La historia reciente de la cultura occidental contribuye también a explicar la falta de debate sobre cómo regular en términos jurídicos el suicidio y la eutanasia. A saber, que bajo el nacionalsocialismo de Hitler, el entonces país más educado de Europa sancionó leyes que promovieron políticas de Estado de exterminio de supuestas clases de individuos. No sólo se asesinó a quienes las leyes de Núremberg clasificaron como “judíos” y otras variedades de los así llamados “infrahumanos”, también se asesinó a “arios puros”, pero que sufrían de retardo severo del aprendizaje o que eran homosexuales. Proponer una regulación jurídica de la muerte suena nazi, y pocos quieren correr hoy el riesgo de ser tenidos por tales.
¿Cuál es hoy el problema jurídico y moral (“valórico”, diría un apresurado) de mayor cobertura que enfrenta hoy la sociedad chilena? Tres vistosos candidatos a la corona de marras son: reglamentar el matrimonio entre personas del mismo sexo; el cultivo y consumo de marihuana por particulares; y, por último, el aborto. Pero estos problemas –que, por cierto, son tales– palidecen frente a otro, que rara vez es mencionado y que, en principio, incumbe a muchísimas más personas: regular el derecho a morir, es decir, dirimir cuándo y cómo es legítimo morir.
Según las estadísticas, la condición homosexual cubriría alrededor del 10% de los chilenos (sí, incluyo ahí a las chilenas). Pero muchos homosexuales prefieren no unirse mediante vínculos legales. Es decir, los afectados serían menos del 10%. Un 15% de la población chilena fumaría marihuana. Abortar de forma legal, al menos por el momento, es una aspiración de mujeres, algo más de la mitad de la población. Pero sólo corresponde contar a las que, estando embarazadas, optarían por el aborto. Así, de los tres problemas mencionados, este es el que afectaría a más personas, digamos, entre un 15% y un 20% de la población. Pero todos vamos a morir. El 100% de la población morirá.
Múltiples prejuicios rodean a las inclinaciones y acciones de homosexuales, marihuaneros y mujeres que abortan. Son actitudes feroces y crueles, que vuelven ingratas las vidas de esas personas. Y que, por lo mismo, arrojan dudas sobre la pretensión de cuantificar estas realidades. Más aún en el caso de Chile, un país incapaz siquiera de censar a su población. Mark Twain atribuyó a Benjamin Disraeli –el dandi sefardí que, como Primer Ministro británico, hizo emperatriz de la India a la Reina Victoria– una taxonomía que clasifica a las mentiras en mentiras, malditas mentiras y estadísticas.
[cita]La historia reciente de la cultura occidental contribuye también a explicar la falta de debate sobre cómo regular en términos jurídicos el suicidio y la eutanasia. A saber, que bajo el nacionalsocialismo de Hitler, el entonces país más educado de Europa sancionó leyes que promovieron políticas de Estado de exterminio de supuestas clases de individuos. No sólo se asesinó a quienes las leyes de Núremberg clasificaron como “judíos” y otras variedades de los así llamados “infrahumanos”, también se asesinó a “arios puros”, pero que sufrían de retardo severo del aprendizaje o que eran homosexuales. Proponer una regulación jurídica de la muerte suena nazi, y pocos quieren correr hoy el riesgo de ser tenidos por tales.[/cita]
Pero, aun si, las estadísticas subestiman en mucho la cantidad de marihuaneros, homosexuales y mujeres que abortan, su número jamás se acercará a la cantidad de nosotros que morirá. Hasta el momento, sólo un hombre ha resucitado, según la visión más optimista. Y quienes la profesan insisten en que se trata de un hombre de excepción. ¿Por qué, entonces, este problema casi nunca figura en el debate público chileno?
Porque homosexuales, marihuaneros y mujeres que pudieran decidir abortar son grupos pequeños y, por lo mismo, capaces de organizarse e influir. A la muerte, por contraste, cada uno marcha a su ritmo. Y, en rigor, solo. Además, porque la muerte, el suicidio y la eutanasia son temas escabrosos por razones culturales y de historia reciente.
La cultura occidental o judeocristiana surge de una lectura en griego de la antigua literatura sagrada judía. “Katholos” es la raíz griega de católico que, como sabemos, en latín se dice “universal”. Veamos cómo concibe a la vida humana. Su origen está en Bereshit (hebreo para “En el principio”), el primero de los cinco libros de la ley de Moisés (que los cristianos bautizaron “Génesis”), conjunto de escritos al que los judíos llaman Torah y los cristianos “Pentateuco”, de “pente”, cinco en griego, y de “teukbos”, volumen. Leemos ahí que “Dios generó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gen 2:7). “Aliento de vida” en hebreo es “nefesh jái”, es decir, “respiración viva”. Es un antiquísimo descubrimiento, que muchas otras culturas también hicieron. Animal que respira, vive.
Pero, al leer el texto desde el griego (uno de los pasos que convierten al judaísmo en cristianismo), lo que hace a una persona estar viva se presenta como una cosa o “substancia”, categoría metafísica ausente del pensamiento judío, algo que ingresa a un cuerpo hasta entonces inanimado. De ahí la tesis cristiana de que la vida sea “un don divino”. Por así decirlo, la vida es una cosa, que el Creador ha regalado al hombre. La vida sería un bien y no la posibilidad de tener bienes, opción esta última que, siguiendo a Séneca, tengo por la correcta. Sólo un malagradecido se deshace de un bien regalado por su Creador. De ahí el rechazo al suicidio y, por extensión, a la eutanasia en la cultura occidental.
Además, como me señaló Antonio Bascuñán Rodríguez, sin una prohibición tajante en contra del suicidio, la religión que promete “resurrección para todos” y en la verdadera vida, empujaría a sus fieles a terminar rápido con sus existencias. Por eso para nosotros, los occidentales, creaturas concebidas en el útero cultural judeocristiano, aunque conocidos, los suicidios de Sócrates entre los griegos y de Séneca entre los romanos, no sean “muertes ejemplares”.
La historia reciente de la cultura occidental contribuye también a explicar la falta de debate sobre cómo regular en términos jurídicos el suicidio y la eutanasia. A saber, que bajo el nacionalsocialismo de Hitler, el entonces país más educado de Europa sancionó leyes que promovieron políticas de Estado de exterminio de supuestas clases de individuos. No sólo se asesinó a quienes las leyes de Núremberg clasificaron como “judíos” y otras variedades de los así llamados “infrahumanos”, también se asesinó a “arios puros”, pero que sufrían de retardo severo del aprendizaje o que eran homosexuales. Proponer una regulación jurídica de la muerte suena nazi, y pocos quieren correr hoy el riesgo de ser tenidos por tales.
Sin embargo, las consideraciones anteriores son insuficientes para negarse a debatir acerca del derecho a morir, por suicidio o mediante la eutanasia. Este sí que es el problema moral y jurídico de mayor alcance que enfrenta Chile hoy. Nos afecta a todos, una verdad que el envejecimiento de la población y el aumento del gasto destinado a la supervivencia de ancianos iluminará cada vez con mayor luz. Si puedo elegir “vivir sano”, ¿por qué la ley no podría regular mi derecho a morir mientras aún estoy sano?