Su imagen de la humanidad tendrá una carga no menor de pesimismo. El mundo no sería para almas ingenuas y que oficien de buenas. Dos ejemplos serán Savonarola y Cristo. Si por honestidad se entiende consecuencia entre lo que se cree, se dice y se hace: los dos serían un ejemplo. Ambos unos fracasados.
Se recuerdan los 500 años de una de las obras más relevantes de la historia del pensamiento político: El Príncipe. Si bien dentro de los escritos de Maquiavelo es comparativamente menos relevante (en su intencionalidad original) que sus Discursos y su Historia de Florencia, es por lejos para el gran público la más famosa de todas.
¿Qué explica el impacto de El Príncipe? Primero su evidente brillantez. Sumada a la propaganda constante que iniciará la Iglesia (muy especialmente jesuitas y dominicos) contra el autor florentino.
Se le buscará hacer aparecer como un escritor casi demoníaco que desde la más absoluta de las amoralidades buscaba subvertir todo orden moral. Es así como la máxima jesuita del “fin justifica los medios” será trasladada a Maquiavelo como una demostración de su impiedad. La prueba de su inmoralidad sería El Príncipe.
[cita]Para Maquiavelo el éxito de la Iglesia se explica por su carácter profundamente anticristiano. Donde uno deseaba el desprendimiento del poder terrenal, el otro buscaba su maximización; donde uno era sincero en sus palabras, el otro era sólo manipulación; donde uno creía honestamente en un mensaje, el otro lo ocupa como una herramienta de dominación. La Iglesia en versión maquiaveliana sería un ejemplo de la puesta en escena en la historia humana de un sistema organizado –al decir de un lector de Maquiavelo como Althusser: un aparato ideológico– de envergadura global para satisfacer un poder presente por medio de una esperanza futura.[/cita]
La animadversión de la “Santa Madre Iglesia” hacia su persona se explica en parte porque denunciará en sus trabajos el efecto corruptor que tendría sobre la sociedad de la época el mal ejemplo del papado y la curia.
Si se deseaba una sociedad de ciudadanos virtuosos: ¿Acaso el abuso de poder, las dobleces y ambiciones eclesiásticas no fomentaban lo contrario? Maquiavelo será de los primeros en analizar la religión no en vista a la verdad o falsedad de sus postulados, sino desde la óptica de su efecto social y político. Considerará que la Iglesia buscaba competir con el poder terrenal usando como arma (ni más ni menos) el generar valor a una vida por venir por sobre la actual, apoderándose para sí de las verdades y ritos que permiten alcanzar tan preciado premio; es lo que llamaríamos hoy una estrategia ideológica. De igual forma considerará que la pluralidad de dioses del paganismo producía menos conflictos políticos que la idea monoteísta de carácter absoluto de un solo dios y una sola verdad.
Si bien en El Príncipe se considera legítimo el uso de medios amorales para obtener fines deseables, para el autor lo que realiza es simplemente la actualización de una vieja tradición que no sólo posee su origen en el realismo de griegos y romanos sino que en la propia Biblia.
¿No es el dios de Abraham y Moisés el que masacra pueblos en guerras, transforma en sal a poblaciones enteras por las faltas de algunos y castiga descendencias por generaciones para cultivar el sentido de la responsabilidad? ¿No es la propia Biblia la que describe la naturaleza de las naciones por medio de la pugna en el vientre de su madre (Rebeca) de sus hijos mellizos? ¿No es la primera versión que conocemos de “matrimonios abiertos” el de Abraham y Sara más Agar?
En ese sentido, para Maquiavelo su propia obra no es más que un teorizar sobre lo que otros por fe describían como algo de lo más natural.
¿A quién va dirigido El Príncipe? Posee una dedicatoria a Lorenzo de Médici. Ese tipo de “ofrecimientos hacia algún poderoso” era muy común en la época, casi obligatorio. Es por eso que de la “dedicatoria” no se sigue necesariamente su verdadero depositario.
De la lectura general de su obra es bastante evidente que, para él, tanto los Médeci así como un Julio César eran enemigos y corruptores de un sistema republicano de resguardo de la libertad política y civil. Es por eso que El Príncipe puede ser leído tanto como una guía de acción política como una denuncia de cómo opera la elite.
En Maquiavelo la idea de la libertad transcurrirá entre una tradición romana que la entiende como un estatus de no-dominación –donde sin la intervención de la ley no hay libertad– producto de un logro de la civilización y la necesidad de satisfacer intereses propios e individuales. Esta última mirada en línea con la tradición epicúrea.
Si es así, el problema político surgiría porque el interés propio de algunos pocos no tiene límites versus una mayoría que desea seguir siendo libre. Un ejemplo de ilusión y torpeza del pueblo es creer que quien posee riqueza y adquiere poder será honrado, ya que no deseará aumentar aún más su propio patrimonio. Es a su juicio un caso de autoengaño, por aplicar a otros los parámetros propios. Es así como describirá en los Discursos que “la elite siempre actúa al modo de la elite”, por lo cual para cuidar la libertad la única posibilidad es un sistema político de garantías por medio de un balance del poder; sumado a la vida civil activa de la ciudadanía.
Su imagen de la humanidad tendrá una carga no menor de pesimismo. El mundo no sería para almas ingenuas y que oficien de buenas. Dos ejemplos serán Savonarola y Cristo. Si por honestidad se entiende consecuencia entre lo que se cree, se dice y se hace: los dos serían un ejemplo. Ambos unos fracasados.
¿Por qué? Terminaron aplastados por un poder político mayor al propio. Incapaces de entender que la acción y no la contemplación son las únicas armas para lidiar con un mundo complejo y contingente.
Pero ¿no es acaso el cristianismo una fuerza triunfante? Para Maquiavelo el éxito de la Iglesia se explica por su carácter profundamente anticristiano. Donde uno deseaba el desprendimiento del poder terrenal, el otro buscaba su maximización; donde uno era sincero en sus palabras, el otro era sólo manipulación; donde uno creía honestamente en un mensaje, el otro lo ocupa como una herramienta de dominación. La Iglesia en versión maquiaveliana sería un ejemplo de la puesta en escena en la historia humana de un sistema organizado –al decir de un lector de Maquiavelo como Althusser: un aparato ideológico– de envergadura global para satisfacer un poder presente por medio de una esperanza futura. La historia de la iglesia sería un ejemplo de dominar la Fortuna por medio de la acción.
Por eso, el Príncipe por venir, aquel que tome en sus manos el destino de su pueblo, debía ser modelado por Quirón, el centauro educador de Aquiles y de príncipes, mitad hombre/mitad bestia. A la inversa de la tradición clásica, esa nueva educación propuesta por Maquiavelo no es la de la sutileza expresada por la “medicina y la música” (en la mitología Quirón instruye en ellas a Aquiles), sino la bestialidad de saber que el orden de lo existente es sólo humano, la legitimidad del uso de la fuerza la instaura él mismo. La narración sobre el Bien y Mal, lo correcto e incorrecto, son parte de sus armas.
En cierta forma esa nueva modalidad de príncipe no es más que el desenmascarar la falsedad usada por quienes habían impedido la unidad italiana usando la imagen de un hombre-dios, pero actuando como un hombre-bestia.
¿A quién está dedicado El Príncipe?
No sólo a aspirantes a dirigir “principados” sino básicamente a sus futuros gobernados. Que no olviden que quienes los dirigen han sido formados por un Quirón.
En eso reside también el sentido trágico de su pensamiento: esa condición nunca cambiará. Las nuevas generaciones que prometan transformaciones no serían más que nuevos hombres/bestias recurriendo al zorro y al león, símbolos de la astucia y la fuerza.
Maquiavelo fue en su tiempo menos célebre que hoy. Su pensamiento ha inspirado el marxismo de un Althusser y un Gramsci e inclusive servido de guía a dictadores como Mussolini, conquistadores como Napoleón y versiones contemporáneas de verdaderos “Médeci decadentes”, como Craxi y Berlusconi; todos autores de comentarios o prefacios a su obra. Donde quizás de mejor forma permanece su legado es en la tradición republicana que se ha inspirado en él, desde Harrington hasta Skinner y Pettit, así como en las formas de democracia radical de un Lefort o el republicanismo democrático de un McCormick.