La oferta inicial de la Nueva Mayoría, reconozcámoslo, era demasiado tentadora: tendríamos reformas que harían del nuestro, un país más justo, más solidario e inclusivo; un lugar donde el privilegio de disfrutar del diario vivir no estaría reservado sólo a unos pocos, a expensas de todo el resto.
Partiríamos con la tributaria, que corregiría las brutales inequidades, desenredaría los intrincados vericuetos y cerraría los enormes forados del sistema vigente, aparte de recaudar USD 8.200 millones anuales adicionales en régimen, indispensables para abordar las restantes reformas; seguiríamos con la educacional, que permitiría lograr en un plazo razonable lo que siempre debimos haber tenido en ese ámbito: una educación pública gratuita, inclusiva y del mejor nivel, comparable con la que se ofrece en los países desarrollados y disponible para todo aquel que la requiriera; y si sobraban recursos, abordaríamos la de la salud, buscando solucionar la permanente carencia de médicos, generales y especialistas (un año de espera para un traumatólogo o un siquiatra, admitámoslo, es una vergüenza mundial), que hace del sistema público un lugar inhóspito (hospitales inhóspitos, vaya paradoja), la laboral y la previsional.
Quedaría pendiente la reforma de la justicia (en Chile quienes no disponen de recursos no tienen derecho a la justicia; ésta es para quienes pueden pagarla), la de la vivienda, la de la administración pública (para hacerla más eficiente y para evitar que siga siendo un coto de caza de las coaliciones gobernantes), y la constitucional (¡ayayay!), pero uno no puede ser tan exigente habiendo tanto que reformar. Hay que ir de a poco, matando los problemas de a uno.
Todo estaba bien en las palabras: un futuro halagüeño y luminoso a la vuelta de la esquina. El papel, de verdad, es muy resistente, y el candor de la gente, un espacio muy amplio. Lamentablemente, sin embargo, llegaron los hechos y hasta ahí nos duró la ilusión.
Primero fue el proyecto de reforma tributaria, redactado por alguien que no escuchó a la Presidenta y no se enteró que había prometido mejorar la equidad y la transparencia, junto con simplificar el sistema y disminuir la evasión y la elusión ―que, aunque sea legal, sigue siendo una sinvergüenzura, y no un “derecho” como considera algún columnista por ahí (la elusión un derecho, ¿se imagina?)―. Hubo allí un severo problema de comunicación, qué duda cabe, porque el proyecto presentado no sólo no corregía la principal causa de inequidad del régimen vigente (el “sistema integrado” de impuesto a la renta, que permite que las empresas no paguen por los servicios públicos que consumen), sino que introducía otras, aparte de arbitrajes, complicaciones y enredos al por mayor, generando un sistema aún más complejo y alambicado, y abriendo forados todavía mayores para la elusión y la evasión. Era un “mamotreto”, como muy bien lo llamó la Presidenta; un verdadero festín para los expertos tributarios y para quienes tienen recursos para pagar por sus servicios.
Después llegó el proyecto de reforma educacional, que fue como un disparo en el pie. Mal concebido y pésimamente explicado, no dejó a nadie conforme e, incluso, hizo trastabillar al ministro del ramo.
Y, no faltaba más, vino también el correspondiente dulcecito para la clase política: la modificación del sistema binominal. Hablamos de un proyecto que no beneficia en nada al país, que genera un mayor gasto fiscal que ni siquiera se han atrevido a cuantificar ― y que han procurado ocultar aduciendo (¡por favor!) que se financiará mediante una readecuación del gasto actual―, y que les regala a los partidos, con las correspondientes dietas y asignaciones, 47 nuevos cargos parlamentarios y quién sabe cuántos puestos más de asesorías, de ésas que no se controlan y que nadie sabe para qué sirven (más de $ 17 mil millones anuales de mayor gasto público improductivo sólo por concepto de gasto corriente, ¿cómo lo halla?). Por supuesto, esta reforma fue la única que no generó gran polémica, que no registró campañas en su contra y que obtuvo un apoyo casi transversal, que la tiene a las puertas de transformarse en ley de la República (falta el trámite en el Senado, pero éste es sólo eso, un mero trámite).
Así que aquí lo tenemos, el resultado de los primeros 160 días de gobierno: un mal proyecto de reforma tributaria ―que empeoró aún más con el bullado “protocolo de acuerdo”, fruto de la intervención de los oscuros y siniestros personajes de siempre, que maniobran a espaldas de la opinión pública (por razones obvias, son enemigos de la transparencia) y que fomentan desayunos inconvenientes (por decir lo menos) a los que asiste con la cabeza gacha el ministro de Hacienda, a recibir las instrucciones pertinentes―, uno peor de reforma educacional y una reforma política que sólo favorece a los políticos. ¿Qué le parece? ¿Puede imaginar algo más deprimente como resultado de la acción de un Gobierno que prometía tanto?
Algo pasó en el camino, no cabe duda. Las buenas intenciones se toparon con los intereses creados (proyectos educacionales privados altamente rentables, entre ellos) y con la impericia de los responsables de implementar los cambios, y ahí estamos, con dos malos proyectos y una iniciativa hecha a medida para los políticos. ¿Será así el resto del gobierno de Michelle Bachelet? Esperemos que no, porque remediar tanto desacierto tendrá un precio muy elevado, cuya mayor parte pagarán, como siempre en nuestro país, los más necesitados.