De repente el potencial revolucionario que tiñó a la prédica electoral se convirtió en un gran entramado de reuniones con los actores del sistema por parte del ministro de Educación que entendió, habermasianamente, que la democracia no es más que un conjunto de procedimientos y de posiciones ideales de habla (falso).
La temporalidad es un asunto complicado. No existe “el” tiempo” sino “los” tiempos, y cada uno de estos está repleto de singularidades, dinámicas y valoraciones particulares. Nada tiene que ver el tiempo en la cosmogonía mapuche, por ejemplo, con la idea de tiempo en la cultura Occidental. El primero es circular y no entiende a la temporalidad a propósito de una secuencialidad lógica, lineal. Occidente, por su parte, entiende al tiempo al interior de un principio y un fin. “Hay tiempo porque hay muerte”, decía Heidegger, la única gran certeza frente a la cual se estrellan todas las demás. Somos conscientes del tiempo porque la muerte se nos revela al final del camino.
El problema aparece cuando diferentes tiempos se obligan a convivir. Esto es, a mi juicio, al menos en parte y ahora en clave local, uno de los más graves problemas que enfrenta el gobierno en la implementación de la reforma educacional, es decir, haber tenido que enfrentar y congeniar dos tiempos en apariencia correlativos pero que, en su configuración más original, se oponen.
Me refiero al tiempo electoral y al tiempo de gobernar.
Los tiempos electorales son los tiempos de los regalos, de las golosinas, de los combos, de las promesas y las cajitas felices. Es el momento en donde los equipos técnicos deben aplicar todo su esfuerzo en definir cuáles son los eslóganes y jingles que “sintonicen con la gente”. Es, a la vez, un tiempo que se caracteriza por una discursividad exagerada en relación a las expectativas y que sacrifica sin vergüenza ni resguardo el futuro por el presente. Esta noción de sacrificio es muy poderosa en los tiempos electorales. Los candidatos se casan con las demandas sociales haciéndose eco de esta “irrupción de las masas” sin considerar que en el futuro próximo la no respuesta a esas mismas demandas les rebotará como crisis de legitimidad. Sin embargo, en este “sí” a todo lo evocado por el mundo social, se condensa el germen de un naufragio. Esta es la dimensión sacrificial que preña al tiempo electoral.
[cita] A este gobierno no sólo se le mezclaron los tiempos (como la escena de Silvia y Bruno del mentado Lewis Carroll, donde las manijas del reloj se mueven en sentido contrario), sino que también se sobreexcitó con la idea de la refundación cuyo mito articulante sería la reforma al sistema educativo. En su afán por hacer carne de política pública una demanda social histórica, cayó en la trampa de estar a medio camino entre la calle y el consenso, pareciéndose al dios Jano, ese que tiene dos caras.[/cita]
Sin embargo y como siempre pasa con un país como el nuestro (mezcla de relato de Lewis Carroll y las “Condoricosas”), el último tiempo electoral se desplegó completamente a la inversa. Esta vez la clase política y sobre todo la posmoderna “Nueva Mayoría” no tuvo que invocar a ningún gran experto en electoralismo para saber cuáles eran los eslóganes; no tuvo que descender al inconsciente de una sociedad para autoproveerse de un relato. Todo estaba ahí, en la calle, esperando a ser cosificado por el dispositivo electoral y su aparataje propagandístico. Bachelet y compañía no tuvieron necesidad de crear las “leyendas” para su campaña porque estas ya existían en la sociedad chilena. Sin embargo, y como se puede intuir, la naturaleza de esas leyendas no eran electorales, sino sociales y profundamente nítidas en términos de su composición antiinstitucional. En otras palabras, la Nueva Mayoría hizo de la demanda social –demanda absolutamente legítima en tanto excede los bordes de lo representativo y entiende a la democracia como un espacio para la acción colectiva fuera de lo institucional– un jingle de campaña.
Pasaron entonces los tiempos electorales y nos enfrentamos al tiempo de gobernar.
Bachelet y su equipo entró a su segundo período arrastrando una enorme y pesada maleta de promesas y transformaciones estructurales a las que debía dar despliegue. No sólo era educación pública, gratuita y de calidad, sino que se sumaban también la reforma al sistema binominal y, seguramente lo más ambicioso, la reforma a la Constitución de la república.
Pero ahora eran los tiempos de gobernar, no los electorales. El discurso en este momento de la política no es extensivo ni desmadrado sino que pasa a tener un carácter más estrecho, moderado, tendiente a los acuerdos y mucho menos fanático a la hora de las promesas. La devoción transformadora del momento electoral comenzó a dar paso a las tribulaciones cotidianas y a un tímido “dentro de lo posible”. De repente el potencial revolucionario que tiñó a la prédica electoral se convirtió en un gran entramado de reuniones con los actores del sistema por parte del ministro de Educación que entendió, habermasianamente, que la democracia no es más que un conjunto de procedimientos y de posiciones ideales de habla (falso). Las metáforas fundadoras comenzaron a readecuarse en función del intransigente principio de realidad y los partidos fueron revelándose en sus esquinas ideológicas. La DC volvió a ser la DC a medio camino entre el rosario y el libre mercado y el PC fue metido en varias oportunidades dentro de un cajón de sastre a la hora de las decisiones. El sacrificio sonriente del tiempo electoral dio lugar a la constatación semitrágica de que los contextos de la política en tiempos de gobierno no dependen de los eslóganes sino de la(s) muñeca(s).
Y el jingle debió readecuarse al compás de la partitura del tiempo de gobernar; y nos dimos cuenta de que la educación no es la madre de todas las batallas y que Chile no es un país politizado porque la esfera educativa esté altamente polemizada, sino que su contexto actual es la respuesta hiperventilada y sacrificial de una coalición que, al final del día, no puede cuajar tanta promesa al interior de una plataforma política en donde hay que dejar felices a todos. Todos aquellos que pensamos que porque en Chile cambiaríamos la educación tendríamos un nuevo paradigma social y, entonces, la emergencia de un nuevo lazo, de un nuevo vínculo ya no de mercado sino solidario, comunitario, etc., con un Estado transversal que activaría un nuevo Chile refundado en sus antiguas glorias públicas (vamos viendo qué puede significar esto), quedamos maltrechos al ritmo de una nueva desilusión. Chile no puede cambiar la educación –si es que llega a hacerlo– y, así, una vez transformada, pretender cambiar todas las demás esferas del orden social. La educación no es el dispositivo gatillante de otro Chile, por el contrario, debiera ser la expresión de una transformación que la excede. Este país no podría tener un sistema de educación público, gratuito y de calidad conviviendo paralelamente con un sistema de libre mercado que mediatiza y define todas las demás dimensiones sociales (salud, AFPs, sistema de pensiones, etc.). Lo que tendríamos por resultado es la expresión sociológica de un país con personalidades múltiples navegando en los océanos de la indeterminación.
A este gobierno no sólo se le mezclaron los tiempos (como la escena de Silvia y Bruno del mentado Lewis Carroll, donde las manijas del reloj se mueven en sentido contrario), sino que también se sobreexcitó con la idea de la refundación cuyo mito articulante sería la reforma al sistema educativo. En su afán por hacer carne de política pública una demanda social histórica, cayó en la trampa de estar a medio camino entre la calle y el consenso, pareciéndose al dios Jano, ese que tiene dos caras.
No se comprendieron ni se diferenciaron los tiempos y hasta la fecha tenemos una reforma que es precisamente eso, una re-forma, maltratada por el sesgo de las encuestas y que no ha logrado desactivar la presión que emana desde las esquinas de las calles chilenas. En buena hora esto último.
El problema con el tiempo es que no es sólo uno.