El 5 de noviembre pasado di una charla en un ciclo de formación política del movimiento Elegir, que agrupa a estudiantes universitarios de tendencia liberal. En ella, tal como lo indica el título de esta columna, intenté relacionar el liberalismo con el derecho a la identidad. Lo hice a través de cuatro ideas claves.
La primera es que el liberalismo no se reduce al plano meramente económico, a la compra y venta de cosas. La libertad que el liberalismo defiende es un principio ético antes que exclusivamente económico: se vincula con la dignidad humana, con el derecho a ser personas y no cosas, fines y no medios.
En una columna anterior —“Chile en 1810. La influencia liberal”— señalé que el liberalismo político puede entenderse como el reconocimiento de sujetos-ciudadanos que pactan la construcción de la sociedad con el Estado, obligándose éste a garantizar un conjunto de libertades y derechos de los primeros. Esta definición, si bien se aplica especialmente al liberalismo político y se expresa históricamente en el constitucionalismo, no es tan distinta de los “otros liberalismos”, el económico y el civil. Porque también éstos suponen una garantía que se expresa en una abstención de parte del Estado: en un dejar hacer, pero también en un dejar ser.
En este sentido, el derecho a la identidad supone que el Estado debe dejar ser a las personas quienes quieren ser. El Estado no debe “conceder” la identidad, sino sólo reconocerla. Pero sólo por razones utilitarias, por ejemplo, de registro e identificación. E identificar (de manera burocrática) no es lo mismo que dar la identidad. La identidad se la da cada uno, precisamente por el derecho a ser.
La segunda idea que señalé es que liberalismo (incluyendo su versión económica, el capitalismo) no se asocia per se con egoísmo. El individualismo que defiende el liberalismo va en la línea indicada, en un dejar ser y hacer: en una abstención de parte del Estado para que las personas sean y hagan lo que estimen mejor para sus vidas. Y esto no es egoísmo, por el contrario.
De hecho, antes de que surgiera la etiqueta liberal como categoría política (esto aconteció en el proceso constituyente español de 1812), ya esta palabra se asociaba con la virtud de la generosidad, del desprendimiento, del pensar en el otro.
Y si el liberalismo es la doctrina que mejor ensalza el principio de libertad, obviamente esto supone un acercamiento a los otros: un reconocimiento del valor de la diferencia. Si se defiende la libertad, no es precisamente para que seamos iguales en cuanto a nuestras identidades. Debemos ser iguales en derechos —y en alguna medida, en oportunidades—, pero no en cuanto a quienes somos. ¡Somos diferentes! La libertad que el liberalismo defiende supone valorar la diferencia, la identidad que cada cual siente y expresa.
La tercera idea que expuse es que mal puede el socialismo (y sin entrar a detallar sus distintas versiones históricas) creer en la diferencia si lo que siempre termina implicando, de alguna u otra manera, es la vigilancia sobre las personas. ¿Vigilancia sobre qué? Al final, sobre la identidad que ellas sienten y expresan.
Esta idea me llevó a recordar la película “La vida de los otros” de 2006. Se trata de una película alemana cuya trama transcurre en la ex RDA. Muestra la constante vigilancia ejercida por la Stasi (la policía secreta del régimen) a través de múltiples agentes e informantes.
¿Quiénes eran los vigilados? Especialmente, intelectuales, escritores, etc. Personas que por su genialidad se salían de la norma. Pero también personas que, por pertenecer a tales ámbitos, poseían una autonomía mayor. Lo que se trataba, en definitiva, era que las personas no sean libres para auto-realizar sus vidas, para tener espacios de desarrollo individual. En el fondo, no podían ser libres para ser diferentes, para auto-determinar su identidad. Para tener el derecho a sentir y expresarse como quisiesen.
Y la cuarta idea que expresé es que, si bien el liberalismo antes que una doctrina meramente económica es una doctrina ética, el liberalismo económico —el capitalismo— es también una garantía para el derecho a la identidad. Por eso, la economista Deidre MacCloskey señala:
“Pero ¿qué tal si la Revolución Industrial fue impulsada, en cambio, por las modificaciones en la forma de pensar de las personas y, en especial, en cómo pensaban acerca de los demás? ¿Y si suponemos que los motores de vapor y las computadoras fueron el resultado de una nueva manera de honrar a los innovadores, y no de apilar ladrillos sobre ladrillos o africanos muertos sobre africanos muertos?
O sea, el desarrollo económico que la Revolución Industrial supuso, implicó también una valoración de la genialidad, de la innovación. De la diferencia, en una palabra”.
Por otra parte, MacCloskey agrega otra cosa que puede sonar sorprendente para muchos “progresistas”:
“La clase media recibió dignidad y libertad por primera vez en la historia humana, y el resultado fue el siguiente: el motor de vapor, el telar textil automático, la línea de montaje, la orquesta sinfónica, el ferrocarril, la industria, el abolicionismo, la prensa de vapor, el papel barato, la alfabetización generalizada, el acero barato, el vidrio barato, la universidad moderna, el periódico moderno, el agua potable, el hormigón reforzado, el movimiento feminista, la luz eléctrica, el ascensor, el automóvil, el petróleo, las vacaciones en Yellowstone, el plástico, medio millón de libros nuevos publicados en inglés por año, el maíz híbrido, la penicilina, el aeroplano, el aire urbano limpio, los derechos civiles, las cirugías a corazón abierto y la computadora”.
Los “progresistas” podrían preguntarse: ¿Qué tiene que ver la innovación con el abolicionismo y con los derechos civiles? ¿Acaso MacCloskey no mezcla peras con manzanas?
Mi postura es que para nada. Sólo en el marco del capitalismo los grupos históricamente discriminados han podido protestar, defender sus derechos, exigir cambios, incidir ante las autoridades, etc. Por supuesto, se ha tratado de un proceso lento y gradual, de muchas décadas. La cultura no se cambia de la noche a la mañana.
Por ejemplo, no es casualidad que el movimiento de la diversidad sexual —que, en un comienzo, se llamó del orgullo gay— haya nacido en 1969 en un bar estadounidense, en Stonewall. Bares y discotecas, iniciativas con fines de lucro (el horror de estos tiempos en Chile), fueron, por años, los únicos espacios de sociabilidad de personas lesbianas, gays, bisexuales y transexuales. Y aunque existía una represión cultural, la libertad económica fue una gran válvula de escape para expresar la libertad civil, identitaria.
Por eso yo, al igual que MacCloskey, soy una agradecida del liberalismo, incluso (y quizás especialmente) en su versión económica. Más liberalismo supone más libertad personal y menos Estado. Y lo primero implica no sólo —reitero— un dejar hacer, sino también un dejar ser. Gracias al liberalismo podemos ser raros y raras. ¿Acaso no es esto maravilloso?
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl