En función de la necesaria democratización social y la expansión de espacios de deliberación ciudadana, se puede entender que al eliminar el derecho a voto para los privados de libertad se incrementa la desigualdad e injusticia y que se acrecienta la distancia social entre éstos y la comunidad.
El petitorio que los internos del Centro de Detención Penitenciario (CDP) de Quillota presentaron al comenzar una huelga de hambre un día antes de la riña e incendio, que pudo desembocar en una tragedia de dimensiones como la de San Miguel el 2011, no hace otras reivindicaciones que no sean las mínimas para que los privados de libertad puedan vivir en su condición de seres humanos.
Porque el que una persona haya cometido un delito sólo debe privarla de su libertad, no del respeto de sus derechos fundamentales por parte de los agentes del Estado, que son los responsables de garantizar los derechos humanos de toda persona en su jurisdicción cuya libertad esté restringida.
Hasta hace un tiempo, se consideraba que el privado de libertad no tenía derechos. Sin embargo, hoy existen estándares internacionales en materia de derechos humanos de los privados de libertad, que entienden que éstos se encuentran en un estado de indefensión, en una condición de vulnerabilidad que obliga al Estado a brindarle protección.
En el caso del Centro Penitenciario de Quillota (administrado directamente por Gendarmería) y en el de muchos centros de reclusión a lo largo del país, el Estado no está garantizando que la restricción de libertad no cause más limitaciones a los derechos del condenado que aquellas que la ley establece o que sean consecuencia de la condena.
[cita]En función de la necesaria democratización social y la expansión de espacios de deliberación ciudadana, se puede entender que al eliminar el derecho a voto para los privados de libertad se incrementa la desigualdad e injusticia y que se acrecienta la distancia social entre éstos y la comunidad.[/cita]
Apremios ilegítimos, tratos crueles, inhumanos y degradantes y tortura se practican en las cárceles en nuestro país. El tristemente célebre informe de la Fiscala de la Corte Suprema, Mónica Maldonado, sobre condiciones carcelarias que alertó sobre los peligrosos niveles de hacinamiento y sobrepoblación que la muerte de los 81 reclusos en el incendio de la Cárcel de San Miguel vino a constatar en 2011, dio cuenta de estas violaciones a los derechos humanos de los privados de libertad.
Hacinamiento crítico, encierros de más de 15 horas, celdas de castigo sin luz, ventilación ni servicios higiénicos a los que los reos son enviados hasta por 10 días, agua potable disponible sólo unas horas diarias, condiciones insalubres, presencia de plagas e insectos, reclusos durmiendo en los pasillos de las cárceles por falta de espacio, reos comiendo de tambores, un baño cada 100 internos, para qué hablar de escaso tiempo de patio, falta de políticas de reinserción social y programas de rehabilitación, evidencian las condiciones infrahumanas en que viven los reclusos en las cárceles chilenas.
Con una sobrepoblación de 54%, dormitorios, baños y patios en “deplorables condiciones” –según un informe de la Corte de Apelaciones de Valparaíso de julio de este año- y plagas de baratas y chinches, la situación del penal de Quillota se repite en muchos recintos penales del país que sufren de altos niveles de hacinamiento: el Centro Penitenciario de Copiapó alcanza un 172% de sobrepoblación, la ex Penitenciaría un 117%, el CPP de Curicó 100% y el de Calama 82%.
Según consigna el Informe Anual de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, Chile tiene una de las tasas más altas de prisionización de América Latina, llegando a un hacinamiento carcelario de más de 60%, a pesar de que los índices de criminalidad violenta son de los más bajos de la región latinoamericana.
A pesar de las medidas tomadas tras el fatídico incendio de la Cárcel de San Miguel, como la ley de penas sustitutivas a la privación de libertad; la ley de indulto general que permite conmutar penas de baja gravedad; el término del pago de multas con cárcel; o las modificaciones a la regulación de la libertad condicional, que han logrado bajar la sobrepoblación de 42,3% en 2011 a 23% el año pasado, es difícil que las condiciones carcelarias mejoren mientras la política criminal no busque bajar las tasas de reclusión y se base en el populismo penal.
La sanción de privación de libertad se usa de manera desmedida y criminaliza a sectores de la población más desventajados, que poseen menos instrucción y recursos. Lejos de lograr la rehabilitación en los recintos carcelarios y la reinserción social tras salir de ellos, se exponen a vejámenes que atentan contra su dignidad humana e, incluso, a torturas, tratos crueles, inhumanos y degradantes, como ya se ha señalado.
Con ese panorama, cabe preguntarse si el abandono que sufre la población carcelaria que sólo vuelve a la agenda pública cuando ocurre un motín o incendio en los penales, tendría un giro si las personas privadas de libertad pudieran ejercer presión política a través de la recuperación de su derecho a voto.
Dicha posibilidad, que ni siquiera se asoma a la discusión pública nacional, es un hecho en países como Canadá, Ucrania, Sudáfrica o Irán. Otros como Finlandia, prohíben votar a los presos sólo por algún tiempo después de finalizado su encarcelamiento.
Para impedir el derecho a voto de los presos se argumenta que los delincuentes violaron el Contrato Social o que al restringir sus derechos civiles y políticos se promueve su responsabilidad cívica y el respeto de la ley.
Sin embargo, en función de la necesaria democratización social y la expansión de espacios de deliberación ciudadana, se puede entender que al eliminar el derecho a voto para los privados de libertad se incrementa la desigualdad e injusticia y que se acrecienta la distancia social entre éstos y la comunidad. Por el contrario, el recuperarlo permitiría favorecer su rehabilitación y reinserción social.
Cabe la posibilidad de que, con los niveles de abstención electoral que existen hoy en nuestro país, al recuperar su derecho a votar los privados de libertad no lo pusieran en práctica y se abstuvieran de ejercerlo. Aún así, el solo hecho de que los reos tengan la oportunidad de votar, les devuelve la dignidad, el empoderamiento y presión política, que la discriminación y las precarias condiciones carcelarias le quitaron. Tal vez así dejen de ser invisibles para la clase política. Si los privados de libertad votaran, otro gallo seguro cantaría en las cárceles chilenas.