La ex Concertación se denomina hoy “Nueva Mayoría” para, entre otras razones, resaltar que un eventual gobierno suyo no implicaría una suerte de continuismo de los veinte años en que gobernó (1990-2010), sino una etapa distinta, orientada a efectuar cambios estructurales al llamado “modelo”. La misma Michelle Bachelet, al ser consultada por diversos temas, ha señalado que “Chile ha cambiado” y que, de resultar electa, su gobierno responderá a otros tiempos.
La historia política del siglo XX tiene varias coyunturas electorales que han significado, en mayor o menor medida, “cambios de épocas”. En materia presidencial, y de adelante para atrás, la de 1989, en que la Concertación de Partidos por la Democracia, liderada por Patricio Aylwin, puso fin a la dictadura militar de diecisiete años (1973-1990). Luego, la de 1970, en que la Unidad Popular (UP), con Salvador Allende a la cabeza, propuso una “Vía chilena al socialismo”, una “revolución con empanadas y vino tinto”. Y, finalmente, la de 1920, en la que un Arturo Alessandri se desgajó de la oligarquía a la que pertenecía, le habló a su “querida chusma” y ofreció importantes cambios políticos y sociales.
De estas tres coyunturas, la que más se parece a la actual es la de 1920.
Si bien en la de 1989, se proponía cambiar el sistema constitucional, por realismo esto se hizo de manera gradual y pactada. No hubo desde 1989, y hasta el término de los gobiernos de la Concertación, la intención de dictar una nueva Constitución ni menos a través de una Asamblea Constituyente. Por otro lado, tampoco la Concertación, y como lo han constatado varios de sus intelectuales (por ejemplo: Manuel Antonio Garretón, quien, con desazón, define este período como de “neoliberalismo corregido”), significó un cambio sustantivo al modelo económico, instaurado en los años de Pinochet y bajo la influencia de los Chicago Boys.
[cita]Por mucho que pueda cuestionarse el sistema político vigente (por ejemplo, electoral), en países civilizados y democráticos, las diferencias se zanjan en el marco de las instituciones constituidas y desde el dialogo racional. Nunca desde la violencia callejera.[/cita]
La de 1970, por su parte, si bien apuntaba a la construcción de un socialismo real, curiosamente, no se proponía —al menos, por razones tácticas—, el reemplazo de la Constitución de 1925. De hecho, aceptó pactar con la Democracia Cristiana algunas reformas —el llamado “estatuto de garantías”—, orientadas, contrariamente a lo que idealmente aspiraba, a mantener el statu quo político y económico. Lo que pasó después es harina de otro costal y va más allá del momento electoral en sí mismo.
En cambio, me parece que la coyuntura de 1920 significó un cambio de época mucho más radical, asemejándose al momento actual. Alessandri se propuso reformular el sistema constitucional con el objeto de reintroducir el régimen presidencial, advenido, en los hechos, en parlamentario desde 1891 (e incluso desde antes). Y, además de querer cambiar el régimen político —fortaleciendo la institución Presidente de la República frente a la Congreso Nacional—, el “León de Tarapacá” buscó terminar con los privilegios de una minoría social a la que, con ironía, llamaba “canallada dorada”.
Pero toda analogía no supone igualdad total, sino similitudes parciales. Veamos algunas diferencias.
El Chile de 1920 sí necesitaba de reformas profundas, tanto en lo político como en lo social. El régimen parlamentario —“a la chilena”, como sabemos— estaba agotado, amén de una situación social gravísima, sobre todo a partir de la crisis del salitre. Entre 1891 y 1920, nuestro país vio pasar ochenta gabinetes en veintinueve años, durando en promedio cada uno no más de cuatro meses. Por otro lado, además del despilfarro de la riqueza del salitre, las condiciones sociales de grandes mayorías se hicieron intolerables. Por ejemplo, la mortalidad infantil (cinco años o menos) osciló entre un 25.46 % y un 33.28 %. La primera de estas cifras era 103 % superior a la de Río de Janeiro y 138 % superior a la de Buenos Aires.
En cambio, el Chile actual requiere seguir por la senda de progreso —gradual, pero constante— que los veinte años de la Concertación hicieron suyos, y que el gobierno del Presidente Piñera ha consolidado y profundizado. En este sentido, el Chile actual no está en crisis. No vive un cambio de época real, sino aparente. El descontento no es contra el modelo, sino por no poder participar suficientemente de él.
Además de buenas cifras macroeconómicas (por ejemplo: crecimiento al 6 %, desempleo bajo el 7 %, etc.), diversos estudios demuestran que los chilenos, a un nivel personal y familiar, están contentos con sus vidas. Una fuente seria es el Informe de Desarrollo Humano 2012 del PNUD, referido a bienestar subjetivo. Este documento, entre otros datos, indica que el 67 % contesta 7 o más en la escala de satisfacción vital (de 1 a 10). Esta situación no quita, sin embargo, que exista un malestar en contra de la “sociedad”, representada por diversas instituciones públicas. Pero la gran pregunta es si la mayoría de los chilenos quiere modificar las instituciones de manera radical; o, en cambio, perfeccionarlas, sin que la historia comience desde cero.
Sea cual sea la respuesta, la democracia liberal es sabia. El informe de desarrollo humano referido señala: “La deliberación democrática implica la apertura y disposición a sopesar los argumentos de los distintos intereses en cuestión, a integrar diversas formas de evidencia, a constituir las alternativas en conjunto sin categorías previas determinadas por un modelo o por una demanda maximalista”.
Por mucho que pueda cuestionarse el sistema político vigente (por ejemplo, electoral), en países civilizados y democráticos, las diferencias se zanjan en el marco de las instituciones constituidas y desde el dialogo racional. Nunca desde la violencia callejera. La violencia podrá implicar una última ratio para regímenes tiránicos. Pero nunca para democracias que amparan libertades ciudadanas como las de asociación, expresión y manifestación.