Uno de los rasgos más distintivos en lo que va de nuestro siglo XXI, ha sido el de las grandes conmemoraciones o aniversarios de nuestra vida política.
En 2010, se conmemoró el bicentenario de la independencia nacional en varias repúblicas latinoamericanas y el centenario de la revolución mexicana. En 2013, cuarenta años del golpe de Estado en Chile y veinticinco del memorable plebiscito, que terminó pacíficamente con la extensa y brutal tiranía del general Augusto Pinochet. Y ahora, en 2014, se conmemoran cien años del estallido de la Primera Guerra Mundial, el conflicto bélico que marcó el inicio del agitado siglo XX.
Pero este año también se celebra un aniversario político no menos relevante para la historia del mundo, especialmente de América Latina. Me refiero al centenario de uno de los más lúcidos testigos de nuestra pasada centuria: el célebre poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, nacido el 31 de marzo de 1914 y fallecido el 19 de abril de 1998.
Y digo que se trata de un aniversario político, porque Octavio Paz, además de ser el penúltimo escritor latinoamericano en recibir el Premio Nobel de Literatura (1990) –el último fue el aclamado novelista y ensayista Mario Vargas Llosa en 2010-, al igual que el Nobel peruano, fue un gran pensador de la conversación política y un incesante defensor de la libertad, especialmente en el mundo de las artes y la expresión del pensamiento. Aunque –a diferencia de Vargas Llosa- su condición de artista romántico (y no solamente liberal) lo mantuvo escéptico y muy crítico ante la denominada “libertad económica” o libertad del mercado.
Tal como lo recuerda la destacada escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska, ganadora del Premio Cervantes en 2013, la obra poética de Paz fue siempre la de “un hombre al pie de un árbol”.
Así comienza uno de sus más conocidos poemas, “Piedra de sol” de 1957: “un sauce de cristal, un chopo de agua,/ un alto surtidor que el viento arquea,/ un árbol bien plantado más danzante,/ un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre”.
“Árbol adentro” se titula uno de sus últimos libros de poesía, publicado en 1987, donde destaca el emotivo poema “Carta de creencia”, que sintetiza su concepción del amor: “Tal vez amar es aprender/ a caminar por este mundo./ Aprender a quedarnos quietos/ como el tilo y la encina de la fábula./ Aprender a mirar./ Tu mirada es sembradora./ Plantó un árbol./ Yo hablo/ porque tú meces los follajes”.
Esta figuración del árbol en la poesía de Octavio Paz es la expresión más fehaciente de la noción de naturaleza humana como un ser individual, único e irrepetible, capaz de autocrearse y autotransformarse a partir de sus propias decisiones, exento de la coacción arbitraria de los demás seres humanos. Concepción que sustentaron no solamente los exponentes de la revolución romántica, sino también los portavoces de la tradición política del liberalismo.
A este respecto, dice el más célebre pensador liberal del siglo XIX, John Stuart Mill: “La naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo y dispuesta a hacer exactamente el trabajo que le sea prescrito, sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos lados, según las tendencias de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa viva”.
Fiel a esta concepción del individuo libre, en su extensa y variada obra ensayística, Paz expresa una “libertad contra la fe”. No sólo religiosa, dado su declarado ateísmo heredado del pensamiento ilustrado de su abuelo, sino contra toda ortodoxia ideológica, es decir, una libertad contra todas las formas de absolutismo, autoritarismo, dogmatismo y totalitarismo.
En 1978 escribe: “La libertad no es ni una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice No al poder (…) la libertad no se define: se ejerce. De ahí que sea siempre momentánea y parcial, movimiento frente, contra o hacia esto o aquello. (…) Es verdad que la libertad no es una fe; es algo mejor: una elección. En esto, en ser algo que escogemos y no algo que nos escoge, radica no su debilidad sino su fuerza.”
Y aunque Paz no fue un filósofo político, sino fundamentalmente un poeta, sus ensayos políticos –como señala el politólogo canadiense Yvone Grenier- se inscriben “en la mejor tradición de Montaigne, en un siglo durante el cual los ensayos cedieron terreno ante la academia y el periodismo”.
Así, desde su más popular obra de ensayos, “El laberinto de la soledad” (1950-1959), pasando por “Postdata” (1970), “El ogro filantrópico (1979), “Tempo nublado” (1983), “Pequeña crónica de grandes días” (1990), hasta llegar a “Itinerario” (1993), su más espléndida autobiografía intelectual, se manifiesta el más elevado compromiso con la crítica y el pluralismo como pilares fundamentales de la vida política, y se aprecia una profunda defensa de la democracia liberal y de la separación de poderes, como únicos medios posibles para defender los cambios sociales desde el respeto a la diversidad de formas de vida, tanto de los individuos como de las asociaciones culturales (léase pueblos originarios), complementadas con el escrutinio de la sociedad como retroalimentación necesaria.
“Sin democracia –escribe Paz- los cambios son contraproducentes; mejor dicho, no son cambios”. Pero también nos advierte que “la verdadera democracia (…) no consiste sólo en acatar la voluntad de la mayoría sino en el respeto a las leyes constitucionales y a los derechos de los individuos y de las minorías. Ni los reyes ni los pueblos pueden violar la ley ni oprimir a los otros”.
Sin embargo, como dije al principio, Octavio Paz se mantuvo escéptico y muy crítico frente la llamada “libertad económica”. No fue un liberal económico, sino un liberal estrictamente político.
Tal como lo reconoce Mario Vargas Llosa (un devoto partidario del capitalismo moderno), “el mercado libre le inspiró siempre una desconfianza instintiva –estaba convencido de que anchos sectores de la cultura, como la poesía, desaparecerían si su existencia dependía sólo del libre juego de la oferta y la demanda- y por ello se mostró a favor de un prudente intervencionismo del Estado en la economía para –sempiterno argumento socialdemócrata- corregir los desequilibrios y excesivas desigualdades sociales”.
Ello porque, como bien apunta Grenier, “Paz fue al mismo tiempo un romántico que rechazó el materialismo y la razón, un liberal que alabó la libertad y la democracia, un conservador que respetaba la tradición y un socialista que lamentaba el debilitamiento de la fraternidad y la igualdad”.
Y aquí se aprecia una valiosa convergencia entre Octavio Paz, un artista romántico que escribió en favor del liberalismo, y el británico Isaiah Berlin, un pensador liberal que a menudo escribía a favor de los románticos.
Ambos escritores fueron muy afines en su apología al pluralismo de valores, entendido como equilibrio inestable entre valores contrarios e inconmensurables, justamente para evitar que, “en lo posible –como decía Berlin-, no surjan situaciones que obliguen a los hombres a hacer cosas contrarias a sus convicciones morales más hondas. (…) negociando es posible evitar lo peor. Tanto de esto por tanto de de aquello. ¿Cuánta igualdad por cuánta libertad? ¿Cuánta justicia por cuánta compasión? ¿Cuánta benevolencia por cuánta verdad?” Porque “la idea de una solución definitiva a todos nuestros problemas es incoherente”.
Hoy, cuando vivimos una época en que la defensa de la democracia, la libertad, la igualdad, la crítica, el pluralismo y los derechos humanos se hace necesaria como en ninguna otra para reivindicar nuestra deteriorada vida pública, allí está la sombra de ese árbol de la libertad que fue Octavio Paz, arrojada por sus palabras, para rendir el mejor homenaje a nuestra convivencia civilizada:
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida –pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos-,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl