Pensando en Chile y en su contexto actual, cito al muerto de Ris Orangis: «No hay democracia sin literatura, y no hay literatura sin democracia». La literatura aquí es lo imposible, la metáfora, y la democracia en esta línea siempre es perfectible, nunca terminada y vice-versa. Entonces y “más allá de los fumadores de opio chilensis”; de la educación pública, gratuita y de calidad que nos enrostran como imposible; por sobre los imperativos macro y microeconómicos que traban la reforma tributaria; más allá de las voces calculistas e instrumentales que no ven alternativa alguna para una cambio a la constitución viciada y llena de trampas que rige y di-rige a la sociedad chilena en la actualidad, planeando sobre cada una de estas ataduras normativas.
Ris Orangis es una localidad ubicada a 23 kilómetros al sur de París. Con mucho de pueblo que orbita a la gran ciudad, es decir bucólico, casi demasiado tranquilo y siempre en pausa, esta localidad acoge en su cementerio la tumba de Jacques Derrida, filósofo mayor de la filosofía del siglo XX y cuyas ideas, conceptos y sabotajes metafísicos determinaron, quizás y para siempre, la historia del pensamiento occidental.
Llegamos a Ris Orangis en tren. Después de encontrar el cementerio comenzamos la búsqueda y el peregrinaje hacia la tumba del filósofo, oculta y dispersa entre los miles de mausoleos en honor a soldados de la primera y segunda guerra mundial, de la guerra de Argelia, a los “mártires” de la guerra de Indochina y a un largo etcétera bélico. Curioso, inicialmente, que no existiera alguna indicación de cómo llegar a la que era, quizás, la tumba más célebre del cementerio (los cementerios de París, como saben quienes los conocen, son verdaderos museos de cadáveres famosos donde todo está indicado y señalado geométricamente). Curioso también que los propios habitantes de Ris Orangis que visitaban a sus familiares muertos no hubieran escuchado nunca el nombre “Jacques Derrida”, y que el tono de sus respuestas a nuestras preguntas fuera algo así como: “He vivido 50 años en este lugar y nunca me enteré que aquí estaba enterrado un filósofo conocido”. Con todo, la búsqueda no resultó tan exageradamente larga y una hora no fue algo extenuante. Su sepultura, además, se diferenciaba del resto porque en vez de flores tenía piedras, milenaria costumbre judía que indica que las piedras no se marchitan y que acompañan sin tiempo al muerto, a diferencia de la corta vida de una flor. Éramos los únicos frente a su tumba.
[cita]Pensando en Chile y en su contexto actual, cito al muerto de Ris Orangis: «No hay democracia sin literatura, y no hay literatura sin democracia». La literatura aquí es lo imposible, la metáfora, y la democracia en esta línea siempre es perfectible, nunca terminada y vice-versa. Entonces y “más allá de los fumadores de opio chilensis”; de la educación pública, gratuita y de calidad que nos enrostran como imposible; por sobre los imperativos macro y microeconómicos que traban la reforma tributaria; más allá de las voces calculistas e instrumentales que no ven alternativa alguna para una cambio a la constitución viciada y llena de trampas que rige y di-rige a la sociedad chilena en la actualidad, planeando sobre cada una de estas ataduras normativas.[/cita]
Resumiendo, no es muy sabido que Derrida está enterrado en Ris Orangis; no hay indicaciones para llegar a su tumba; no mucha gente del pueblo está al tanto, al parecer, que en su cementerio reposan los restos de un genio del pensamiento occidental; su tumba, igualmente, no es un artefacto pop que atrae a cientos de visitantes diarios como sí lo es, por ejemplo, la de Jim Morrison en el Père Lachaise de París. La huella y el secreto (el mismo que atravesó toda la vida de este judío sefardí llamado originalmente “Jackie Elí” y que tuvo que afrancesar su primer nombre a “Jack” al tiempo que borrar el segundo de todo documento identificatorio para evitar la cacería Nazi una vez que fue obligado a dejar Argelia junto a su familia), conceptos claves en su filosofía, fueron compañeros en la experiencia de nuestra visita que, a esta altura, ya era mucho más que el burdo fetiche estético de conocer “el sepulcro del maestro”.
Como era de esperar, frente a su tumba pensé en nociones como différance, huella, archihuella, secreto o espectro, lo que implica deslizarse a ese espacio del pensamiento que no está constituido y que se libera de cualquier intención categorizante aunque, al mismo tiempo, estas nociones son constitutivas de aquello que se expresa en una forma o historia específica. Y es así siempre con Derrida, cada vez que el pensamiento o la historia indican un cierre, una cláusula, su herencia nos pro-mueve hacia el lado de lo que está ausente, fuera de toda consideración presente, llamando al margen e invocando los pliegues de un sentido que se disemina por fuera de cualquier estructura.
Sin embargo esta filosofía, la de la deconstrucción, es una invitación permanente, ética y urgente al momento de pensar lo contingente. Por más que su intento de definición colinde con lo imposible (como sostiene el mismo Derrida en relación a la deconstrucción: “experiencia de lo imposible”), la política, “lo” político, las idas y vueltas del quehacer cotidiano en el ámbito de lo público y todo lo que es activo y observable, no puede sino ser sometido a este ejercicio de desmantelación como el que la deconstrucción invoca. Todo esto porque la deconstrucción no tiene objetivo sino horizonte; no es un método sino un acontecimiento; no hay reglas sino intuiciones; no hay muertos “o” vivos sino espectros “y” vivos azuzándose en el centro de un sentido marginalizado por vocación crítica. Apurando una síntesis, lo imposible es lo que se transparenta tras toda posibilidad.
Pensando en Chile y en su contexto actual, cito al muerto de Ris Orangis: «No hay democracia sin literatura, y no hay literatura sin democracia». La literatura aquí es lo imposible, la metáfora, y la democracia en esta línea siempre es perfectible, nunca terminada y vice-versa. Entonces y “más allá de los fumadores de opio chilensis”; de la educación pública, gratuita y de calidad que nos enrostran como imposible; por sobre los imperativos macro y microeconómicos que traban la reforma tributaria; más allá de las voces calculistas e instrumentales que no ven alternativa alguna para una cambio a la constitución viciada y llena de trampas que rige y di-rige a la sociedad chilena en la actualidad, planeando sobre cada una de estas ataduras normativas, el muerto de Ris Orangis nos dice que sólo es desde eso que parece imposible que lo posible mismo se altera y expande los horizontes de la justicia. Evidenciar lo que parece lo imposible es lo que nos deja este muerto.
El tren de vuelta nos dejó en un París lluvioso y con la noche ya en su sitio.