La desigualdad ―ese fenómeno que se produce cuando entre todos fabricamos una torta, pero sólo unos pocos reciben un pedazo grande de ella y el resto, nada más que migajas― es un flagelo que ha azotado al mundo desde siempre.
Algunos arguyen que es consustancial a la naturaleza humana; que nuestras capacidades, habilidades y motivaciones son disímiles, y los frutos de éstas ―entre ellos el nivel de ingresos―, como es lógico, también. Otros, que el nivel educacional de las personas es el que la genera; que quienes ostentan competencias elevadas deben, si todo funciona como corresponde, acceder a rentas superiores que aquéllos que no las tienen (piense usted en un médico vs un albañil, por ejemplo); y que, en consecuencia, es la educación el vehículo para superarla.
Algo de razón tienen. Sea por la causa que fuere, lo concreto es que siempre habrá desigualdad. Eso no tiene remedio. No obstante, ésa no es la cuestión pertinente. La verdadera interrogante, aquélla que tenemos la obligación moral de plantearnos y que debería estar presente en la formulación de cada política pública, es ¿cuál debe ser, en una sociedad justa, la magnitud económica de esa desigualdad? Y me tendrán que disculpar, pero ninguna de las causales planteadas puede responderla.
En efecto, si recurrimos sólo a ellas ¿cómo podríamos explicar, por ejemplo, que Noruega tenga un Coeficiente de Gini de 0,23 y Namibia uno de 0,64? ¿O que el décimo decil perciba en Finlandia ingresos 5,6 veces más altos que el primer decil, y en Angola 74,5? ¿Acaso las diferencias individuales operan en los países nórdicos bajo premisas distintas, bajo leyes naturales diferentes, que en el cono sur africano? ¿O es que sus niveles educacionales son tan altos que ya provocaron la extinción de los oficios de albañil, estafeta, recogedor de basura y tantos otros que en el resto del mundo perciben remuneraciones precarias?
Algo no cuadra ¿verdad? Intentemos profundizar un poco en el tema para determinar qué es exactamente.
Lo primero que hay que precisar es que la excesiva desigualdad es una anomalía, una malformación, una especie de enfermedad social. ¿Por qué? Pues porque las sociedades ―según se desprende de la segunda acepción que le otorga la RAE al concepto― son interdependientes. No podemos lograr nuestros propósitos sin ayuda. Dependemos de los demás para hacerlo. Los empresarios necesitan clientes, proveedores y empleados; los médicos, pacientes, enfermeras y auxiliares; todos requerimos recogedores de basura, policías, funcionarios públicos, dependientes de supermercados, obreros de la construcción y pescadores artesanales. Imagine usted cómo sería vivir en un lugar donde nadie recogiera la basura o donde el lumpen hiciera de las suyas por las calles sin control alguno. O cómo desarrollaría su negocio el dueño de un banco, solo en medio del desierto de Atacama.
Y además, las sociedades son de mutuo beneficio. Nadie ingresa a ellas para ser perjudicado, sometido o explotado; por el contrario, todos lo hacen (consciente o inconscientemente) para alcanzar, con el apoyo de los demás, sus propios objetivos. Por tales razones, lo justo es que no sólo unos pocos sino todos, recibamos los beneficios que en ellas se generan. La cena que todos contribuimos a elaborar, debe satisfacernos a todos.
Lo segundo es que no son las diferencias individuales ni la educación los factores que realmente determinan la dimensión económica de la desigualdad. Para comprobarlo, basta con remitirse a la historia. ¿Qué tenían de común sociedades tan injustas como los campos algodoneros del sur de los Estados Unidos antes de la guerra de la Secesión, los feudos de la Edad Media o la Sudáfrica de no hace mucho. Salta a la vista: en todas ellas quienes concentraban el poder, concentraban también la riqueza.
Sea por una condición humana instintiva o por otro origen difícil de precisar, lo concreto es que cuando alguien dispone de poder, tiende a usarlo en beneficio propio. Inevitablemente. Así ha ocurrido desde siempre y así seguirá ocurriendo por los siglos de los siglos. Aquí y en la Quebrada del Ají. Más aún en un mundo donde se exacerba la competencia incluso más allá de las barreras de la ley, la moral y los escrúpulos.
De manera que, aunque la desigualdad es una condición natural del ser humano que puede ser afectada por la educación, es la forma en la que está concentrado el poder en la sociedad la que define su magnitud económica. Puesto de otra manera, son las sociedades, y dentro de éstas los grupos que detentan el poder, las que determinan sus coeficientes de Gini.
Afinemos el punto: un médico debería percibir ingresos superiores a un albañil. Cierto, porque aunque ambos desempeñan actividades necesarias para la sociedad, y probablemente dan su mejor esfuerzo al hacerlo, la profesión de médico requiere de una especialización que la hace relativamente más escasa, por lo debiera corresponderle una mayor retribución. ¿Cuánto más? ¿10 veces? ¿20, 30? ¿40 o más, como se da en algunos casos? Pues bien: no existe la cifra mágica. Ese coeficiente depende del grado de concentración de poder que existe en la sociedad en cuestión. Donde hay poderosas asociaciones gremiales, acuerdos soterrados con los laboratorios, fuertes restricciones a la cantidad de médicos autorizados a ejercer y sistemas de salud pública de mala calidad (lo que implica que la salud privada, de mejor estándar —no por sí misma, sino por el bajo nivel con que se la compara—, subirá de precio), tenderá inevitablemente a ser elevado. Si, por el contrario, existen organismos empoderados y normativas drásticas de defensa del consumidor, un número suficiente de médicos y especialistas, y sistemas de salud pública gratuita de calidad superior, tenderá, inevitablemente también, a disminuir.
Son pues los países los que, consciente o inconscientemente, deciden sus coeficientes de Gini. Y, por cierto, éstos serán mejores si lo hacen conscientemente, es decir, si el coeficiente de Gini deja de ser una consecuencia, un mero resultado, y pasa a ser un objetivo.
Profundicemos un poco. Si un país posee un Coeficiente de Gini inferior a 0,30 usted podría apostar que el poder está repartido entre sus ciudadanos y un gran porcentaje de ellos está en condiciones de ejercerlo; que sus normativas de defensa de los derechos civiles son muy estrictas y éstos (educación, salud, vivienda, trabajo, justicia, alimentación, seguridad, recreación, etc,), muy elevados, que los controles asociados son férreos, que existen poderosos mecanismos redistributivos y que su sistema político es altamente transparente, participativo y con mínimas barreras a la entrada. Muy probablemente habrá una organización estatal independiente, un “cuarto” poder del mismo nivel de los tres restantes, encargada de la defensa de los mencionados derechos. También un sindicalismo fuerte y elevadas dosis de educación cívica. Hablamos de un país donde, con una alta probabilidad, los ciudadanos pueden ser dueños de su propio destino. Lo llamaremos un país de hombres libres.
A medida que desciende por la escala de la desigualdad usted puede tener la certeza de que los controles se irán debilitando hasta volverse inocuos; que las organizaciones de defensa del consumidor y las sindicales perderán poder hasta llegar, incluso, a desaparecer; que la educación cívica será, paulatinamente, relegada al olvido; que la normativa de defensa de los derechos ciudadanos se hará cada vez menos estricta y menos asequible al ciudadano promedio (es muy probable que tratar de ejercerla resulte excesivamente oneroso); que los mencionados derechos menguarán como el nivel del agua en un pozo de arena; y que el sistema político se irá tornando progresivamente más restrictivo y elitista hasta llegar a ser casi inaccesible, extremadamente turbio y poco participativo (¿le suena familiar esta descripción?). Con seguridad encontrará usted grupos económicos de creciente poder que irán monopolizando la oferta de ciertos bienes y servicios (todo lo que huela a financiero e inmobiliario, por ejemplo), y acumulando, junto a unas pocas familias de las llamadas “tradicionales”, porcentajes cada vez más relevantes de la tierra, de los recursos naturales y de la riqueza; grupos económicos cuyos tentáculos llegarán a estar enquistados hasta lo más profundo en los sistemas político y judicial, que acapararán los medios de comunicación y cuyos lobistas se encargarán de desarticular cualquier pretensión de hacer más equitativa la distribución del poder y, por ende, de la riqueza (¿le sigue resultando familiar?).
Así las cosas, en un segundo escalón —coeficientes de Gini entre 0,31 y 0,40— hallaremos países donde existe ya una clara diferenciación entre “jefes”, la elite, y “empleados”, la gran mayoría de la población, aunque éstos últimos estarán, en promedio, relativamente bien remunerados. Los llamaremos países de dependientes.
En un tercer escalón —coeficientes de Gini entre 0,41 y 0,50— encontraremos que la diferencia se acrecienta aún más: los jefes dejan de serlo y pasan a ser “patrones”. A los países que están allí ubicados los llamaremos países de sirvientes.
En un cuarto escalón —coeficientes de Gini entre 0,51 y 0,60—, las diferencias se vuelven casi intolerables. Sólo la brutal concentración del poder político las vuelve sustentables. Aquí los patrones pasan a ser “señores”. A estos países los llamaremos “países de vasallos”.
Y finalmente, en un último escalón —coeficientes de Gini sobre 0,60— estamos en el peor de los escenarios. Quienes no pertenecen a la elite, tienen mínimos derechos, casi no participan en la propiedad de la tierra y de los recursos naturales, y están virtualmente indefensos frente al accionar de aquellos que detentan el poder. Aquí los señores pasan a ser “amos”. A estos países los llamaremos países de esclavos.
Éste es el mundo actual, amigo lector. Así están las cosas: la ambición del individuo aplastando sin asco al bien común y a sus semejantes.
¡Ah! Y por cierto ¿qué hay de Chile? Bueno… con su Coeficiente de Gini de 0,52, Chile es un país de vasallos.