos difícilmente podría ilustrar esta arista.
Ocurre que, tal como los socialismos reales del siglo XX, la Concertación generó su propia casta de administradores del poder que buscaron siempre mimetizarse con los símbolos de la elite que decían combatir o “impugnar”. Aquí aparece entonces la gran contradicción, la enorme tensión de la izquierda chilena: denostan el privilegio en el concepto, pero lo aman en la práctica. Es la conducta de un adicto. Para llevar a cabo el programa atriano, la Concertación debería superar esa adicción y, en tanto elite, renunciar a sus privilegios, partiendo por cuestionar seriamente los colegios privados del barrio alto donde asisten ellos y sus hijos. Este acto de renuncia parece ser lo que la elite completa debe plantearse, antes que seguir alimentando la segregación y la violencia simbólica. Es la misma canción que se escucha en Chile desde mediados de siglo, la canción por un clase dirigente menos banal y ostentosa, la canción por un país menos segregado y más revuelto, desde el Liceo hasta la fila del médico, la canción que Violeta Parra y Los Prisioneros cantaban.
Sexta observación: sobre el final del libro, en el apartado de “notas”, Atria hace una afirmación muy interesante que no debe ser pasada por alto. Antes de enunciarla recordemos lo que dijimos sobre el mecanismo del Mesías y la escatología política. La DC tuvo su Mesías en Frei, el PS en Allende, la Dictadura en Pinochet. Antes, hace un siglo casi, el mecanismo hizo carne en un hombre que se volvió un hito de nuestra historia: Arturo Alessandri Palma. Lo más notable de Alessandri es que su liderazgo mesiánico tuvo como producto más simbólico una nueva Constitución, la de 1925.
Leamos ahora la afirmación que hace Atria sobre Michelle Bachelet, casi al final del libro, en una inocente “nota” en la página 243:
“Uno de los aspectos más inquietantes de la popularidad de la ex presidente Bachelet es precisamente su dimensión inmediata. Ella en buena parte se explica porque Bachelet es capaz de “conectar” inmediatamente con “la gente”. Esta conexión se funda no en que Bachelet tenga una visión política que resulta atractiva para el ciudadano (lo que no implica ni afirmar ni negar que la tenga), sino simplemente en el hecho de ser ella como es (por eso su tan discutido silencio durante 2012 le resultó tan útil en términos de encuestas). Publicistas y expertos en comunicación estratégicas han escrito páginas y páginas de columnas de opinión explicando lo novedoso del “fenómeno Bachelet”, el hecho de que ella representa una “nueva” manera de entender la relación entre el “político” y el ciudadano. Pero no hay nada nuevo en esto; de hecho, es la forma más antigua de liderazgo político (puramente “carismático”). Es una forma de liderazgo que no descansa ni en razones ni en la deliberación política, sino solo en la capacidad del líder para identificarse inmediatamente con los sentimientos del individuo. Desde luego, el modo en que Bachelet ha administrado la posición en la que su carisma la deja ha neutralizado el riesgo que la identificación inmediata encierra, pero eso no debe llevarnos a ignorar el peligro de esa forma de liderazgo”.
Este párrafo es un reconocimiento explícito del autor a un problema central de su programa. Tal como no hay evangelio sin Mesías, no hay programa escatológico sin liderazgo carismático. Los ejemplos de los presidentes que vimos antes no son sino la continuación histórica de este mecanismo religioso que está presente en Chile desde el nacimiento de la República. La combinación entre proyecto escatológico y líder carismático, entonces, aparece como un signo que atraviesa al neoliberalismo, al socialismo y al socialcristianismo. Los conceptos de Atria producen una tríada: Concertación, Bachelet y un programa político; Iglesia, Mesías y un mundo por venir. La tesis de Atria, luego, puede abreviarse: la Concertación debe ofrecer una parusía —una segunda venida— más allá del neoliberalismo, una nueva escatología.
Según el párrafo transcrito, Atria se da cuenta del riesgo de esto, pero cree que todo se juega en la manera en que Bachelet “administra la posición en la que su carisma” la deja. Pero hay razones para creer que quien queda en la posición del liderazgo carismático es menos libre de lo que Atria cree y no tiene espacio para decidir cómo “administrar” su rol. Este parece prefijado en los conceptos mismos del programa político escatológico y su destino es siempre trágico en nuestra historia, ya sea con Alessandri, Frei, Allende o Pinochet. El destino del “elegido” es siempre trágico, pues emana de la posición que tiene el hijo de Dios en la teología cristiana: es crucificado. La observación a Atria, entonces, es que, quizás, quiéralo o no, sépalo o no, está construyendo un evangelio, un programa político, para reproducir el mecanismo escatológico-mesiánico y, mientras lo hace, ya está presagiando la tormenta, adivinando el destino.
Una última observación. Walter Benjamín observó agudamente que toda la tesis teológico-política de Carl Schmitt era peregrina de una determinada comprensión de la excepción política. Del mismo modo, en el futuro la obra de Atria —particularmente en su enfoque constitucional— podría ser comprendida agudamente como una tesis peregrina en pos de una “excepción democrática” (eso es una asamblea constituyente) que desactive la Constitución de 1980 y se evite un estado de excepción violento, que es la mejor comprensión a lo que el mismo Fernando Atria denomina, muy crípticamente, como una salida “por las malas”. Si esto es cierto, entonces, solamente se confirma la necesidad de un Mesías que cruce el puente entre un orden y otro, atravesando el abismo siempre latente entre este mundo y el que viene. La Concertación, así, parece predestinada a reproducir el presidencialismo crónico de nuestra institucionalidad y confirmarlo cien años después de Alessandri Palma, mediante otra Constitución. De hecho la “solución constituyente” que Atria ha ideado para Bachelet es ultrapresidencialista y piensa en el Congreso como un obstáculo evitable, en tanto la derecha tendría quórum para frenar el mecanismo ya sea en sala o en el tribunal constitucional. La salida de Atria es que la presidenta Bachelet llame a un plebiscito por una nueva Constitución mediante decreto. Una vez ganado ese plebiscito y con el apoyo del pueblo se dicta un nuevo decreto desde la Presidencia de la República y se convoca a asamblea constituyente. Dicho de otro modo, Dios, el pueblo soberano, mandata a su Mesías, el presidente, para que nos saque de este callejón histórico.
Si somos agudos, veremos que ningún personaje de la historia política chilena se parece tanto al “león” como la ex Presidente Bachelet. Quizás la doctora sea la elegida del presente-futuro para ocupar el lugar frente a la estatua de Alessandri, en las afueras del palacio de Gobierno de esta república. Ese simbolismo, entonces, pareciera llevarnos siempre de vuelta hacia el líder carismático. Llegamos de vuelta a este punto porque, durante veinte años, la puerta de las reformas siempre tuvo colgado un cartel que decía que estaba cerrada. Nos condenaron a veinte años de aburrimiento, de negación y neutralización. Nos condenaron a veinte años de espera de un nuevo Mesías y a rezar porque ese nuevo Mesías no fuera como Pinochet. Nos condenaron a escuchar sus discursos y leer sus prédicas contra el privilegio, su misa dominical de grandes acuerdos y transacciones. Nos condenaron a heredar una política capturada, con donaciones de encapuchados y legislación a pedido. Nos condenaron a una democracia del lobby y de las influencias, un corporativismo algo mejorado con los años. Nos condenaron a veinte años de mercados cada vez más concentrados y abusivos. Nos condenaron a veinte años de espera por alguna señal en el cielo que mostrara la tierra prometida, mientras lanzaban lacrimógenas y apaleaban a granel. Veinte años afirmando una normalidad siempre gris, con ejercicios de enlace y boinazos incluidos. Nos condenaron a veinte años de aburrimiento, pese a que prometieron la alegría. Hoy, dos décadas y tres años después, parece que el aburrimiento ha terminado y los vientos vuelven a soplar en pos del cambio y el mundo por venir.
Fernando Atria ha escrito un libro ineludible y difícil, que permite pensar en el Chile del presente-futuro con mirada crítica y ojos esperanzados. El volumen también sirve de puerta de entrada a la obra de este autor, a ratos omnipresente en las elites reformistas, desde los dirigentes universitarios más críticos hasta el comando de Bachelet. Pero, al mismo tiempo, el libro deja una intuición ambivalente de si acaso no estaremos condenados a repetir mecanismos que parecen emancipatorios, pero veinte años después se revelan perversos. Es que, a ratos, pareciera que Chile está predestinado, desde el concepto, a transitar de naufragio en naufragio, de Mesías en Mesías, de evangelio en evangelio.