La idea de que, si uno camina lo suficiente, uno podría llegar a una zona en conflicto armado, siempre ha ejercido un cierto poder sobre mi imaginación. Podríamos llamarle a esto, no sin cierta ironía, el efecto Ingrid Betancourt. Al respecto, me asombra de una manera perturbadora que algo tan sencillo y cotidiano como desplazarse físicamente de un punto a otro pueda conllevar un cambio tan profundo en lo social; de la vecindad a la agresión, de la paz a la aniquilación.
Por supuesto, que esto me sorprenda no solamente dice algo sobre la realidad, sino también sobre mi subjetividad; sobre el contexto en el que se han cultivado mis expectativas. Los entornos que han moldeado mi conciencia no me han expuesto al riesgo de sufrir agresiones físicas o experimentar una muerte violenta a manos de otro. Y, sin embargo, el testimonio de otros me reporta que esos peligros son reales en otros lugares, en otros espacios.
Desde luego, he tenido algunas experiencias de inseguridad, ciertamente menores en el orden de lo humano. Y en aquellas contadas ocasiones en que me he sentido amenazado por otros, lo más interesante, desde una perspectiva espacial, es que ello ha ocurrido en lugares físicamente familiares, a los cuales una pequeña alteración los transformó en lugares de peligro. Todos sabemos que un mismo lugar a la luz del día o en la oscuridad de la noche cambia considerablemente en cuanto a la seguridad que ofrece. Pero lo importante es comprender que ello ocurre como resultado no de un cambio físico, sino humano: en este caso, es la soledad, la ausencia de otros que podrían servir pasivamente como mecanismo de control del comportamiento de quienes sí están ahí, lo que hace peligroso a un lugar. Incluso más, en momentos determinados de la historia, las sombras que traen la soledad y con ello la peligrosidad a nuestros lugares cotidianos pueden ser decretadas por la sola voluntad de la autoridad. No de otra manera ha de ser interpretado el toque de queda que el día 11 de septiembre de 1973 comienza a regir a partir de las 15:00 horas, transformando el día en noche y los rincones más públicos del país en verdaderos paredones de fusilamiento.
Pero también hay lugares, enclaves, que no son seguros nunca. Lugares que durante años, décadas, siglos, han estado azotados de manera cotidiana por la violencia, por la falta de acceso a servicios públicos y privados, por la inexistencia de áreas verdes, por la inexistencia de cosas tan abstractas pero tan concretas como ‘oportunidades’ o ‘derechos’. Estos lugares pueden volverse momentáneamente seguros; por ejemplo, cuando una autoridad pública –un alcalde, un ministro– dirige un ‘operativo en terreno’ o bien lleva a cabo alguna inauguración. El desplazamiento físico de las autoridades y su séquito, así como la incursión de más efectivos policiales, son algunos de los dispositivos que activamente disciplinan el caos (pre)existente, y que a cuya retirada, cual dique de contención que ha desaparecido de un momento a otro, liberan nuevamente las fuerzas de la entropía.
Hay una tercera situación: el caso de quien, si bien está localizado en un espacio de normalidad, y en un contexto de normalidad, lleva consigo una marca de excepcionalidad que constituye una autorización pública para el desencadenamiento de la violencia. Esta experiencia es común a la de la mujer golpeada por su marido en público, o el disidente secuestrado por las fuerzas policiales a plena luz del día, o la trabajadora sexual travesti acuchillada a un par de cuadras de una fuente de soda. Es la figura del homo sacer explorada por Giorgio Agamben: aquel que puede ser muerto por todos, pero no puede ser consagrado a los dioses. Es la situación de aquellos cuya identidad les priva de las protecciones y garantías de seguridad física que constituyen el núcleo del imperio de la ley.
La seguridad física es el núcleo del imperio de la ley —esto es, del Estado de Derecho— para todo quien comprenda este fenómeno a la luz de las reflexiones de Thomas Hobbes contenidas en Leviatán (1651). Según Hobbes, “durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente”. Ese “poder común” consiste en la unificación de las voluntades de todos en una sola autoridad, “y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio”.
Pero si la promesa de seguridad física es el núcleo del imperio de la ley, ¿qué queda de esa promesa para quienes habitan espacios que nunca son seguros? ¿Y qué decirle a quienes no gozan de esa promesa en ningún lugar, a ninguna hora?
Geografía Política
Estas reflexiones buscan llevar al plano de lo cercano, de lo “micro”, aquella matriz conceptual elaborada por diversos pensadores que, con el nombre de geografía política, buscaba explicar la distribución del poder entre las grandes potencias sobre la faz de la tierra. El geógrafo alemán Friedrich Ratzlel no sólo acuñó aquel término disciplinario, sino que además dio contenido a un concepto que posteriormente articularía ideológicamente la política expansionista del Nacional Socialismo: Lebensraum, el espacio vital del que un país en crecimiento siempre está en necesidad. El geógrafo inglés Halford John Mackinder agregó el concepto de Heartland, el cual empleó para describir al espacio geográfico de cuyo control dependía la configuración de un poder de alcances planetarios. Y Carl Schmitt, en su última gran obra, El Nomos de la Tierra en el derecho de gentes del ius publicum europaeum (1950), caracteriza al acto de apropiación de la tierra, de su demarcación y distribución, como “el acto primigenio de fundación del derecho”.
En esta última obra, Schmitt lleva a sus últimas consecuencias la crítica al positivismo jurídico iniciada en sus primeros trabajos. Su crítica siempre consistió en afirmar que el positivismo jurídico no comprendía la naturaleza del derecho (así como el liberalismo político no comprendía la naturaleza de lo político). El positivismo, sobre todo en su vertiente kelseniana, pensaba que el derecho era un fenómeno normativo, asimilando el derecho con la ley y con las cualidades que de ella pregonaba el positivismo: generalidad y abstracción. Comenzando por Teología Política (1922), Schmitt procedió a atacar esa concepción, señalando allí que la norma general y abstracta depende para su existencia efectiva de un acto de decisión (Entscheidung) que siempre es libre respecto de aquella, ya que no consiste en un mero acto de deducción. “De allí resulta que lo importante para la realidad de la vida jurídica, es quien decide”, concluye Schmitt. Su siguiente cuestionamiento se produjo en Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (1934), donde profundizó aún más su reflexión al respecto. Así como la norma depende de la decisión, así mismo esta última depende de la existencia de un orden concreto. “La norma o regla no crea el orden, tiene más bien, sobre el terreno y en el marco de un orden dado solamente una cierta función reguladora; en la que la medida de validez, en sí autónoma, de la ley, es decir, independiente de la situación de las cosas, es relativamente pequeña”. En El Nomos de la Tierra, Schmitt llega a dar con la roca madre que sostiene al Estado de Derecho. Así como la vigencia de la norma depende de la decisión, y así como la decisión depende de un orden concreto, asimismo el orden concreto depende para su existencia de un acto de apropiación de la tierra. Al Estado de Derecho le subyace un acto de apropiación, demarcación y atribución territorial.
“Todas las ulteriores relaciones jurídicas con el suelo del territorio dividido por la raza o el pueblo que lo ha tomado, todas las instituciones de la ciudad protegida por una muralla o de una nueva colonia están determinadas a partir de esta medida primitiva”. Así, el destino de nuestra capital, y con él de nuestro orden político, pareciera estar inscrito en el acto de trazado y división del suelo realizado por el alarife Pedro de Gamboa bajo instrucciones de Pedro de Valdivia. Por supuesto, no se trata de ontologizar nuestra historia; a ese acto original de apropiación de la tierra le siguen sucesivos actos de apropiación de nuevos territorios, y de reorganización de aquel ya apropiado. Lo importante aquí es que los efectos del primer acto de apropiación, aquel mediante el cual se instituyó una élite situada al centro y cubierta por todas las protecciones del naciente Estado de Derecho y a su alrededor una periferia arrojada a su suerte y a los perros, repercuten en cada uno de aquellos futuros nuevos actos de apropiación, los cuales están unidos a aquel primer hecho como nudos en un tejido. Cuando Vicente Pérez Rosales incendia la extensión equivalente a varias provincias para abrir paso a la colonización alemana del sur, está estableciendo nuevas expansiones o brotes de la élite capitalina y sus murallas, así como instaurando nuevas periferias, nuevas exclusiones. Y si bien cada cierto tiempo algunos excluidos hacen un acto de soberanía y se apropian ellos mismos de un determinado espacio a través de tomas, ocupaciones y recuperaciones, nada cuesta invocar la legalidad propia del orden espacial en el que dichos actos están inevitablemente localizados, para restablecer a dichos ocupadores al espacio subalterno que les corresponde de acuerdo al acto inicial de distribución del poder y el territorio.
La contención del caos instaura un adentro y un afuera
No es coincidencia que Schmitt dedique en El Nomos de la tierra tanta atención a la figura teológica del katechon, es decir, del Sacro Emperador medieval en cuanto poder que logra contener la aparición del Anticristo. El poder del katechon consiste en mantener al caos fuera del espacio construido en torno al Emperador y su legalidad. Tal poder establece verdaderas murallas que resisten la presión por hacer ingreso al espacio dentro del cual se desenvuelve y despliega la historia. Fuera de dichas murallas no hay verdad ni redención. Dentro de ellas no hay espacio para el enemigo. Mediando entre ambas está la autoridad política, quien decide soberanamente sobre dónde se sitúan dichas separaciones, así como sobre qué orden se anida en su interior. No está de más recordar que en la narración bíblica, el primero en fundar y amurallar ciudades es Caín; el asesino de su hermano; el mismo que es también el primero en sentir miedo de otros, como resultado de su crimen. En el primer acto bíblico de apropiación de la tierra hay un explícito ejercicio de amurallamiento contra ese otro que nos puede dañar tal como nosotros ya le hemos dañado.
La imaginería teológica del katechon podría bien representar la realidad de un mundo en el que históricamente han existido adentros y afueras, metrópolis y periferia, incluidos y excluidos, libres y oprimidos. La existencia de unos y otros, así como las identidades de cada quien, no son el resultado de inevitabilidades ontológicas, sino que de decisiones del katechon, de la autoridad política. Que algunos vivan en el frío y la inseguridad del extramuros, así como que algunos lleven en sus rostros la marca infamante que les impide gozar de tranquilidad incluso dentro de los confines de la ciudad, no es entonces sino es una decisión.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl