La vida es demasiado corta como para estudiar todas las materias, aprender todos los oficios y hablar de todos los temas. Por eso nos hemos encargado de dividir los ámbitos de la vida en categorías que nos permitan ordenarlas y así elegir a cuáles de ellos dedicamos nuestro tiempo. Un ejemplo claro de esto es la elección de carrera universitaria. ¿Podríamos estudiar todas las carreras, aprender todos los saberes? No. Especialmente cuando insistimos en que esta elección -cuando recién tenemos diecisiete o dieciocho años- marcará toda nuestra vida de modos que a esa edad no alcanzamos a imaginar.
Una consecuencia de esta división de los saberes y actividades es la convicción de que efectivamente están separados de facto: que nada tiene que ver la política con el arte, la matemática con la literatura, la música con la geografía, la biología con la astrología, la psicología con el derecho, la ingeniería con la religión. “No le pidas peras al olmo” o “Pastelero a tus pasteles” decimos para expresar la incongruencia temática entre un saber y un quehacer. Esta distinción opera en términos prácticos no sólo en la elección de una carrera sino en la división entre científico y humanista de nuestro modelo educativo. Tempranamente organizamos el saber y etiquetamos a los estudiantes acotando sus posibilidades según modelos productivos de desempeño potencial e interés. “Usted tiene habilidad para los números” decimos, descartando de plano que esa habilidad sea compatible con lo que suponemos su opuesto: las letras y el lenguaje verbal.
Pienso que esta organización del saber puede ser muy útil para categorizar la oferta del saber -tecnificado en estas categorías- como si fueran productos en un pasillo del supermercado. Claro: un bien de consumo. Pero ¿Cuáles son las consecuencias de esta decisión? ¿Quién la tomó y en base a que supuestos antropológicos? ¿Cuál es la idea de ser humano que funda esta decisión? ¿Qué criterios operan finalmente en el ordenamiento del saber y la organización del trabajo? Finalmente: ¿Están realmente separadas estas dimensiones en el quehacer del ser humano?
“La especialización es necesaria y positiva para el desarrollo económico y social” me dirán. Sí. Lo he escuchado muchas veces. Mi pregunta es si acaso los cambios y movimientos sociales no nos estarán diciendo otra cosa. Hay asuntos transversales que exceden el lenguaje tecnificado propio de las disciplinas del saber. Qué sea la vida no es un problema simplemente biológico; la pena de muerte no es un asunto exclusivo del derecho penal; ¿Acaso nada tienen que decir los músicos sobre la educación? ¿No hemos visto marchar a padres, abuelos, estudiantes, músicos, abogados, artistas, ingenieros todos defendiendo causas que nos parecen transversales? ¿No consiste precisamente en eso un movimiento social?
No condeno la especialización del saber sino la falta de incentivos en la educación, en todos los niveles, para dialogar sobre asuntos transversales, independientes de la especialización arbitraria de los saberes.
Creo que toda actividad humana expresa una comprensión de lo que somos y como nos relacionamos con el mundo, ese gran conjunto de otros. Si todo acto humano comprende de manera implícita lo que somos -la matemática concibe al mundo como relaciones de unidades; la literatura como relatos que expresan sentido; la música como interacción de vibraciones acústicas; la política como el ejercicio de influir y decidir un tipo de convivencia- puede que poniendo sobre la mesa los supuestos desde los que operamos, juzgamos y tomamos decisiones, comencemos a oír voces allí donde hasta ahora sólo hay diálogos de sordos. “Entender al otro como un legítimo otro” es eso. Abrirnos a su lenguaje y entender que más allá de toda especialización hay elementos en común desde donde construir una sociedad.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl