Nada más injusto que calificar al triunfo del “No” como una promesa incumplida. Porque fue gracias a ese triunfo, a la apertura de esas mínimas condiciones de democracia formal, que hoy podemos pedirle cuentas a la clase política por sus promesas incumplidas en los últimos veinticuatro años, de democratización de las instituciones políticas, de verdad y justicia ante las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura, y de cambios sociales hacia una mayor igualdad en las condiciones de vida de las personas.
Al cumplirse veinticinco años del triunfo del “No” en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, que derrotó -al menos en las urnas- a la más brutal tiranía que haya existido en la historia de Chile, debo decir que ese triunfo representa para mí el más hermoso recuerdo que conservo de mi adolescencia.
Yo tenía quince años de edad recién cumplidos, había nacido poco más de un mes antes del golpe de Estado, en el seno de unos padres pertenecientes a una emergente clase media, de primera generación con estudios universitarios, que me enseñaron desde muy pequeño el valor del respeto por las demás personas y la virtud de la tolerancia con las ideas ajenas. Pero también me advirtieron del peligro que significaba expresar opiniones contrarias al gobierno dictatorial de aquella época. Éramos una de las tantas familias chilenas que estaban sometidas a la cultura del miedo.
De ahí que las imágenes de la franja del “No” en la televisión –que se transmitía por apenas quince minutos cada noche de lunes a viernes, después de los programas estelares, y los sábados en la mañana- me causaran una gran impresión. Porque después de tanto temor a la disidencia, era realmente impresionante ver en la pantalla a artistas, políticos, animadores y gente común y corriente expresarse con valentía en contra de la dictadura, entre ellos a Patricio Bañados como conductor de la franja opositora, con ese temple democrático que nos hacía tanta falta.
Después de quince años de silenciamiento y represión, era increíble ver a toda una ciudadanía movilizarse sin miedo, sin odio y sin violencia con la esperanza de derrocar a un régimen de terror a través del sufragio, bajo el sonido de un hermoso himno lleno de optimismo: “La alegría ya viene”; “hasta cuándo ya de abusos, es el tiempo de cambiar”; “porque sin la dictadura la alegría va a llegar”; “terminemos con la muerte, es la oportunidad de vencer a la violencia con las armas de la paz”… Todo ello no deja de conmoverme hasta el día de hoy.
Fue en medio de esa gran conmoción, que decidimos con mi hermano menor, que tenía apenas 11 años de edad, hacer unos afiches del “No” con lápices de colores e ir a pegarlos a un panel instalado sobre unos pilares de dos metros de altura, ubicado en una plaza de nuestro barrio, donde sólo habían afiches en el lado del “Sí” y ninguno en el sector reservado para el “No”. Lo que nos parecía inconcebible.
Mientras mi hermano y yo estábamos en esa plaza, unos estudiantes universitarios, sentados en una banca, nos observaban entre risas cómo intentábamos encaramarnos infructuosamente en aquel panel. Luego ellos se acercaron a ayudarnos, haciéndonos pisaderas con sus manos. Gracias a esos estudiantes logramos pegar nuestros artesanales afiches alusivos al “No”.
También recuerdo que fue particularmente divertido cuando en pleno período de fiestas patrias, en un baile de colegio en el que yo participaba con mucho entusiasmo, repentinamente se produjo un corte de luz. Acto seguido comenzaron a manifestarse mutuamente los del “Sí” contra los del “No”, en un eufórico intercambio de gritos y palmoteos que no había vivido nunca.
Y ya en la madrugada del 6 de octubre de 1988, después que Pinochet por fin había aceptado a regañadientes su derrota frente a sus pares, cuando el subsecretario del Interior confirmaba frente a todos los medios de comunicación social que el porcentaje de votos “No” había superado el 53%, todos en mi casa gritábamos de alegría por aquel triunfo, que nos parecía de lo más increíble. Ese mismo día, con varios de mis amigos nos repartimos efusivos abrazos. Por fin la dictadura llegaba a su término.
Podrá decirse que el plebiscito del 5 de octubre de 1988 permitió instalar el modelo neoliberal y autoritario, que Pinochet y sus partidarios plasmaron en su constitución, impuesta ocho años antes a través de un fraudulento plebiscito en 1980: sin registros electorales, con mesas compuestas únicamente por sus partidarios, sin libertad de expresión para los opositores y con los agentes de la C.N.I. votando varias veces. Ello es plenamente cierto.
Así como también es cierto que, veinticinco años después, sigue imperando la misma constitución que la dictadura impuso para legitimar su proyecto ideológico, y que pese a sus más de cien modificaciones, todavía mantiene la misma estructura de capitalismo ilimitado con una democracia restringida, incapaz de generar cambios sustanciales a la excesiva privatización heredada de la dictadura, que quebrantó el acceso y la calidad de la educación y salud públicas, el derecho a la sindicalización y los espacios púbicos de participación social.
Pero no es menos cierto que el triunfo del “No” fue la única posibilidad real que tuvo la oposición pacífica, en aquel entonces, para que se reabrieran las puertas de un régimen de elecciones libres, periódicas e informadas.
Y aunque la democracia no se agote en el sufragio universal, sino que se nutre del respeto y protección de aquellos derechos fundamentales, conocidos modernamente como Derechos Humanos, sin los cuales el régimen democrático resulta imposible, la campaña del “No” tampoco prometió más que la libertad del pueblo para elegir a sus gobernantes, como efectivamente ocurrió catorce meses después.
Por ello, nada más injusto que calificar al triunfo del “No” como una promesa incumplida. Porque fue gracias a ese triunfo, a la apertura de esas mínimas condiciones de democracia formal, que hoy podemos pedirle cuentas a la clase política por sus promesas incumplidas en los últimos veinticuatro años, de democratización de las instituciones políticas, de verdad y justicia ante las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura, y de cambios sociales hacia una mayor igualdad en las condiciones de vida de las personas.
Pero no obstante nuestras legítimas reivindicaciones ante las promesas incumplidas de los gobiernos democráticos, también debemos recordar, como bien dijo el gran escritor mexicano Octavio Paz, que “la democracia no es un absoluto ni un proyecto sobre el futuro: es un método de convivencia civilizada. No se propone cambiarnos ni llevarnos a ninguna parte; pide que cada uno sea capaz de convivir con su vecino, que la minoría acepte la voluntad de la mayoría, que la mayoría respete a la minoría y que todos preserven y defiendan los derechos de los individuos.”
Por lo tanto, la democracia no es perfecta, y siendo ella nada más que un método de convivencia civilizada, nuestra aspiración por una Nueva Constitución, que se ha manifestado con mayor fuerza en estos últimos dos años, en vez de buscar una nueva ideología o un “modelo alternativo de desarrollo”, ¿no debiera enfocarse a establecer un orden democrático pluralista, que garantice aquellos principios y reglas fundamentales, que nos permitan a todos y entre todos una auténtica deliberación ciudadana, y de este modo dejar abiertas las posibilidades de transformación?
En otras palabras, ¿no sería más interesante aspirar a una Nueva Constitución, que siente las bases de una auténtica democracia: representativa y participativa, deliberativa y pluralista?
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl