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El arca de Michelle

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Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
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Compleja tarea le espera a Michelle, qué duda cabe. A los que somos espectadores, en todo caso, sólo nos resta aguardar que ella sortee exitosamente este duro trance que, voluntariamente, eligió enfrentar.


Hace unos 5.000 años, un señor llamado Noé recibió un encargo de Dios Padre. Debía ocuparse de llevar a la práctica las instrucciones divinas destinadas a salvar a la creación del desastre: construir un arca, reunir una pareja de animales por especie, embarcarlas y luego, una vez que el diluvio lo inundara todo, maniobrar la gran embarcación hasta encallarla, 40 días y 40 noches después, en la cima del monte Ararat.

Convengamos en que no la tuvo fácil. Pese a que contaba con el apoyo celestial, la tarea le resultó titánica. Tuvo, por ejemplo, que conseguir financiamiento (sin preocuparse de las tasas ni de los plazos, por suerte para él, ya que sabía de antemano que sus usureros acreedores morirían ahogados), ubicar a los proveedores de las materias primas necesarias y adquirirlas (desconozco si existía alguna norma de calidad ISO en esa época), contratar trabajadores (lo que lo obligó a negociar condiciones laborales, satisfacer pliegos de peticiones y enfrentar huelgas), contratar a una oficina de arquitectos (sin preocuparse, gracias al cielo, de los honorarios) para que le elaborara los planos del arca (ignoro si había permisos o patentes municipales involucrados), y proceder a construirla (con todos los inconvenientes que se presentan en obras de semejante tamaño: huelgas, accidentes, problemas con la calidad de los materiales, rechazos por inspección, etc.).

Después tuvo que visitar a los animales, convencerlos de apoyar el proyecto (los burros y las mulas deben haber requerido una estrategia especial), preocuparse de su transporte, subirlos al arca, mantenerlos debidamente separados para evitar reyertas o, más grave aún, cacerías internas (no podía dejar juntos, por ejemplo, a los zorzales con las lombrices ni a los gatos con los canarios), y entretenerlos hasta el momento preciso del diluvio (les recuerdo que no había TV en esa época). Por último, ya con la furia divina desencadenada, debió estar pendiente de su alimentación (¿alimentos concentrados de diferente sabor, según la especie?), de su salud (con el clima lluvioso, los resfríos y las gripes andaban a la orden del día), de que hicieran sus necesidades (¿se imagina el medio problemita con los elefantes, hipopótamos y rinocerontes?), y de mantenerlos a raya durante el vendaval completo, con todos los conflictos que el encierro, el hacinamiento, la diversidad natural y las tentaciones, con plena seguridad, provocaron. La asesoría de su Mandante le ayudó, desde luego (no es menor disponer de un asesor con semejante currículo), pero igual Noé envejeció de golpe varios años y terminó con canas verdes tras tan extrema y agotadora vivencia.

Quizás por eso mismo, no se ha vuelto a tener noticias de experiencias similares en los años posteriores.

Hasta ahora, claro.

Porque ocurre que en cierto país llamado Chile, apareció una émula de Noé llamada Michelle. Ella, pese a lo traumático de la bíblica experiencia, valientemente afrontó otra vez la monumental obra de milenios atrás: construir un arca y reunir en su interior a una variopinta masa de seres vivos de orígenes, intereses, creencias, competencias y experiencias (tantas encias juntas, Dios mío) no sólo disímiles, sino derechamente opuestos en algunos casos, para salvarlos del desastre y de la desaparición, y conducirlos, tras una ardua navegación, a la cima del nuevo Ararat.

Hay ciertas diferencias, por cierto, entre Michelle y Noé. Primero, aunque sus seguidores le reconozcan condiciones de santidad, Michelle, hasta donde sabemos, no actúa por mandato divino.  Segundo, pese a que algunos se comportan como tales, su carga no está compuesta por animales, sino por seres humanos. Tercero, no es a la creación a la que tiene que salvar, sino sólo a la concertación. Cuarto, si bien, al igual que su antecesor, requiere de financiamiento, éste le llega con mayor facilidad, tras muy breves trámites y a tasas mucho más convenientes que a ella (lo negativo es que, seguramente, tendrá que pagarlo, ya que no se visualizan posibilidades de que sus acreedores perezcan ahogados). Quinto, ella no ha tenido que andar detrás de sus pasajeros para subirlos al arca; por lo que se conoce, son ellos mismos los que le han pedido, suplicado incluso, que los guíe hasta allí.

La disimilitud más importante, sin embargo, la que podría calificarse de crucial, es el punto de destino del arca. Mientras el de la que conducía Noé, el monte Ararat, se definió en la relación de éste con su Supremo Mandante (desconozco si como fruto de una negociación entre ambos o, lisa y llanamente, de una orden del segundo), el de la que conduce Michelle aún no ha sido definido, y se desconoce si lo será alguna vez.

Como usted, estimado lector, con su natural perspicacia, concluirá fácilmente, este es un punto demasiado relevante. Noé la tenía fácil. El Pulento (así le llamaba, allá por los 80, un predicador del Paseo Ahumada) no sólo era un asesor experto, el mejor disponible en el mercado de esa época, sino que además estaba involucrado en el éxito del proyecto. Mal que mal, la idea de salvar a los animales había sido de su autoría. De manera que hizo todo lo divinamente posible para garantizar su éxito. Michelle, en cambio, tiene que arreglárselas sola. Y si construir el arca ya era una tarea titánica, imagine usted que calificativo merece la de poner de acuerdo, sin ayuda divina, a la tripulación y a los pasajeros acerca de su meta.

Desde luego, no es éste el único punto que Michelle tendrá que resolver. Al igual que su antecesor deberá enfrentar los efectos que el hacinamiento y el prolongado encierro generen en tan disímiles pasajeros, y las tentaciones que a éstos les produzca el contenido del arca. La convivencia será difícil, qué duda cabe. Tanto que en este temprano momento, cuando el proceso de embarque aún no finaliza, ya se advierten signos de inquietud: pequeños roces, incomodidades menores, tímidos salivazos, uno que otro codazo solapado, algunos intercambios de pareceres un poco subidos de tono, hasta unos pocos puntapiés huachos por ahí. Nada grave, en todo caso, al menos por el momento.

Lo complicado, y eso lo debe saber muy bien Michelle, vendrá después, cuando ya todos hayan subido y se desate por fin el diluvio. Ahí, de seguro, las divergencias crecerán en intensidad, y cuando éste llegue a su apogeo, se desencadenarán a todo trapo. No sólo el lugar de destino estará en discusión. Los cargos de la tripulación (oficiales, subalternos, sobrecargos, hasta camareros y aseadores) se disputarán a sangre y fuego. Seguramente los alimentos, abundantes pero no ilimitados, no serán suficientes para todos, y algunos más agresivos intentarán saquear la despensa. Los cuchillos largos saldrán a relucir, y las patadas y zancadillas se volverán pan de cada día. Michelle necesitará entonces toda su hábil muñeca, y mucha voluntad, creatividad y una paciencia a toda prueba, para salir adelante. Primero, para seleccionar su destino (le encargo la batalla campal que se va a armar); segundo, para elegir a su tripulación (aunque Michelle no sea creyente, la trifulca aquí adquirirá proporciones bíblicas); tercero, para ordenar a los pasajeros (en especial a los que no fueron considerados en la repartija); y cuarto, como si lo anterior fuera poco, para maniobrar el timón y, en medio de la tormenta, conducir con éxito la pesada embarcación hacia la anhelada meta.

Echará de menos Michelle, le garantizo, una buena comunicación con el Supremo Hacedor. Lamentará, seguramente, el no poder, en los momentos más álgidos de la travesía, contactarse con Él para pedirle su apoyo, ni su asesoría, ni su guía experta. Tendrá que batirse solita. No le quedará otra. Salvo que algunos de sus oficiales, que tienen línea abierta de manera permanente con la divinidad, se consigan, como por debajo, algunas ayuditas, y tengan la habilidad de trasmitírselas sin que ella se percate de su procedencia.

Compleja tarea le espera a Michelle, qué duda cabe. A los que somos espectadores, en todo caso, sólo nos resta aguardar que ella sortee exitosamente este duro trance que, voluntariamente, eligió enfrentar. Que termine de llenar la nave, que distribuya bien a su tripulación, que acomode sin inconvenientes a sus pasajeros, que defina su derrotero, y que luego sea capaz de sortear con éxito las duras pruebas que éstos y el diluvio le pondrán por delante. Que de verdad consiga maniobrar con destreza su gigantesca embarcación, para hacerla surcar con fluidez por las tempestuosas aguas y encallarla por fin en la cima del monte Ararat.

Y aunque tampoco nos manejemos en íntimo contacto con el Divino Hacedor, no está demás plantearle a Éste que le pegue, de vez en cuando, una apuntalada. Para que mantenga al menos la embarcación a flote y no pierda el rumbo.

Y en especial, para que Michelle no envejezca demasiados años de golpe ni le salgan canas verdes.

Aunque en estos tiempos de la cosmética, si llegaran a aparecerle, no tendríamos cómo comprobarlo.

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