Paradójicamente, y aunque necesiten de los y las migrantes para sacar adelante sus economías, la política migratoria de muchos países europeos refuerza el concepto de “fronteras”, no obstante que parte del éxito de la Unión Europea desde su tratado de 1993, se basó, justamente, en tratar de borrarlo en pos de la integración en un solo cuerpo político de derecho.
En las últimas semanas, tres países europeos han vivido situaciones de gran complejidad en sus fronteras en que el común denominador ha sido la restricción de entrada a sus territorios a migrantes que huyen del hambre, el conflicto armado y la miseria de sus países de origen para perseguir el “sueño comunitario”.
Paradójicamente, es este mismo anhelo comunitario el fundante y el que ha hecho posible la integración de los Estados a la Unión Europea, la que se mantiene a pesar de la profunda crisis económica que ha azotado a este bloque político y económico, y de los intentos de algunos países por desligarse de la rígidas y exigentes normas y estándares del Pacto Europeo de Estabilidad, y que hoy está en cuestionamiento por los llamados “euroescépticos”, que medirán fuerzas en las elecciones europeas en mayo próximo.
Suiza, España e Italia enfrentan la contradicción de haber crecido económicamente gracias al aporte de los extranjeros al mercado del trabajo en ciclos económicos expansivos, pero durante la crisis han sido justamente a ellos a quienes se les está negando el principio que sustenta a la Unión Europea: la libre circulación de personas.
Será que los capitales pueden fluir libremente en un sistema económico que privilegia los flujos financieros, pero no así las personas, para las cuales los Estados están imponiendo cada vez más restricciones de la mano de iniciativas de las derechas más conservadoras, racistas y xenófobas, que en varios países están encontrando un peligroso apoyo popular.
La crisis económica europea no sólo ha impuesto un modelo de austeridad liderado por la troika conformada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional –cuyas recetas en casos como el de Grecia, lejos de estimular el crecimiento, han profundizado la recesión–, también ha impulsado una política restrictiva de derechos de las personas migrantes –que en caso de aplicarse retroactivamente o a extranjeros ya regularizados, estaría vulnerando el principio de no regresión en materia de derechos fundamentales– y que podría redundar en expulsiones arbitrarias.
[cita] Paradójicamente, y aunque necesiten de los y las migrantes para sacar adelante sus economías, la política migratoria de muchos países europeos refuerza el concepto de “fronteras”, no obstante que parte del éxito de la Unión Europea desde su tratado de 1993, se basó, justamente, en tratar de borrarlo en pos de la integración en un solo cuerpo político de derecho.[/cita]
No alcanzó a pasar ni una semana desde que el referéndum en que el pueblo suizo aprobó, con un reñido 50,3% (por 20 mil votos de diferencia), la aplicación de cuotas para trabajadores migrantes y restablecer el principio de la preferencia por el trabajador nacional frente al extranjero, para que se produjera su primera consecuencia restrictiva de derechos: Suiza no concederá la libertad de residencia a los nacionales de Croacia, que son el país de más reciente integración a la Unión Europea. O sea, los primeros coletazos de esta medida están afectando a los propios europeos.
El plebiscito fue convocado por el populista y derechista Partido del Pueblo Suizo, que lideró una campaña “Contra la migración masiva”, culpando a la afluencia de extranjeros de delitos mayores, aumento de alquileres y calles congestionadas.
Esta iniciativa fue mirada con buenos ojos por Marine Le Pen, lideresa del derechista Frente Nacional francés, como una forma de dar preferencia a los franceses para ocupar los puestos de trabajo; por el líder del Partido por la Libertad (PVV), de extrema derecha, Geert Wilders, en Holanda; o por el conservador inglés David Cameron, que través de su vocero sostuvo que el resultado del referéndum suizo refleja “una creciente inquietud sobre el impacto que puede tener la libertad de circulación” y cuyo gobierno no otorgará más ayudas a la vivienda para los inmigrantes desempleados provenientes de otros países de la UE. Partidos de corte nazi como el Amanecer Dorado en Grecia o el Vox, a la derecha del Partido Popular en España, van en esa misma senda. En definitiva, los movimientos nacionalistas y antiinmigración en Europa encuentran un gran referente en el resultado del referéndum helvético, cuando restan apenas tres meses para las elecciones del Parlamento Europeo.
Si bien Suiza no forma parte de la comunidad, en 2002 firmó un acuerdo bilateral con la Unión Europea que permitía la circulación de ciudadanos hacia y desde el bloque, el que deberá ser renegociado a la luz del cambio de la ley postreferéndum que obligará a los cantones a imponer cuotas anuales para trabajadores migrantes en los próximos tres años.
Con dicho acuerdo, el principio de preferencia por el trabajador nacional frente al extranjero quedaba abolido para todos los trabajadores procedentes de alguno de los países de la Unión Europea, pero será restablecido tras el plebiscito y la renegociación que deberá hacer Suiza con la UE. Con ello, se echa por tierra el fundamento de un mercado único donde los ciudadanos podían moverse libremente si contaban con un contrato de trabajo.
En definitiva, desde ahora en Suiza el valor de la “libertad de circulación” queda referido a la protección de los activos e información de los clientes internacionales de los bancos suizos, líderes en la protección del secreto bancario. Los flujos financieros pueden circular libremente por ese país, pero las personas, desde ahora, no.
En la frontera de Ceuta (España) con Marruecos, los migrantes que sufrieron la represión de la Guardia Civil no fueron europeos, sino subsaharianos. Camerunenses, congoleños, nigerianos, senegaleses son algunas de las nacionalidades de los cientos de migrantes que trataron de dejar atrás una vida de privaciones en África. Catorce de ellos murieron al enfrentarse con la policía española en confusos incidentes en la frontera acuática, los que han llevado al delegado del Gobierno en Ceuta y al director general de la Guardia Civil a cambiar su versión, no una, sino varias veces, y obligaron al Ministro del Interior a dar explicaciones sobre los hechos ante el Congreso español y a la Comisión Europea.
El uso de materiales antidisturbios, lanzamiento de bolas de goma, cartuchos de fogueo, gases lacrimógenos, disparos a los neumáticos que les permitían flotar en el mar, son parte de las acciones policiales denunciadas por sobrevivientes subsaharianos que vieron el pánico y las crisis de nervios sufridas por sus compañeros en el mar, que terminaron con la muerte de muchos de ellos, cuyos cuerpos ni siquiera han sido identificados. Si esta vez fue en Ceuta, Melilla –la otra frontera terrestre con África– también ha estado en la palestra en otras ocasiones por las rejas con “cuchillas” instaladas para reforzar las fronteras, generando profundas heridas entre migrantes que han osado tratar de superar los militarizados límites.
Durante el boom de la economía española, los inmigrantes aportaron el 30% de la riqueza producida en el país (así como en Suiza constituyen parte importante de la mano de obra calificada y casi una cuarta parte de la población ya es titular de un pasaporte extranjero) y usaban menos la sanidad que los españoles. Pero, en momentos de contracción económica, sufren en mayor medida el paro (cesantía), reciben menos ayudas estatales para enfrentarlo y, además, 700.000 personas indocumentadas quedarán sin tarjeta sanitaria y «sin el derecho a la salud pública universal», lo que se ha dado en llamar el “apartheid sanitario”. Todo ello, aunque un informe OCDE confirme que el saldo fiscal de la migración sea positivo: los y las migrantes aportan más al crecimiento económico de lo que le cuestan al Estado español.
Aunque esta vez hizo noticia porque la policía rescató a más de mil migrantes (seguramente producto de la presión internacional y de la opinión pública italiana) –entre ellos 47 mujeres, de las cuales cuatro estaban embarazadas–, Lampedusa es la isla italiana donde en 2013 murieron 368 personas, provenientes de Eritrea y Somalía, que se ahogaron intentando llegar a Europa, recibiendo un tardío auxilio frente al naufragio porque la fatídica ley Bossi-Fini penaliza a quienes intenten ayudar a los indocumentados. Anteriormente, habían fallecido 13 personas tras haber sido obligadas a saltar al mar por los traficantes de personas, muchos sin saber nadar, y otros 10, al intentar alcanzar a nado la costa de Sicilia luego de haber encallado.
Durante la tragedia, dos lanchas de la aeronáutica militar al parecer se mantuvieron encalladas en la costa mientras los y las migrantes morían en el agua, y lejos de ayudar, porque debían “respetar el protocolo”, sacaban fotos y videos. Fueron los pescadores quienes participaron en el rescate, aún temiendo sanciones penales por “complicidad con el delito de clandestinidad” de los indocumentados. A pesar de lo cuestionada de la ley contra la migración adoptada por el Parlamento italiano en 2002, bajo el segundo gobierno de Berlusconni, y que lleva el nombre de un xenófobo dirigente de la Liga Norte y reformador del partido fascista Movimiento Social Italiano (MSI), ésta sigue vigente en Italia.
En estos tres casos, los países han estado lejos de establecer una política de migración que facilite los canales de entrada legal de las personas a Europa, basados en el Principio de Solidaridad y de reparto equitativo de la responsabilidad de los Estados miembros de la UE (promovido por el artículo 80 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea).
Paradójicamente, y aunque necesiten de los y las migrantes para sacar adelante sus economías, la política migratoria de muchos países europeos refuerza el concepto de “fronteras”, no obstante que parte del éxito de la Unión Europea desde su tratado de 1993, se basó, justamente, en tratar de borrarlo en pos de la integración en un solo cuerpo político de derecho. Es hora de que los países integrantes de la Unión Europea recuerden que el bloque se hizo acreedor del Premio Nobel de la Paz de 2012 justamente por su contribución, por más de seis décadas, al avance de la paz y la reconciliación, la democracia y los derechos humanos en Europa. La globalización de los derechos fundamentales no puede encontrar una barrera en los límites a la libre circulación de personas dentro de la propia Unión Europea.