Pero los policías no bajaron las armas, y una de las balas le apuró la noche. Pocho murió en defensa de “sus niños” (digo “sus niños” y recuerdo a mi madre, y a tantos otros profesores que, cómo mi madre, saben que en los niños está el futuro del mundo, esos niños que encienden los ojos y avivan el alma, esos niños que son “sus niños”).
Esta es la historia de Pocho Lepratti, una historia sencilla, una de las tantas historias que desempolvan el motor del universo. Hace rato tenía ganas de contarla.
Aquí va.
Claudio “Pocho” Lepratti nació en 1966, en Concepción del Uruguay, Argentina. Estudió derecho, pero abandonó la carrera. En 1990 se mudó a uno de los barrios más pobres de Rosario, ahí estaba su vocación: quería dar su vida por los pobres. Religioso por vocación, no por acomodo. Pocho creía en el Jesús que echó a los mercaderes del templo, en ese Jesús que se arrimaba a los pobres y luchaba por la justicia. También creía lo que cree Galeano: que somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. Por eso organizaba a los chicos, por eso fundó un periódico, por eso fue seminarista salesiano por 5 años. Decidió hacer y no padecer la vida. Cruzaba Rosario montado en su bicicleta. Cuando le aconsejaron cambiarla por una moto, Pocho, incómodo, dijo que no, que lo dejaran así no más, que uno no tiene a las cosas, que las cosas lo tienen a uno. Quizás tenía razón. Se ganaba la vida trabajando como asistente de cocina en los comedores de una escuela de barrio.
Corría el año 2001, plena crisis. Los argentinos, hartos de estar hartos, salían a las calles a protestar. De la Rúa decretaba estado de sitio.
[cita] Pero los policías no bajaron las armas, y una de las balas le apuró la noche. Pocho murió en defensa de “sus niños” (digo “sus niños” y recuerdo a mi madre, y a tantos otros profesores que, cómo mi madre, saben que en los niños está el futuro del mundo, esos niños que encienden los ojos y avivan el alma, esos niños que son “sus niños”). [/cita]
El 19 diciembre, Pocho Lepratti estaba al interior de la escuela en que trabajaba, ayudando en la cocina, sirviendo comida a los niños. Al escuchar el alboroto de las calles, los bombazos y los gritos, salió a la azotea de la escuela, a ver qué sucedía. Desde arriba, miró el caos, y pensó en los niños. Los policías disparaban hacía el fondo de la escuela. Y entonces, de su voz nació una frase, sólo una frase. Pocho gritó:
¡Bajen las armas, que aquí sólo hay pibes comiendo!
Pero los policías no bajaron las armas, y una de las balas le apuró la noche. Pocho murió en defensa de “sus niños” (digo “sus niños” y recuerdo a mi madre, y a tantos otros profesores que, cómo mi madre, saben que en los niños está el futuro del mundo, esos niños que encienden los ojos y avivan el alma, esos niños que son “sus niños”).
“Cambiamos ojos por cielo, cambiamos fe por lágrimas”, dice León Gieco, que cantando resucita la memoria de Pocho. También lo recuerdan la calle y la plaza que llevan su nombre. Pero por sobre todo, a Pocho, al Pocho hormiga, lo recuerdan las paredes, las paredes que hoy gritan el eco de su última frase: “Bajen las armas, que aquí sólo hay pibes comiendo”…