La propuesta Bachelet de cuotas
El proyecto de ley enviado por Michelle Bachelet al Congreso Nacional sobre reforma al sistema electoral contiene, además de una propuesta de reforma al sistema binominal, una interesante innovación inspirada en la igualdad de género. Dicha propuesta requiere, según explica el Mensaje Presidencial, que en la nómina de candidatos parlamentarios presentada por todo partido político “ningún género esté representado por sobre 3/5 ni por debajo de los 2/5 del total”. El mismo Mensaje se encarga de aclarar que esta exigencia “se propone como transitoria, aplicable a las elecciones parlamentarias de 2017, 2021, 2025 y 2029, en el entendido que su propósito es romper una situación inicial en la que operan fuertes e invisibles barreras de entrada”.
La propuesta, de ser acogida, constituirá una reforma que, si bien resultará innovadora para nuestra conservadora institucionalidad electoral, no hará sino ponernos a tono con los numerosos países latinoamericanos que han adoptado dicha medida. Nuestro desfase en la materia con respecto al contexto regional no implica, sin embargo, que esta medida haya estado ausente del debate especializado. La implementación de cuotas de género ha sido promovida por centros de estudios (Ríos, 2006), por la academia (Zúñiga Fajuri et al, 2007) y por la sociedad civil. El propósito último de dicha exigencia ha sido conceptualizado como la promoción de una democracia paritaria en materia de género (Zúñiga Añazco, 2005).
Este proyecto tiene un gran mérito: visibiliza las implicancias y consecuencias de la posición subalterna que ocupa la mujer en nuestra sociedad patriarcal. Pero ese mérito debe ser aquilatado en el peso que tiene: visibiliza, pero no soluciona. En esta columna abordaré dos preguntas al respecto: ¿qué es lo que ella visibiliza? Y, ¿por qué no lo soluciona? Mis respuestas, al respecto, configuran la “propuesta Bachelet de cuotas” como una reforma “posibilista”: una reforma cuyos ángulos más agudos parecen haber sido limados para lograr su aceptación por parte de sus eventuales detractores. Y si bien la discusión política sobre los méritos o deméritos de las estrategias “posibilistas” constituye una importante parte del repertorio de debates internos a los proyectos socialmente transformadores, no entraré de lleno en ella aquí, limitándome a justificar la calificación de tal de la propuesta Bachelet.
El contexto crático de las “cuotas” de género
He sostenido anteriormente que el análisis de las instituciones jurídicas debe incorporar entre sus consideraciones aquello que he denominado su dimensión cratológica; esto es, la evaluación de las relaciones de poder entre distintos grupos sociales que subyacen a dichas instituciones, así como a sus modificaciones. Tomar en cuenta el contexto crático en materia de género, el contexto de las disparidades de poder socialmente existentes entre hombres y mujeres, resulta imprescindible para entender los propósitos de la propuesta Bachelet.
Quisiera sugerir, en este sentido, que en la sociedad chilena la mujer está en una situación bastante parecida a la de los trabajadores en sociedades industriales durante el siglo XIX. En ambos casos, estamos frente a grupos sociales que gozan de las protecciones formales ofrecidas de manera abstracta por el Estado de Derecho a todos los integrantes de la sociedad. Pero, como observara agudamente Anatole France, “la majestuosa igualdad de las leyes, que prohíben a ricos y pobres por igual dormir bajo los puentes, mendigar por las calles, y robar pan”, es en realidad una igualdad bastante poco valiosa. Así como la libertad contractual decimonónica dejaba en la desprotección a los trabajadores debido a la existencia de relaciones de poder dispares entre trabajadores e industrialistas, asimismo la abstracta igualdad constitucional contemporánea deja en la desprotección a la mujer, debido a la supervivencia de una sociedad patriarcal.
¿Qué es la sociedad patriarcal? Varias características la configuran. En ella, existen estereotipos sobre la mujer que la presentan como menos capaz que el hombre, estereotipos que circulan profusamente y son constantemente validados por los medios encargados de la producción y difusión cultural: familia, instituciones educacionales, medios de comunicación, entre otros. Los mismos medios culturales inculcan en las mujeres una disposición mental a postergar su propio bienestar para privilegiar el servicio a otros, usualmente a hombres situados en situaciones de proximidad social a ellas. Al mismo tiempo, las mujeres acceden a menos beneficios materiales y simbólicos del intercambio social, y participan en una cantidad considerablemente menor de los espacios de toma de decisiones. Todos estos elementos se refuerzan entre sí, cual profecía autocumplida, sin que sea fácil determinar con precisión qué es causa, y qué es efecto.
En la sociedad patriarcal, en resumen, las mujeres experimentan relaciones de opresión que adoptan tanto un carácter cultural (estereotipos que son inculcados en las propias víctimas) como político (marginación de espacios de toma de decisiones) y económico (desventaja en materia de bienestar respecto de hombres similarmente situados en la estructura social). Esta opresión multicausal ha sido visibilizada en la teoría política de autoras como Young (1990) y Fraser (2008), quienes de hecho la han empleado para discutir la opresión social en general, universalizando la experiencia femenina de la opresión.
Ahora bien, esta referencia al carácter patriarcal de nuestra sociedad permite interactuar con una crítica que a menudo surge contra las cuotas de género. Dicha crítica suele tomar la forma de una pregunta retórica. ¿Por qué no se emplean las cuotas para entregar representación política a otros grupos desaventajados? O, más radicalmente, ¿por qué no se disgrega la representación política en torno a estamentos determinados de acuerdo a las características de cada grupo?
La primera versión de la pregunta admite una fácil respuesta: puede que ello sea conveniente, como lo reflejan ciertas experiencias positivas de redistritaje para favorecer a la población afroamericana en Estados Unidos (si bien históricamente el redistritaje ha sido empleado allá para perjudicarles), así como la experiencia con distritos reservados para maoríes en Nueva Zelanda, entre otros casos de cuotas aborígenes. Y, en todo caso, cabe responder a dicha pregunta que lo que en general necesitan los grupos desaventajados, en el mundo que nos ha tocado vivir, es medidas que sean idóneas para mitigar las causas de su desventaja específica; en algunos casos, se tratará cuotas electorales, en otros de derechos prestacionales (grupos socioeconómicamente vulnerables), en otros de mecanismos que fortifiquen su capacidad de acción colectiva (trabajadores y sus sindicatos).
La segunda versión de la pregunta transluce más claramente lo que anima a quien pregunta: una cierta ansiedad por el cuestionamiento que la propuesta de cuotas de género conlleva a las premisas liberales de la representación, las que suponen diluir en la voluntad general la identidad de los individuos que componen la nación. Discutir la ansiedad liberal tomaría mucho más espacio que el disponible aquí. Pero ello no es necesario. Al menos en esta ocasión, dejaré intacta la concepción liberal de la representación, caracterizando la propuesta de privilegiar la representación política de la mujer –y, eventualmente, de otros grupos desaventajados– como una excepción calificadísima (caracterización que tendrá consecuencias de las que me haré cargo al discutir la transitoriedad de la propuesta Bachelet), fruto de situaciones de opresión que hacen al mismo tiempo difícil y necesaria su representación. Difícil, porque parte de la opresión que experimenta este grupo involucra su marginación de los espacios de toma de decisiones, marginación arraigada en profundas estructuras culturales y sociales. Necesaria, porque el grupo no sólo experimenta la marginación de espacios de toma de decisiones, sino también una participación menguada en los beneficios materiales del intercambio social.
La justificación de la idea de cuotas de género reside entonces en su capacidad simultánea de superar algunos de los obstáculos que surgen del carácter patriarcal de la sociedad como de contrarrestar algunos de sus efectos. La superación de obstáculos consiste en la capacidad que demuestran las cuotas de género de lograr situar a mujeres en puestos de toma de decisiones, capacidad demostrada por la experiencia internacional. La capacidad de las mismas de contrarrestar algunos de los efectos del carácter patriarcal consiste en la expectativa de que dichas mujeres en puestos de toma de decisiones contribuyan a incrementar el bienestar de las mujeres en general; capacidad cuya efectividad, en todo caso, siempre está sujeta a las contingencias de la política. Estos dos elementos sirven para construir la idoneidad que la exigencia de cuotas requiere para justificarle como respuesta a la desventaja estructural de la mujer en la sociedad patriarcal; la fragilidad que alguna de ellas evidencia, desde luego, menguará la justificación en concreto de dicha exigencia.
El “posibilismo” de la propuesta Bachelet
Todo lo dicho en el párrafo anterior sirve de justificación, desde luego, a la propuesta de Bachelet. Sin embargo, tal propuesta presenta características que atentan contra su propia efectividad. A mi juicio, entre ellas se encuentran su transitoriedad; su neutralidad; y su localismo.
La propuesta Bachelet es transitoria, en cuanto ella tendrá vigencia solamente durante las próximas cuatro elecciones parlamentarias. Aparentemente, a juicio de Bachelet, transcurridas dichas cuatro elecciones parlamentarias, las “fuertes e invisibles barreras de entrada” que dificultan la representación de la mujer habrán desaparecido. Ahora bien, el recurso a la transitoriedad demuestra cuán confundida está nuestra Presidenta en materia de acciones afirmativas; cuán confusa es la inspiración teórica y práctica que la nutre.
El carácter transitorio de las medidas especiales que buscan proteger a los grupos desaventajados ha sido un invento de los enemigos de dichas medidas ubicados en la Corte Suprema de Estados Unidos. Así, por ejemplo, en Grutter v. Bollinger (2003), donde estaba en discusión la constitucionalidad de medidas que favorecen a la población afroamericana en el ingreso a la educación superior, la Jueza Sandra O’Connor expresó su deseo de que dichas medidas no fueran necesarias en un plazo de veinticinco años, aserción que fue prontamente interpretada por enemigos de las medidas de acción afirmativa como un plazo o deadline tras el cual ellas habrían de ser abandonadas. Otro ejemplo lo constituye la reciente sentencia Shelby County v. Holder (2013), donde el Presidente de la Corte John Roberts argumentó que la evidencia que sustentaba las medidas de protección del sufragio de la población afroamericana en localidades con antiquísimas prácticas racistas databa de hace cuatro décadas, por lo que dichas medidas carecían de justificación en la actualidad.
El problema con la aspiración a la transitoriedad, en sus distintas formulaciones –poética, en O’Connor; dispositiva, en Roberts y ¡Bachelet!– es que ella pone los bueyes delante de la carreta, como dice el dicho. La transitoriedad se apura demasiado a proclamar que la situación que justifica las medidas excepcionalísimas aquí en discusión ha concluido. El fin a la discriminación y, en general, a la opresión del hombre (o de la mujer) por el hombre (o la mujer) es un proyecto de largo plazo, que no ha concluido hasta que no haya concluido. La poética imagen marxista de que el Estado desaparecerá cuando se haya puesto fin a la lucha de clases apunta en el sentido correcto: las medidas institucionales que buscan proteger a los individuos y los grupos de la opresión se revelarán como innecesarias cuando ya no haya necesidad de dicha protección. Mientras tanto, deshacerse de ellas sería como, para los burgueses, acabar con la policía; o, más realistamente, como para los trabajadores, debilitar los sindicatos. Así como desaparecida la policía, los burgueses verían peligrar su propiedad; así como debilitados los sindicatos, los trabajadores han visto aumentar su explotación; asimismo la mujer y las minorías raciales verán retroceder su causa en ausencia de medidas de protección especial.
Un segundo problema es la neutralidad de género con la que la propuesta Bachelet es formulada. Ella pareciera decirle, con igual énfasis a ambos géneros, que no podrán abusar del otro. ¡No podrán ser presentadas listas parlamentarias compuestas únicamente por mujeres!, acaba de decretar la Presidenta. Hemos puesto fin a la amenaza que pendía sobre los cuellos de los aspirantes a diputados y senadores que han nacido con la desgracia de nacer con un sólo cromosoma X, amén de otras características anatómicas.
El problema de la neutralidad de género, como se puede ver, es que replica la igualdad abstracta que está en la raíz de los padecimientos de la mujer. No tiene sentido ponerle un máximo a la presencia femenina en las listas parlamentarias, considerando que el objetivo declarado es aumentar efectivamente la presencia de mujeres en el parlamento. Incluso más, ya que la reforma es transitoria, ¿por qué no haber exigido transitoriamente que durante las próximas cuatro elecciones todas las listas parlamentarias estén integradas única y exclusivamente por mujeres? Quizás esa hubiese sido la única reforma realmente efectiva; mal que mal, no es poco probable que los partidos políticos aprendan rápidamente a usar el 40% mínimo de mujeres que han de incluir para rellenar aquellos cupos electorales donde saben que no van a ganar.
Un tercer déficit de la propuesta es su localismo. La propuesta Bachelet es localista en el sentido de que circunscribe la medida especial en cuestión, la exigencia de una cuota de género, al Congreso Nacional. Que sea localista es problemático pues la marginación estructuralmente de la mujer de los espacios de toma de decisiones y de poder simbólico no sólo afecta al Congreso sino también a los consejos regionales; a los concejos comunales; a las directivas de partidos políticos; a los gabinetes ministeriales; a las reparticiones del Estado en general, incluyendo al Poder Judicial; a las instituciones educacionales; a las empresas, la industria y el comercio; a las profesiones liberales y sus asociaciones gremiales; a los pocos sindicatos existentes; y así sucesivamente. ¿Por qué se selecciona un único espacio para exigir cuotas? ¿Porque en ellos no hay mujeres capacitadas para asumir posiciones de poder? ¿Porque sería muy radical pedir cuotas en todos estos ámbitos, porque sería una intervención demasiado intensa en la sociedad? La respuesta a estas preguntas pareciera ser el silencio.
¿Por qué la propuesta Bachelet viene con estas tres debilidades? Cabe suponer que La Moneda ha elaborado una propuesta tímida, moderada, para incrementar las posibilidades de que ella sea aprobada. En otros términos, puede ser que Bachelet haya intentado emplear la debilidad de su propuesta como una fortaleza, optando por una reforma que sea viable, que sea posible. Desde luego, no se trata aquí, como retrucaría el viejo espíritu concertacionista, de pedir reformas imposibles, meramente testimoniales. Pero, sin entrar en las discusiones filosóficas sobre las virtudes y defectos del posibilismo, de seguro algo más se podría haber esperado en este caso. Particularmente, haber planteado en la propia propuesta Bachelet la transitoriedad desde un comienzo parece un despropósito estratégico; ella podría haber sido “ofrecida” en el contexto de un ajedrez parlamentario como la pieza a perder para proteger a la reina.
Conclusión: las posibilidades del posibilismo
He dicho que no abordaré directamente la discusión sobre los méritos y deméritos del posibilismo. Sin embargo, quisiera apuntar a una alternativa que redimiría este caso de posibilismo, y en general todo posibilismo, de sus deméritos. Puede ocurrir que, aprobada la propuesta Bachelet, ella nos haga ver colectivamente, en cuanto comunidad política, los méritos de las cuotas, incluso llegando a extenderlas a cuotas indígenas, incluso llegando a extender dicha aprobación a medidas similares en otros ámbitos de la sociedad. La posibilidad de dicho aprendizaje es un punto que Atria (2014) ha hecho ver respecto de otras reformas aprobadas anteriormente en nuestro país, tales como la ley de divorcio o la igualación entre hijos nacidos fuera y dentro del matrimonio. Esto, por supuesto, no es algo que esté garantizado. Forma parte de la contingencia propia de la libertad humana y, en consecuencia, de la política. Si ello ocurre así, o si en cambio la transitoriedad de la reforma resulta sencillamente en su abandono en una década y media más, será en consecuencia el resultado de las discusiones y luchas de los próximos años.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl