Asumir que la transición a la democracia y el establecimiento en Chile de un Estado fuerte capaz de gobernar el mercado y ganar derechos sociales extendidos resultó ser mucho más complejo y largo que lo que preveía el diseño inicial, no implicaba, al menos para algunos de nosotros, abandonar la vocación de transformación radical de la sociedad desigual, excluyente y polarizada que construyó la dictadura.
La jornada del 5 de octubre de 1988 fue el momento fundacional de un camino que llevó a la transición y al tipo de democracia actualmente vigente. Bajo ese título es vista hoy, con frecuencia, con la lógica del desencanto. No obstante, su evaluación debe ser más compleja.
Declaremos desde ya que “la alegría vino”, pues derrotar a Pinochet en un plebiscito convocado por él mismo le provocó sonrisas hasta a los más indiferentes. Y ciertamente a los millones que se jugaron por dejar atrás a la dictadura y votaron por la opción NO, y decididamente a las más de 60 mil personas que organizaron el control de los resultados del plebiscito, con alma y pasión, y que pudieron contar más del 90 % de los votos de manera independiente del Estado. Esa movilización social y civil convocada por los partidos democráticos, sin parangón en los procesos electorales modernos, contribuyó a disuadir a todos los que quisieron esa noche desconocer el resultado. Sabemos hoy que eso incluyó el intento de declaración de Estado de Sitio por Pinochet y su Ministro del Interior, Fernández, (una vez más la sombra de la UDI), que fue rechazado por el resto de la junta militar y de la derecha política, que intuía que el camino del desconocimiento podía terminar mal para ellos, al estilo de Ferdinand Marcos en Filipinas.
Sin embargo, para quienes esperaban superar a breve plazo todos los dolores individuales y sociales acumulados en 16 años de dictadura, ciertamente la alegría no vino ni, agrego por mi parte, difícilmente podía llegar, pues la heridas humanas eran demasiado profundas y la regresión social demasiado severa. Es obvio, además, que la alegría simplemente no es un estado permanente. Convengamos, entonces, que la ironía amarga del tipo “¿no era que iba a venir la alegría?” frente a cada problema de los últimos 25 años, es no saber apreciar una victoria democrática colectiva que merece ser celebrada y recordada como uno de los grandes momentos de la historia contemporánea de Chile.
En la configuración de la arena del 5 de octubre de 1988 confluyeron los que querían una nueva legitimación de la dictadura, los que querían un tránsito a una democracia doblemente tutelada militarmente y por las oligarquías económicas, y los que queríamos derrotar y desbordar políticamente a la dictadura desde la oposición de centro y de izquierda para construir una democracia moderna y progresista.
Los que en la izquierda promovimos la llamada “renovación socialista” fuimos tempranos y activos partidarios de configurar esa arena de lucha política, y fuimos denostados por la izquierda sectaria (“inscripción=traición” escribían en los muros, incluidos algunos de los hoy organizadores de las celebraciones de los 25 años que nunca se identificaron con el arcoiris). Apreciábamos entonces que debía construirse una línea de derrota política de la dictadura a través de un proceso de desobediencia civil generalizada y de alianzas partidarias amplias (incluso con quienes habían contribuido decisivamente a derrocar al Presidente Allende en 1973 y colaborado inicialmente con la dictadura en una actitud que no los enaltece históricamente) y no una línea de acciones militares sin viabilidad en las condiciones de la dictadura chilena, y que en caso de éxito prefiguraría, habíamos concluido después de amargas experiencias, un autoritarismo contrario a los propósitos democratizadores. Además, se trataba de definir sin equívocos, y no como una cuestión táctica en la vena leninista, que la democracia sería el espacio y límite de la acción política futura, en un contexto de plena autonomía de la sociedad civil y con una ruptura clara con cualquier alineación con los llamados “socialismos reales”. El proyecto de cambio debía ser progresivo y estar sujeto a la obtención de las mayorías populares y ciudadanas suficientes.
[cita]Asumir que la transición a la democracia y el establecimiento en Chile de un Estado fuerte capaz de gobernar el mercado y ganar derechos sociales extendidos resultó ser mucho más complejo y largo que lo que preveía el diseño inicial, no implicaba, al menos para algunos de nosotros, abandonar la vocación de transformación radical de la sociedad desigual, excluyente y polarizada que construyó la dictadura.[/cita]
La opción alternativa era prolongar los intentos de lucha armada, legítimos frente a una tiranía, pero ahora en una escala mucho mayor, y confrontar a la dictadura donde ésta era más fuerte, en el terreno militar, y no en el terreno del desborde social y político, donde era más débil, como terminó demostrándose. Mi compañero de colegio Raúl Pellegrin, no lo entendió así, y quiso relanzar con su FPMR la lucha armada apenas dos semanas después del 5 de octubre. Pagó con su vida en manos de una represión inhumana el postrer intento de replicar la revolución cubana y nicaragüense en Chile.
Así, entre la continuidad de la dictadura y los sufrimientos de una lucha armada prolongada con miles de muertos adicionales, o bien abrir un proceso incierto de transición a la democracia, hubimos quienes pensamos que más valía lo segundo. Y así actuamos. Pero era una tarea exigente, si el objetivo era el horizonte de la democracia política y social, que implicaba luchar (“la política es lucha” decía Max Weber) contra el doble condicionamiento constituido por la tutela militar y la tutela de las oligarquías económicas sobre la soberanía popular, ambas contenidas en la constitución de 1980. Se trataba de acumular fuerza política, social y cultural a partir de una situación adversa, y con una derecha y un pinochetismo electoralmente fuertes.
En materia de tutela militar, después de sinuosos e inesperados caminos, como la detención de Pinochet en Londres, el proceso fue definitivamente exitoso, lo que terminó de consagrarse en el gobierno de Ricardo Lagos, lo que la historia alguna vez le reconocerá, pese a sus detractores altisonantes, así como a los mandos que cambiaron la doctrina del Ejército. Quien no quiera admitirlo, simplemente comete un error de hecho: los militares no determinan el curso político en el Chile de hoy y son probablemente menos intervencionistas que en cualquier otra etapa de la vida republicana. Decenas de oficiales detenidos en Punta Peuco están para demostrarlo (dicho sea de paso, una cárcel sin privilegios pero segmentada es una opción que defendí y sigo defendiendo, aunque las voces de los tiempos digan otra cosa). En todo caso, es una curiosa discusión sobre la impunidad militar la que consiste en deliberar acerca de dónde deben estar prisioneros los violadores a los derechos humanos condenados por la justicia. Los tribunales, desde inicios de este siglo, aluden la prevalencia de los tratados internacionales firmados por Chile en materia de derechos humanos para declarar los crímenes contra la humanidad inamnistiables e imprescriptibles. Esto se debe a la reforma constitucional pactada y plebiscitada en 1989, que consagró el actual artículo 5ª de la constitución vigente. No es poca cosa.
La segunda gran tarea, levantar la tutela de las oligarquías económicas sobre la democracia, ha sido, en cambio, un resonante fracaso. La economía está más concentrada que nunca, los ingresos permanecen distribuidos de manera escandalosamente desigual y la explotación de los recursos naturales y sus frutos está como nunca en manos de privados y transnacionales rentistas y no de la Nación chilena. Esto se debe a la mantención de senadores designados durante 16 años y, todavía, del sistema binominal y los quorum antidemocráticos de leyes orgánicas, muy equivocadamente concedidos estos últimos en 1989. Y a dos fenómenos adicionales. Primero, en la esfera intelectual, al proceso de personas influyentes que fueron primero doctrinarios ortodoxos marxistas-leninistas o bien humanistas cristianos y que se adscribieron luego a la visión neoliberal. Segundo, a la reconversión de una parte significativa de la dirigencia política de centro y de izquierda al pragmatismo puro y simple y el abandono del impulso reformador original en beneficio de una conducta meramente adaptativa para ocupar espacios de poder burocrático, o simple y tristemente para obtener un reconocimiento por los factores de poder existentes en la sociedad chilena.
Asumir que la transición a la democracia y el establecimiento en Chile de un Estado fuerte capaz de gobernar el mercado y ganar derechos sociales extendidos resultó ser mucho más complejo y largo que lo que preveía el diseño inicial, no implicaba, al menos para algunos de nosotros, abandonar la vocación de transformación radical de la sociedad desigual, excluyente y polarizada que construyó la dictadura.
El proyecto político de “crecimiento con equidad” que tuvo origen en la Concertación, dio un fuerte giro hacia políticas de subordinación al mercado y a los intereses de las grandes corporaciones, dejando de lado las reformas estructurales igualitarias que eran el núcleo crítico que debía acompañar el cambio de régimen político. Se terminó pactando con la derecha en temas esenciales, como la privatización del cobre, del litio, de las aguas y las sanitarias, contra la opinión de algunos de nosotros, los “autoflagelantes”, que fuimos derrotados. Se autorizó el financiamiento de las empresas a las campañas electorales. Incluso en la oposición se hizo concesiones inaceptables, como en materia de sistema escolar y de royalty minero en 2010 y 2011, con la consecuencia de ceder espacios a la privatización educacional y la pérdida de soberanía sobre las rentas del cobre hasta 2024. Estas conductas no fueron congruentes con el espíritu del 5 de octubre.
¿Cuál es la agenda pendiente? Desarrollar la democracia para hacer efectivo el rol de los poderes públicos en la vida económica, con un Estado Social de Derecho capaz de organizar la cohesión de la vida colectiva y el respeto del ambiente, así como consagrar un rol igualmente decisivo para la auto-organización de la sociedad civil. Esto requiere de una nueva constitución, cuya elaboración históricamente más civilizada e institucional es la que puede realizar una asamblea constituyente elegida especialmente para el efecto, en base a un pronunciamiento de los ciudadanos en un plebiscito convocado por el gobierno con el aval del parlamento. Los que descalifican el camino de la asamblea constituyente como un desvarío chavista no se detienen a pensar que ha sido el gran factor de estabilidad democrática en países como Brasil y Colombia.
La izquierda democrática chilena debe, en definitiva, recuperar su rol histórico sobre la base de plantearse viabilizar cinco grandes temas:
– una nueva institucionalidad democrática para nuevos derechos civiles, participación política equitativa y descentralización;
– una política económica desarrollista, con énfasis en infraestructura, I+D, política industrial, expansión de energías no convencionales, con desconcentración de mercados, diálogo social, derechos laborales que incluyan negociación colectiva interempresas y participación en las utilidades, acceso al crédito a las Pymes, derechos colectivos de los consumidores, reforma tributaria progresiva, el control nacional de la renta minera y una política monetaria con tarea antiinflacionaria y además de promoción del empleo en el manejo del ciclo económico;
– una nueva política social contra la desigualdad que: a) sustraiga la educación y la cultura del mercado, b) sustituya la mercantilización de la protección social en salud, pensiones y desempleo por sistemas públicos y sociales universales, es decir una propuesta hacia las clases medias y populares, y, c) elimine el «clientelismo bonista y de subsidios», con integración por el empleo en formas de economía social y cooperativa local y por derechos de ingreso de ciudadanía para las personas en condición de precariedad y marginación;
– una nueva política de desarrollo territorial, con programas de intervención urbana que amplíen el espacio público y mitiguen la fractura social espacial y la privatización de la vida cotidiana, junto al ecodesarrollo de los espacios urbanos y rurales y la protección de los recursos naturales.
– una política exterior autónoma, que promueva la integración vecinal activa (con ampliación de nexos con Argentina, acuerdo equitativo de salida al mar para Bolivia y mejoría de relaciones con Perú, incluyendo un proceso de desarme compensado), una mayor integración política en seguridad colectiva, económica y migratoria sudamericana y una articulación latinoamericana en la gobernabilidad global.
En vías de terminar el corto ciclo gubernamental de la derecha, incapaz de ofrecer un proyecto inclusivo de país, es de esperar que no vuelva por sus fueros la continuidad del método político de no analizar las causas de las derrotas, señalizar para un lado y virar para el otro, no plantear temas controversiales en las campañas porque alejan electores ni aplicar luego los programas en el gobierno porque afectan la estabilidad. Esa es, a estas alturas, la mayor garantía de inestabilidad futura, de deterioro de la democracia y de alejamiento de la esperanza abierta el 5 de octubre de 1988.