Si bien una gran cantidad de trabajadores ha aumentado su calificación, su volumen y sus beneficios obtenidos se han visto estancados (cierre de oportunidades) y, a su vez, se observa que más de la mitad de la fuerza de trabajo asalariada se concentra en ocupaciones no calificadas (sin credenciales de educación superior) del moderno sector servicios y no escapa de la precariedad.
Joseph Ramos, profesor de Economía de la Universidad de Chile, en una columna aparecida en La Tercera el sábado 26 de marzo, llamada «¿Deja Vú 1990?», plantea que «la buena noticia es que los desafíos que enfrenta el Gobierno de la presidenta Bachelet son bastante menores que los que enfrentó Aylwin. La mala noticia es que se ha roto el anterior consenso social y no es claro cómo se logre generar uno nuevo». El autor evoca el éxito económico de los noventa dando como indicadores los clásicos: el aumento del crecimiento económico de forma sostenida, la disminución de pobreza y de la inflación. Además, adjudica tal éxito al «consenso social» que permitió una economía orientada hacia fuera y estable. Pero ¿quiénes consensuaron? ¿Significó que los viejos conflictos como el que enfrenta al capital y el trabajo se habían acabado?
La evidencia internacional indica que las transformaciones productivas de las últimas décadas, asociadas a deslocalización industrial, desarrollo tecnológico expansivo, reorganización del trabajo, expansión del crédito y aumento del consumo, han configurado una nueva estructura social. Esta estructura –reza la teoría social– ya no sería aquella en la cual los actores se configuran en relación a un conflicto de clase latente y explícito, en donde prima la organización colectiva de la sociedad, cuyo actor principal en el siglo XX fue el Sindicato, expresión del trabajador organizado. Esta nueva estructura estaría dada por las estrategias individuales de movilidad social que puedan aplicar los agentes por medio de canales institucionales de integración, como la educación y el consumo.
En Chile, este supuesto cambio histórico de la estructura social, se habría vivido con la revolución capitalista llevada a cabo durante la dictadura militar. El argumento es el siguiente: el obrero industrial pierde su peso cuantitativo e institucional (para mayores antecedentes ver Las Clases Sociales en Chile: Cambio y estratificación 1970-1980, de Tironi y Martínez, publicado en 1985 por SUR). También decae el actor campesino sindicalizado y el empleado burocrático estatal, el primero por la expansión urbana y la contrarrevolución del agro producidas durante la dictadura, y el segundo por la privatización de empresas públicas. Esto produjo, a nivel de acciones colectivas, la pérdida de peso político de tales actores claves de la Unidad Popular y la «pérdida de sentido» de la «retórica megalómana e ideológica» de la izquierda.
[cita]Si bien una gran cantidad de trabajadores ha aumentado su calificación, su volumen y sus beneficios obtenidos se han visto estancados (cierre de oportunidades) y, a su vez, se observa que más de la mitad de la fuerza de trabajo asalariada se concentra en ocupaciones no calificadas (sin credenciales de educación superior) del moderno sector servicios y no escapa de la precariedad.[/cita]
Ante dicho panorama, se observa que el cambio es doble: a nivel de estructura ocupacional y de la acción política. Es por ello que el Plan Laboral de 1979 es tan relevante, no tanto por los decretos ley –que si hubiera habido una estructura social intocada habrían sido letra muerta–, sino más bien por su acoplamiento orgánico con cambios económicos que modificaron la estructura social, y por su interés en desactivar acciones colectivas de los trabajadores y, así, su propia posibilidad de constitución: la condición de trabajador.
Es esta desactivación colectiva de la condición de trabajador la que se ve reforzada durante los «gloriosos años noventa» (entre 1990 y 1998 el país creció al 7% anual promedio y las exportaciones al 10%), con lo que Joseph Ramos denominó «consenso social». El acceso masivo al consumo vía aumento real de salarios y expansión del crédito, así como la integración masiva a la educación superior, dislocó las relaciones de producción. Las dislocó en el sentido de que la lucha por el bienestar y, por lo tanto, la necesidad de organización colectiva (sindicatos, partidos políticos, gremios, etc.) no fueron observadas como necesarias. Esto porque los pactos tripartitos de Gobierno, CUT y Empresarios (1990-1993) trajeron un aumento del Gasto Social y del Salario Mínimo (que entre 1997 y 2000 creció en un 7,6% anual promedio), así como una disminución absoluta de asalariados sindicalizados, que entre 1990 y 1999 disminuyeron en 26 mil (según cifras de la DT).
Lo que hoy ocurre en la discusión sobre la desigualdad, supone que teórica e históricamente el conflicto que atañe al trabajador organizado durante el siglo XX (y siglo XIX) está superado, suposición a la que ya había llegado tempranamente la política de los noventa y que Joseph Ramos rescata. Según ésta, las transformaciones productivas y políticas han configurado una sociedad postindustrial o, en la traducción que realiza el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón, se ha superado la matriz nacional-popular que determinaba las configuraciones colectivas y la coherencia de las clases en Chile previa al golpe militar.
A partir de este nuevo modelo se privatizan y se «meritocratizan» las esperanzas de bienestar individual y es por eso que la acumulación de capital humano (más educación) pasa a ser primordial. Sin embargo, aun partiendo de esta base, según el sociólogo Erick Olin Wright esto sólo conlleva la creación de un nuevo conflicto de clase: la apropiación de oportunidades de mercado por parte de un grupo o clase, mediante el cierre social sobre la incorporación de nuevos integrantes que pusiera en peligro el activo de su posición de mercado. Es decir, los profesionales protegen sus «credenciales» poniendo trabas a la expansión de su propia habilidad, pues si ésta se expande, la apropiación de mercado que realizan desaparece; la credencial se devalúa.
Y así lo muestra la evidencia en Chile. Si bien una gran cantidad de trabajadores ha aumentado su calificación, su volumen y sus beneficios obtenidos se han visto estancados (cierre de oportunidades) y, a su vez, se observa que más de la mitad de la fuerza de trabajo asalariada se concentra en ocupaciones no calificadas (sin credenciales de educación superior) del moderno sector servicios y no escapa de la precariedad.
En efecto, el mayor aumento relativo de trabajadores se ha dado en el sector servicios: según CASEN, para 1992 correspondía al 54,7% del total de trabajadores; y para 2011, el 67%. De estos, el mayor aumento se concentra en trabajadores no manuales calificados (es decir, trabajadores con educación superior completa que se desempeñan como directivos, profesionales, técnicos, empleados o vendedores), que para 1992 representaban el 9,4% del total de trabajadores y en 2011 aumentan a 16,4%, casi el doble. Sin embargo, este aumento de trabajadores no manuales calificados no debe llevar a engaño, se concentra principalmente entre 1992 y 2003 (de 9,4% a 15,2%), ya que el aumento entre 2003 y 2011 fue de 1,2 puntos porcentuales. Es decir, tal cual lo plantea E. O. Wright, se estanca en la última década la expansión de la apropiación de oportunidades vía credenciales.
Si se observan los salarios, la visión ya no es tan nítida, pues acá se cruza con el problema de la heterogeneidad productiva. Es decir, existen actividades económicas más rentables –por ende, entregan mayores salarios– que otras. Quienes han visto aumentar más sus salarios desde 1992 son los Trabajadores No Manuales Calificados del Sector Servicios, con un 62,1% de variación real de salarios medios, sin embargo, siguen siendo menores al ingreso promedio de los Trabajadores No Manuales Calificados de Minería ($1,8 millones para Minería y $960 mil en Servicios, según CASEN 2011).
En la base de la pirámide de la estructura ocupacional se encuentran los trabajadores manuales no calificados del sector agrícola y del sector servicios, que representan el 33% del total de trabajadores, según CASEN 2011. Ambos tienen los menores ingresos medios, con $221 mil para el trabajador manual no calificado agrícola y $262 mil para el trabajador manual no calificado del sector servicios. Si se suman todos los trabajadores manuales no calificados, concentran el 50% de los trabajadores.
La configuración de clases del siglo XXI en Chile indica entonces que, si bien el componente colectivo está destruido institucionalmente (atomización sindical, negociación colectiva de baja cobertura, reemplazo en huelga, etc.), existe una reconfiguración de los conflictos que los trabajadores viven en la actualidad, en conjunción con los mecanismos de integración que se expandieron durante la década de 1990. La sustitución de la función salarial por el consumo vía crédito deriva en endeudamiento (el 75% de los hogares está endeudado, con fuerte aumento post año 2000, según Banco Central) y la obtención de credenciales ha estancado su aumento de beneficios durante la última década.
Es como si la discusión viviera subsidiada por la realidad coyuntural de los «gloriosos años noventa» y no se actualizara a los ya agotados, pero existentes, mecanismos de contención de conflictos. La supervivencia colectiva del trabajo ve emerger, incluso en las «formas atípicas y postindustriales» de asalariados como los subcontratados, la «vieja» necesidad de organización de los trabajadores. Nuevas estructuras y «viejos» conflictos parecen ser la moraleja; no tanto la de viejos y nuevos consensos.