Nuestras sociedades no se han percatado de cuán transversalmente están cooptadas por la lógica mercantil que ha invadido casi todos nuestros espacios de convivencia. Pero esta amenaza no podrá ser debidamente enfrentada mientras no se comprenda, por ejemplo, que las razones para no tratar al ser humano como una mercancía son análogas a la de no tratar a la educación como ella, y viceversa; o, dicho de otra manera, que de poco nos servirá, por ejemplo, impedir que las escuelas se queden sólo con los “adecuados”, si previamente las familias ya lo habrán hecho.
Se ha informado recientemente por la prensa el caso de una pareja australiana que habría abandonado a su hijo recién nacido con síndrome de down. La versión inicial era más o menos esta: los padres, a través de una “agencia” especializada, contrataron los servicios de una mujer tailandesa para que llevara el embarazo; en uno de los exámenes de rigor, se determinó que uno de los mellizos en gestación padecía síndrome de down, ante lo cual los padres solicitaron a la madre de alquiler que lo abortara, quien se negó a ello; en consecuencia, luego de nacidos, los padres se llevaron al niño “sano” y abandonaron al “enfermo”. Los padres habrían respondido a las acusaciones indicando que nunca solicitaron formalmente el aborto, y que posteriormente fueron engañados, puesto que el doctor habría sostenido que el niño no sobreviviría al nacer. Con todo, el padre de la criatura habría admitido que evaluaron la opción de abortar al pequeño, «porque el bebé tenía una desventaja y es una cosa muy triste”. Los hechos exactos aún se investigan.
Puede que nunca conozcamos todos los contornos del caso y qué hay de cierto en las distintas versiones, pero esta situación, aparte de la instintiva conmoción que ha generado, tiene una especial capacidad para ilustrar hasta dónde la racionalidad económica ha traspasado el ámbito de las cosas para también ser utilizada en el de las personas y sus relaciones.
Por cierto, la manera en la cual se transan los bienes en el mercado es útil en ciertas esferas. Pocos discuten todavía, por ejemplo, que los zapatos, los autos o los electrodomésticos deban ser juzgados y tratados sobre la base de los criterios que impone esa racionalidad. Pero, por su especial naturaleza o entidad, hay cosas que no deben ser evaluadas de esta forma. Una de ellas, la más importante, es la vida humana.
[cita] Nuestras sociedades no se han percatado de cuán transversalmente están cooptadas por la lógica mercantil que ha invadido casi todos nuestros espacios de convivencia. Pero esta amenaza no podrá ser debidamente enfrentada mientras no se comprenda, por ejemplo, que las razones para no tratar al ser humano como una mercancía son análogas a la de no tratar a la educación como ella, y viceversa; o, dicho de otra manera, que de poco nos servirá, por ejemplo, impedir que las escuelas se queden sólo con los “adecuados”, si previamente las familias ya lo habrán hecho.[/cita]
Cuando la vida humana es valorada dependiendo de la subjetividad de terceros, y su existencia misma comienza a depender de ello, pierde su calidad de valor absoluto y puede ser transada como cualquier otro bien de mercado; como dijera Kant, “en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad”. Elegimos, por ejemplo, un auto, porque tiene ciertas características que nos agradan: su color, sus potencialidades, su precio, su duración; y junto con elegir ese, desechamos otros que no cumplen con las características deseadas. Así, también, los padres pueden elegir uno u otro mellizo según sus preferencias: si alguno no está a la altura de sus expectativas, no llega en el “momento” adecuado, o no cumple con cualquier otra condición subjetiva, puede ser convenientemente abortado o abandonado. De esta forma, entonces, sólo se puede acoger esa vida si está acorde al plan trazado. La vida humana, así tratada, es consecuentemente degradada y se corrompe también la relación que los padres deben tener con sus hijos: una de amor incondicional que está abierta a la originalidad y aporte de otro, en este caso el hijo, lo que Sandel llama la “lógica del regalo”.
En la Educación ocurre una situación análoga, dado que, si bien ella no tiene la misma entidad de la vida humana, al ser tratada como un bien de mercado también se corrompe o degrada. Se ha hablado de que la Educación es un “derecho social” o un “bien público”. Más allá de que algunos consideren que estas categorías jurídicas son imprecisas, lo que está de fondo es el llamado a que la Educación, dada su especial naturaleza, consistente en su profunda vinculación con el desarrollo de la personalidad y la construcción de una sociedad justa e igualitaria, no debe ser tratada como un bien de mercado. Así, por ejemplo, mientras, entre otras cosas, las escuelas o colegios mantengan la facultad, propia de una transacción civil o comercial, de elegir, según sus particulares criterios subjetivos, a los niños que reciben, mantendremos un sistema escolar segregado que perpetúa las diferencias de cuna. Mientras la selección exista, entonces, la educación escolar será un bien corrompido. De esta forma, la “eficiencia”, “los buenos resultados”, exigen dejar a un lado a quienes, sea por su contexto socioeconómico, por sus características personales o familiares, o lo que sea, no “aportan” al “proyecto educativo” y más bien lo “dificultan”. Se pierde aquí también la posibilidad de apertura a que un Otro nos enriquezca desde su alteridad.
No podemos agotar aquí, por supuesto, las características de las relaciones mercantiles. Otra comparación similar, por ejemplo, podría hacerse entre los vientres de alquiler y el lucro en la Educación. Lo que hemos querido poner de relieve, ocupando el ejemplo de la selección, es que tanto la vida humana, en cualquiera de sus etapas, como la educación no deben ser tratadas como bienes de mercado.
Pero, por cierto, vivimos en un mundo, en un país, de ideales contradictorios. Ciertos sectores claman al cielo y rompen vestiduras cuando escuchan la palabra aborto, mientras promueven, sin escrúpulo alguno, que el mercado inunde todas las demás dimensiones de la sociedad; otros, han visto con agudeza esta amenaza, pero, por ejemplo, mientras levantan en una mano la loable bandera de que los colegios no puedan seleccionar más a los niños, empuñan en la otra la causa para permitir que las madres sí puedan hacerlo con los suyos.
Se dice que los extremos se tocan. Nuestras sociedades no se han percatado de cuán transversalmente están cooptadas por la lógica mercantil que ha invadido casi todos nuestros espacios de convivencia. Pero esta amenaza no podrá ser debidamente enfrentada mientras no se comprenda, por ejemplo, que las razones para no tratar al ser humano como una mercancía son análogas a la de no tratar a la educación como ella, y viceversa; o, dicho de otra manera, que de poco nos servirá, por ejemplo, impedir que las escuelas se queden sólo con los “adecuados”, si previamente las familias ya lo habrán hecho.