Si la Constitución estipula que el derecho de sufragio se suspende o se pierde sólo en determinados casos, ni el Servicio Electoral, el CDE o la legislación electoral pueden argüir otras exclusiones. Por ello es inconstitucional que las personas privadas de libertad, a cuyo favor el juez Urrutia actuó, estén excluidas de la participación en las próximas elecciones.
Chile es contradictorio. Avanza a pasos firmes hacia una modernización económica y social aspirando a alcanzar los estándares de la OECD, y a su vez descuida aspectos tan importantes de la modernización democrática, mostrándose como un país anclado en su pasado autoritario más reciente. La democracia minimalista heredada de la dictadura, y reformada mediocremente en democracia, está lejos aún de lo que se considera jurídicamente un Estado de derecho.
A comienzos del siglo XXI, Chile era uno de los pocos países, en el mundo occidental, que no contaba con una Fiscalía y un procedimiento penal conforme a estándares internacionales. En el transcurso de menos que una década, se logró superar ese déficit de modernidad y la sociedad dio un importante paso hacia adelante en cuanto a la democratización de sus instituciones y a la superación de las graves violaciones a los derechos humanos que implicaba el procedimiento inquisitivo. En cuanto al impacto de la reforma procesal penal, algunos autores lo calificaron como “la gran revolución” (Patricia Politzer). Diría que como máximo se puede hablar de un intento de revolución o, siendo aún más positivo, de una revolución inconclusa.
Por un lado, todo lo que tiene que ver con el sistema penitenciario quedó relegado a un segundo lugar. Se discutió mucho la necesidad de un Juez de Ejecución de Penas o de Vigilancia Penitenciaria. Autoridades importantes del mundo político, como Soledad Alvear, y del ámbito legal, como la Corte Suprema, se manifestaron públicamente a favor de su creación. A su vez se elaboraron –en varios gobiernos de la Concertación (Eduardo Frei Ruíz Tagle, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet)– propuestas de articulado para una Ley de Ejecución de Penas. Se apostaba a que el Estado de derecho también se hiciera realidad detrás de las paredes de los recintos carcelarios. A pesar de todos los esfuerzos, el proceso quedó inconcluso hasta la fecha. En consecuencia, Chile sigue teniendo cárceles donde predomina el derecho del más fuerte y donde las leyes y las garantías constitucionales son meros enunciados sin mayor relevancia práctica.
El hecho de que las cárceles chilenas sigan siendo espacios sin ley, se debe en gran medida a que los tribunales superiores, tanto las Cortes de Apelaciones como la Corte Suprema, no han insistido en la vigencia real de las garantías constitucionales en el ámbito carcelario. Existen escasas loables excepciones de juzgados inferiores –y aquí merece ser mencionado el juez de garantía Daniel Urrutia Laubreaux– que han intentado transformar esta situación. La indolencia de las Cortes Superiores en la protección de las garantías constitucionales de las personas privadas de libertad, queda demostrada en varios estudios. El trabajo más reciente lo realizó el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Esta institución analizó, entre enero y agosto de 2011, un total de 105 acciones de protección y 731 Recursos de Amparo presentados contra Gendarmería de Chile en las Cortes de Apelaciones de Santiago y San Miguel. De las acciones de protección sólo 2 fueron acogidas, lo que equivale a un 1,9 %, y de los Recursos de Amparo sólo 7, lo que equivale al 0,9 %. Una posible razón, con la que explican el bajo porcentaje de éxito de los Recursos de Protección, es que: “Con la mera respuesta de Gendarmería la Corte da por cerrado el caso, sin verificar que realmente la institución en cuestión haya adoptado todas las medidas” (INDH, Informe Anual 2011 – Situación de los Derechos Humanos en Chile, Santiago: Andros Impresores, 2012, p. 98).
Basta leer alguno de los informes de derechos humanos elaborados en los últimos años por la Universidad Diego Portales, para darse cuenta de que el bajo porcentaje de éxito de los casos no se debe a las buenas condiciones y el respeto a los derechos humanos de las personas privadas de libertad, sino a la falta de control y fiscalización eficaces. Pero se debe igualmente a una equivocada concepción del significado de la separación de poderes, ya que ésta no implica que el Poder Judicial no pueda controlar la legalidad de los actos del Poder Ejecutivo, más bien todo lo contrario. El sentido de la separación de poderes es asegurar controles recíprocos que impida que ninguno de ellos pueda abusar de sus facultades en contra de los derechos del individuo.
Una impresión contraria resulta de la lectura del escrito enviado por Sergio Urrejola en su función de Presidente del Consejo de Defensa del Estado (CDE), en representación del Servicio Electoral, en el que pide que la Corte de Apelaciones imponga sanciones disciplinarias al juez del Séptimo Juzgado de Garantía, Daniel Urrutia Laubreaux. Este último le había ordenado al Servicio Electoral y a Gendarmería arbitrar las medidas para que se ejercieran los derechos políticos en los penales de su jurisdicción, siempre y cuando no se tratara de acusados ni de condenados.
La razón fundamental que ampara dicha orden es que la Constitución Política sólo restringe el derecho a voto de los ciudadanos que se encuentren acusados o condenados, más no de aquellos que se encuentran privados de libertad –pero en condición de imputados–, de modo tal que éstos mantienen en plena vigencia su derecho constitucional a voto, siendo un deber esencial del Estado materializar la vigencia de dicho derecho por los medios que estime pertinentes. En representación del Estado, sin embargo, el CDE argumenta que los presos, como los enfermos y los chilenos en el extranjero, no pueden votar porque la ley no permite “establecer mesas especiales”, ignorando que el Estado no puede excusarse de cumplir con sus deberes constitucionales bajo pretexto de que la ley se lo impide, pues la ley no es sino un medio a través del cual el Estado debe cumplir con los deberes que le establece la Constitución y, especialmente, con el deber de asegurar los derechos fundamentales de sus constituyentes.
Pero el escrito en cuestión contempla algunas afirmaciones aún más preocupantes. Señala que la separación de poderes: “ (…) impide a los órganos de uno de los poderes del Estado inmiscuirse en las competencias, funciones y tareas, de los demás poderes estatales”. Alega además que, de acuerdo al Código Orgánico de Tribunales, a los Jueces de Garantía les corresponde “(…) asegurar los derechos del imputado y demás intervinientes en el proceso penal, ‘de acuerdo a la ley procesal penal’, y no a otros cuerpos normativos” (véase el escrito del CDE y el artículo de Jorge Molina Sanhueza: “CDE y Servel se oponen a que personas privadas de libertad puedan votar en próximas elecciones”, en The Clinic Online, del 12 de septiembre 2013).
Si bien es preocupante que el Presidente del CDE intervenga en esta materia con este tipo de argumentos, es aún más inquietante que la Corte de Apelaciones haya resuelto dejar sin efecto lo actuado por el Juez del Séptimo Juzgado de Garantía de Santiago, Daniel Urrutia Laubreaux, alegando que este se encontraría “fuera de su ámbito de competencia, careciendo de facultades legales para ello” (Resolución del 07 de octubre 2013, Rol Nr. 1559-2013).
Más allá de la calidad de los argumentos invocados por el CDE en la interpretación de la normativa procesal y orgánica del poder judicial, lo que en esta oportunidad queremos resaltar es lo mucho que dicha reacción nos recuerda lo que dijera la Corte Suprema en respuesta al informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (informe Rettig) hace un tiempo. En esta ocasión fue la Corte la institución que se preocupaba de la separación de poderes al considerar que:
“… revisar los fundamentos o el contenido de las decisiones de los Tribunales, debida y apropiadamente sustentadas en fundamentos de hecho y de derecho, de revivir procesos fenecidos, como acontece en la actualidad, constituye un flagrante atentado a las normas que regulan las instituciones claves del Estado y del sabio equilibrio que el constituyente se preocupó de implantar entre ellas”.
En ambas reacciones el principio de separación de poderes es invocado como un mecanismo que impide el cuestionamiento y el control de actos de la autoridad estatal. Otra similitud, es un positivismo decimonónico que ignora el principio de supremacía constitucional, conforme al cual la Constitución se encuentra por encima de la legislación ordinaria, de modo tal que sus postulados deben guiar la interpretación de cualquier otra norma del sistema legal. Es por esto que, tanto el Séptimo Juzgado de Garantía de Santiago y cualquier juez, como el CDE y cualquier funcionario público, no sólo deben asegurar los derechos “de acuerdo a la ley procesal penal” u otra norma legal, sino también, y prioritariamente, deben siempre hacer prevalecer lo estipulado en la Constitución por sobre lo establecido en cualquier otra regla jurídica.
Son las garantías constitucionales las que deben guiar los contenidos de la legislación ordinaria y no la legislación ordinaria o el arbitrio de un funcionario público lo que determina el alcance de los derechos constitucionales. Si la Constitución estipula que el derecho de sufragio se suspende o se pierde sólo en determinados casos, ni el Servicio Electoral, el CDE o la legislación electoral pueden argüir otras exclusiones. Por ello es inconstitucional que las personas privadas de libertad, a cuyo favor el juez Urrutia actuó, estén excluidas de la participación en las próximas elecciones.
Como bien lo explica Alex Carocca: “Para comprobar la importancia de la jurisdicción frente a la legislación, basta tener presente que, para regular una determinada situación de hecho, puede faltar –y de hecho es usual que falte en muchas oportunidades–, la ley, pero lo que no puede faltar es la posibilidad de acudir al juicio para solucionarla, debiendo el juez suplir la carencia de norma legal, a través de la equidad y sus consideraciones de justicia” (en La Constitucionalización del Derecho Chileno, Editorial Jurídica, Santiago 2003, p. 213). Estas consideraciones de justicia, a lo menos en un Estado democrático de derecho, tienen su referente en la Constitución y en los Convenios e instrumentos internacionales ratificados por Chile. Es en este contexto que la decisión de la Corte de Apelaciones en el caso del juez Daniel Urrutia Laubreaux extraña, no sólo por su escasa o casi nula fundamentación, sino también por su contenido.
Si volvemos a ver los resultados del estudio previamente citado, podríamos especular que los muy bajos porcentajes de éxito de las personas privadas de libertad ante las Cortes de Apelaciones también se deben a esta errada noción de que los jueces no debieran “inmiscuirse en las competencias, funciones y tareas, de los demás poderes estatales”. Se debe entonces a un positivismo anticuado que ignora el dinamismo legal de un sistema constituido bajo el principio de supremacía de la norma constitucional.
Jorge Correa ya constataba –en un libro publicado en 1992– que en la cultura jurídica chilena la Constitución no se considera como la cúspide de la pirámide normativa, cada ley es tratada como una norma autónoma que se basta para poder decidir en un caso determinado (Jorge Correa: “La cultura jurídica chilena en relación a la función judicial”, en Squella, Agustín [ed.], La Cultura Jurídica Chilena, Santiago: CPU, 1992, p. 86).
Algo ha cambiado desde entonces, pero tanto el caso del juez Urrutia Laubreaux como la situación de las personas privadas de libertad respecto del derecho a sufragio, muestran que “la gran revolución” de la cultura jurídica chilena se encuentra inconclusa, subsisten los resabios autoritarios que impiden el florecimiento de los derechos individuales así como la consolidación de un sistema político bajo los principios de un Estado democrático de derecho.