Nuestro sistema de partidos, aparentemente sólido y estable a juzgar por la bajísima volatilidad electoral exhibida desde 1990, manifiesta peligrosos síntomas de debilidad subyacente: bajo arraigo social de los partidos y escasa presencia en las organizaciones intermedias, declinante valoración y confianza ciudadana y una marcada debilidad institucional expresada en precariedad de recursos, escasa formación de equipos y mínimo trabajo programático. Los partidos políticos, si las encuestas no mienten, cada vez representan menos a la sociedad actual.
La transformación de buenas ideas en políticas públicas depende esencialmente de la funcionalidad del sistema político. Y no podrá funcionar bien un sistema político que, a pesar de los logros alcanzados por el país en las últimas décadas, parece hundirse en un desprestigio que lesiona la esencial función de representar con legitimidad a la sociedad en el manejo de los asuntos públicos. Difícil es la tarea de gobernar cuando el sistema político exhibe crecientes señales de descrédito y fatiga. La importancia de la gobernabilidad, como la del oxígeno, solo parece advertirse cuando escasea. Y la gobernabilidad que Chile merece y necesita para no descarrilar en su camino al desarrollo parece exigir reformas mayores a su sistema político. Por ello, esperamos que nuestras propuestas puedan aportar a este cambio necesario y urgente.
Por cierto, reformar el núcleo del sistema de toma de decisiones en una democracia no es tarea fácil. Revisar la regulación aplicable a los partidos, el sistema electoral o, más aún, el sistema de gobierno, equivaldría a refundar nuestra democracia en democracia. Ante ello, la tentación de la inercia es grande, tanto para quienes prefieren negar lo síntomas del deterioro actual, como especialmente para quienes hoy mantienen posiciones de poder que pudiesen verse amenazados por el cambio. Sin embargo, mayor aún que la dificultad que supone aprobar una reforma de este tipo es la importancia de llevarla a cabo antes de que sea una crisis política de proporciones la que nos haga pagar caro la miopía y termine forzando transformaciones en escenarios en que las turbulencias dominen al diálogo y a la razón.
[cita]Nuestro sistema de partidos, aparentemente sólido y estable a juzgar por la bajísima volatilidad electoral exhibida desde 1990, manifiesta peligrosos síntomas de debilidad subyacente: bajo arraigo social de los partidos y escasa presencia en las organizaciones intermedias, declinante valoración y confianza ciudadana y una marcada debilidad institucional expresada en precariedad de recursos, escasa formación de equipos y mínimo trabajo programático. Los partidos políticos, si las encuestas no mienten, cada vez representan menos a la sociedad actual.[/cita]
No hay democracia sin partidos, ni buena democracia sin buenos partidos. Nuestro sistema de partidos, aparentemente sólido y estable a juzgar por la bajísima volatilidad electoral exhibida desde 1990, manifiesta peligrosos síntomas de debilidad subyacente: bajo arraigo social de los partidos y escasa presencia en las organizaciones intermedias, declinante valoración y confianza ciudadana y una marcada debilidad institucional expresada en precariedad de recursos, escasa formación de equipos y mínimo trabajo programático. Los partidos políticos, si las encuestas no mienten, cada vez representan menos a la sociedad actual, por lo que la estabilidad electoral debe atribuirse más a las barreras de entrada que supone el sistema electoral binominal, que a la preservación de sus atributos de representación político-social.
Chile necesita mejores partidos. Partidos más programáticos, responsables y mejor conectados a las realidades sociales emergentes. La inercia no obrará milagros. Es posible y necesario intentar un nuevo pacto entre la sociedad y los partidos políticos en el que, a cambio de financiamiento estatal a sus actividades regulares, se exija el cumplimiento de ciertas “virtudes republicanas”. No todo partido da lo mismo, por ello quienes aspiren a dinero público debieran cumplir exigentes estándares en materia de transparencia, democracia interna, presencia regional, participación de mujeres, jóvenes y minorías, y un fuerte énfasis en la construcción programática y formación de equipos. La evidencia internacional y la literatura especializada sugieren que los partidos programáticos legitimados —aquellos que representen corrientes de pensamiento con fuerte arraigo social, promoviendo un conjunto estable y predecible de propuestas e ideas— son los que sostienen democracias de buena calidad.
La base de la representatividad política está dada por el sistema electoral. No es bueno, por definición, un sistema cuestionado por la mayoría de las fuerzas políticas y de la opinión pública. Validar socialmente el modo de elegir a nuestros parlamentarios, propiciando mayor competencia y renovación de liderazgos parece imperativo para contrarrestar los alarmantes niveles de descrédito de los representantes. Ello puede y debe hacerse buscando el debido equilibrio entre proporcionalidad y formación de mayorías. El desafío, más que técnico, es político.