A sólo un par de semanas de las elecciones presidenciales y parlamentarias de este año, pareciera que ya todo está definido. Mientras Bachelet mantiene la calma del que sólo necesita seguir la ruta para alcanzar la meta. Los demás, disputan contiendas particulares: algunos ser la cabeza de ratón en las izquierdas, otros, alcanzar algún porcentaje digno de intercambiar por alguna prebenda. En general, es una mezcla de ambos objetivos. Así presentada, es una elección donde las alternativas están muy vaciadas de política y también muy separadas de los conflictos reales en el Chile neoliberal. En ese marco, la derecha deambula entre candidatos que hace cuatro años habría mirado hasta con ternura, y hoy debe combatir con uñas y dientes. Su Frankenstein favorito, el emprendedor sin escrúpulos, “el vivo”, el espejo popular de Piñera, Parisi, hoy salta directo a la yugular de la Alianza, causando un desangramiento de votos que es difícil pronosticar en qué terminará. Aunque sea menor, el que la Derecha termine estas elecciones en tercer lugar es una posibilidad cierta. ¿Qué sucedió para que el principal conglomerado político opositor del país durante dos décadas y que hoy es la fuerza de Gobierno, cuyo caudal de votos siempre estuvo bordeando la mitad de los electores, esté disputando entre la dignidad y la vergüenza con un charlatán de cuarta categoría como Parisi? Y, su significado de fondo ¿Qué empujes históricos colocaron a la Alianza y su candidata, Matthei, en una situación donde la derrota no es lo peor, sino que sólo la puerta al abismo de la crisis de sentido? En este escrito ofreceremos algunas hipótesis a modo de balance de la derecha en la coyuntura electoral en si misma, pero puesta en una perspectiva histórica del sector.
Primero, eso sí, debemos descartar algunas explicaciones fáciles. Las deformaciones ideológicas son siempre útiles como explicaciones: indican como anomalía algo que según la teoría no debería suceder. Así, la culpa nunca es de la teoría que lee la realidad, sino de la segunda que no se amolda bien a la primera. De esta forma, para muchos en la derecha el asunto se trata de una campaña que ha sido mal hecha, y si es buena, es decir, si presenta bien el ideario y la propuesta de la Derecha, el electorado notará de inmediato que esa es la opción válida, que Matthei es el voto correcto. En el fondo, sería un problema de marketing. Así lo han planteado en varias ocasiones distintos voceros mediales del sector, y no sólo para esta elección, sino que es la explicación favorita, luego que se abandonara el asunto del relato, para los errores del gobierno de Piñera. Y cómo la culpa es de la realidad y no de la teoría, entonces se ha intentado forzar la realidad para que calce, y llevan cuatro años haciéndolo. Puede ser una locura, pero tiene racionalidad en la teoría; y sin teoría no puede haber fuerza política.
La segunda explicación al desastre ha sido que el ideario de la derecha se agotó, y ahora correspondería una nueva derecha. Si bien esto viene desde 2011, cuando Hinzpeter planteaba las tesis de la “Nueva Derecha”, que terminó estrellándose en la represión del 4 de agosto y en la muerte del niño Manuel Gutiérrez la noche del 24 de agosto de aquel año. Y si bien el debate fue fugaz, apurado por las conmemoraciones de los 40 años del Golpe de 1973, que dejaron a la derecha con pocos argumentos para defender lo indefendible; fue suficiente como para establecer algunas trincheras internas en el sector. Ambas explicaciones sirven muy bien a la hora de evitar el desencanto masivo, la desmoralización que recorre de lado a lado a la Derecha, pero no tienen mayor asidero que las maniobras de última hora, que jugadas veloces para ganar un metro más o menos en la carrera electoral. Ni la primera ni la segunda explican el desastre estratégico de la derecha: alcanzar el Gobierno en enero de 2010, bajo condiciones ideales para reimpulsar un ciclo de modernización, y sin embargo terminar, casi cuatro años más tarde, en una crisis en que lo menos malo pareciera ser perder la presidencia, con bandos difusos en algo muy parecido a una guerra civil, donde el principal capital de los partidos, su cohesión como fuerza, está en ruinas.
Creer que todo ello es un problema de marketing o de aspectos de campaña sería creer que la política y los cambios en el estado de ánimo de las mayorías es algo que se puede definir con dos o tres meses de buena publicidad. Creer que se trata de cambiar o renovar el ideario, sin antes aceptar los cambios materiales en las relaciones sociales, es suponer que en la historia las ideas conforman el devenir de los hechos y no al revés.
Explicar a la derecha merita desplegar una lectura más profunda, correspondiente con su centenaria existencia política y con su relación con las clases más poderosas de nuestra historia. Podemos hacerlo en tres niveles de observación. Primero, el origen, ya casi centenario, de la derecha chilena y su desarrollo en el siglo XX. Segundo, su complicidad vital con el Golpe de 1973 y la dictadura. Tercero, la imposibilidad de solucionar ambos problemas en el gobierno de Piñera.
La derecha, como expresión política de las élites del país, encuentra su día cero en algún momento entre el ascenso de Alessandri al gobierno, en 1920, y el triunfo electoral del mismo Alessandri en 1932. Aquello no quiere decir que antes no existiese una expresión política de las clases propietarias, sino por el contrario, todas las fuerzas políticas expresaban distintas facciones de esos grupos, todos los demás sectores sociales (también las mujeres y los indígenas, estaban fuera de la política). No es sino desde los años treinta del siglo pasado que, como bien indica Sofía Correa, la vieja oligarquía de pasado colonial, reinante en todo el siglo XIX “por primera vez tiene que competir en la arena política con fuerzas sociales antagónicas, convertidas en izquierda, las que desde esta posición desafían su control, hasta entonces indisputado, de la riqueza, del poder y de la consideración social”. Por tanto, no siempre hubo una derecha como fuerza política de la oligarquía, esto sólo sucedió cuando el empuje histórico de las fuerzas populares obligó a la segunda a actuar como la primera. De la misma forma se puede entender el rol de medios como El Mercurio: más antiguo que la derecha no puede ser un medio de misión “derechista”, sino que un articulador de posiciones entre las clases propietarias y siempre en pos de su orden.
Si seguimos a Gramsci, podemos intuir que la derecha fue creada para expresar “no mecánicamente, sino de manera viviente” la necesidad de defenderse que sintieron principalmente los hacendados y cierta burguesía nacional. No hubo ni tesis fundantes, ni un proyecto de desarrollo nacional en el origen. Los hacendados querían seguir en un eterno siglo XIX, viviendo el delirio de ser nobles en algún lugar de Europa, y pagaron mucho dinero en campañas y conspiraciones para sostener dicho estilo de vida. Ya avanzado el siglo XX, el pago estaba convertido en un gran pozo de deuda y por la base crecía la presión del sindicalismo campesino, que ilegalizado y todo, no hizo sino crecer desde la década de 1920. Por otra parte, la burguesía nacional nació, al alero de la CORFO, como una burguesía de transición: subsidiada por todos lados, cuyas industrias conformaron procesos de integración vertical, es decir, expendiéndose hacia todos los puntos del proceso de circulación, generando improductivos monopolios, estancamiento tecnológico y un eterno mercado negro de mercancías. La burguesía, ya para fines de los años cincuenta del siglo, era mediocre y fracasada, incapaz de obligar a las fuerzas obreras y al Estado a imponer una urgente modernización taylorista que dinamizase la producción. Por último, el escaso valor de las manufacturas, el estancamiento agroexportador y el control extranjero de la gran minería del cobre mantuvieron una constante ausencia de divisas, lo que sostuvo una endémica y creciente inflación. Deuda, estancamiento productivo, sindicalización en el campo, empoderamiento sindical en la ciudad, radicalización de la izquierda y todo el vendaval internacional que fue, en palabras de Hobsbawm, la tercera oleada revolucionaria de los años sesenta, hizo que los grupos sociales que sostenían a la derecha entrasen en pánico: El pacto social de 1925 amenazaba con romper hacia sus privilegios históricos.
Sofía Correa indica que la derecha intentó en la segunda mitad del siglo XX promover una reforma a dicho pacto social, intentando detener la inflación y hacer despegar la industria. Pero fue incapaz. Primero, porque no pudo contener el empuje historicista popular, arropado por el malestar social que generaron los intentos de liberalizar y sincerar la economía en los gobiernos de Ibáñez y Alessandri (1952-1964). Segundo, y tal vez más importante, porque nunca pudo disciplinar ni la frugalidad de los hacendados ni la mediocridad de la burguesía como para que estos aceptasen los sacrificios de un nuevo pacto social en democracia. Se radicalizó entonces el antagonismo de masas, cuando se realizó la síntesis de lo posible con lo necesario de las clases populares, frente a lo existente y necesario de la dominación oligárquica en crisis.
De ahí a 1973, la derecha delegó el protagonismo y simplemente se dedicó a liquidar la democracia y a entender mejor que la izquierda aquello de que el antagonismo alcanza su grado máximo, de solución, con la violencia política. El Golpe de Estado, concebido seriamente desde 1970 pero preparado ideológicamente desde antes, significó una última jugada de las clases propietarias, en la que se abandonó la política -y por tanto a la derecha como instrumento en ella- y se dio todo el poder al ejército, cuyo carácter de clase se evidenció en 1973. El 11 de septiembre de aquel año marcó a fuego a toda la política que le ha seguido por cuatro décadas, precisamente porque reorganizó la estructura económica y de ahí las fuerzas sociales que allí se constituyen. La derecha histórica, la de la hacienda y la burguesía fracasada, se hundió junto al breve siglo XX republicano.
En su lugar nació una nueva derecha, con una desconfianza de origen en las organizaciones populares, en la democracia de masas, porque sus cuadros se fraguaron en la resistencia al Movimiento Popular de 1970-73. Son golpistas porque los militares salvaron el Chile que consideraban correcto. Esa nueva derecha, gremialista y con antiguos “nacionales” post-hacendales, tiene una complicidad con la dictadura, porque en el fondo saben que el terrorismo de Estado fue la única forma de refundar la economía al nivel que ha tenido desde 1986 y que la derecha actual observa orgullosa. También porque heredaron de la vieja derecha la valoración de la violencia estatal como mecanismo disciplinante de las clases subalternas. Las masacres efectuadas en interés de las clases propietarias han sido una tradición nacional desde 1830. A su vez, la Constitución de 1980, punto de origen de la democracia infértil que existe hoy, fue pensada como solución política por la derecha al dilema del siglo XX: establecer una democracia que no contenga dispositivos que permitan la insubordinación de los sectores populares ni la modificación del orden de clases. En dictadura, la derecha pudo armar un Estado a su manera porque se vio liberada de una tarea que jamás pudo ser: gobierno. Sin el subsidio del terror, el país autoritario y neoliberal que surgió de los ochenta hubiese sido imposible.
Pero este parto, a diferencia de la mayoría de los partidos modernos y al igual que el de la Derecha del siglo XX, fue defensivo, y si para sostener el poder de clases en el siglo XX usó el cohecho, en la transición se sostuvo en el binominal. Visto así, las clases propietarias se sienten incómodas en democracia: en el siglo XX se hizo trampa, posteriormente se amparó una dictadura terrorista, para después armar una dictadura elitista con un Estado de su propio derecho y bajo su propia democracia, por supuesto, protegida.
El 11 de marzo de 2010, la derecha tuvo la oportunidad de abrir un tercer periodo histórico, distinto a los dos anteriores, que modernizase a su sector así como la imagen que el país tenía de ellos. Y aunque ya no fuesen la vieja hacienda, mucho de la mentalidad vertical y nobiliaria del campo sigue siendo dominante por sobre el moderno liberalismo capitalista. Los fantasmas de su incapacidad de gobernar en democracia comenzaron a deambular cuando Piñera, Longueira, Hinzpeter, así como El Mercurio y otros sectores intentaron empujar una derecha progresista y capitalista a la vez, que eliminasen por fin los tics hacendales del sector, y la reacción de las clases propietarias no se hicieron esperar, en la vocería de líderes tan distantes como Carlos Larraín y Jovino Novoa, también La Tercera y esa nueva burguesía de hijos de comerciantes extranjeros, donde dominan apellidos como Luksic, Paulmann o Saieh. No pudieron, y como no pudieron, la vieja nueva derecha se quedó sin diagnóstico del Chile del siglo XXI, arrinconada por el sentido común en su defensa de la dictadura, sin posibilidad de dar una respuesta de masas al malestar social, precisamente porque esas son preguntas que, planteadas en otras formas, nunca ha podido responder, en casi un siglo de existencia. Jamás se había visto necesitada de explicar su tendencia a promover la violencia estatal antipopular, a tener que explicarse un país que es mayormente pobre porque una minoría es obscenamente rica, tener que proponer una puerta de salida para el país que no sea cargar todo el sacrificio a los más pobres y decir que el desarrollo significa estar orgullosos de que haya más Falabellas en Perú.
No pudo refundarse la derecha en el gobierno de Piñera, y es difícil saber porqué. Y que la derecha no haya podido refundarse, luego de que los hechos de 2011 hayan empujado la historia a una velocidad mayor que las dos décadas anteriores, significó para las tesis que sostienen el orden de 1980 el quedar relegadas a una pesada carga digna para los anticuarios de lo horrible. Si se observa la última encuesta CEP, las demandas por nacionalización de recursos naturales, redistribución del producto, derechos sociales universales, así como otras que atentan directamente al régimen fundado en la dictadura, se han vuelto dominantes entre el sentido común, y la derecha se vuelve así la defensora de un pasado que retiene el presente y que es visto como injusto.
Esta situación tiene a la Derecha desorientada, imposibilitada de ejercer dirección sobre los sectores sociales que tradicionalmente representó desde los ochenta. La UDI observa como los sectores populares donde alguna vez influyó de forma importante, hoy se debaten entre el desidia electoral y el apoyo a Bachelet; la pequeña burguesía y otras capas medias aspiracionales miran con interés a Velasco y Parisi, y las clases propietarias sólo observan.
Tal vez la última hipótesis explique a Parisi. El desorden de la vieja oligarquía, el ascenso “apátrida” de la nueva burguesía que busca su expresión política, así como los hacendados produjeron a la derecha del siglo XX. La derecha dejó de ser la única conciencia histórica de las elites, las que en desorden buscan nuevos voceros, nuevos instrumentos políticos. Parisi es un síntoma entre las capas medias del desorden elitario, de la inutilidad de la derecha actual para cumplir la tarea histórica de la derecha: reaccionar ante la arremetida reformista.
La pregunta que queda abierta, tras esta argumentación, es ¿Dónde reside hoy la esperanza de los grupos acomodados, de la naciente burguesía chilena, para contener el renacimiento de la crítica social y el malestar popular organizado? Tal vez Awad sea uno de los que más acertado esté. El líder del capital financiero ya dio su apoyo a Bachelet, expresando de hecho la liquidación de la utilidad histórica de la derecha. La nueva burguesía chilena avanza más rápido que la derecha y ya propone una nueva salida: El capitalismo inclusivo. Como bien ha sostenido Karina Narbona, la centralidad reformista de la candidata de la Nueva Mayoría está puesta en educación de una forma que no altera la tasa de ganancia estructural de las clases propietarias, como lo haría una mayor tributación a la gran propiedad así como un mejoramiento de las condiciones de negociación de los trabajadores. En el fondo, busca solucionar la desigualdad social sin tocar “la parte del león”. Para Narbona: “no dar centralidad al trabajo es no alterar las reglas del juego del espacio donde se crea y distribuye primariamente la riqueza y el poder social, que irradia a todos los campos vitales. Por este motivo el Plan Laboral fue la primera de las ‘modernizaciones’ emprendidas en dictadura y fue seguida después por la reforma de AFP’s”.
Bachelet y la Nueva Mayoría se erigen así como la solución política a la necesidad histórica de las clases propietarias por prevalecer en su orden. El fracaso de la derecha y Matthei, así como también de Piñera, encuentra explicación en la incapacidad de disciplinar a sus propias bases para articular un nuevo y amplio consenso capitalista en Chile. Bachelet promete lograrlo y logra dirigir tanto a la mayoría de sus bases populares como a parte importante de las elites. Y es que parafraseando la famosa sentencia de Marx: es el grupo social el que define su instrumento político, el que inscribe su carácter en él, y jamás al revés.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl