Salvo el caso de Sendero Luminoso y con las enmiendas mencionadas, el terrorismo en América Latina hay que buscarlo no entre los grupos de la izquierda armada, no entre ese tipo ideal que dibuja el señor Meza y tantos otros, llenos de esa necesidad provinciana de tener una historia parecida a la de los países del norte (o más bien, a la que cuentan las películas de allí, con terroristas y ‘John McClane’ por doquier). Así, podemos decir algo aceptado entre los cientistas sociales e historiadores del continente: el terrorismo en América Latina ha sido mayoritaria y abrumadoramente estatal.
En una columna publicada por El Mostrador el día 10 de septiembre, Roberto Meza intenta dar con una explicación del discurso del terror o del terrorista (que para él son lo mismo). Comienza con un argumento de autoridad (“Se afirma que…”) y a lo largo de todo el escrito cita a “los estudiosos”, pero sin indicar a ninguno de ellos, sin citar fuente alguna para construir su argumento sobre el terrorismo. Además de esta carencia de fuentes teóricas o primarias, a lo largo de todo el texto se habla del terrorismo como un genérico actor social que viene de ninguna parte, de un afuera no identificable, y que por su psicología particular, está fuera también de toda sociedad. Para el señor Meza: “Se trata de un fenómeno epocal, que se ha instalado en todo el mundo y que Chile había venido experimentando en forma larvaria, hasta este punto de inflexión del 8 de septiembre, cuando el monstruo, parido desde las entrañas de la insatisfacción vital, ha dado infaustamente su primer y espantoso vagido”. Me parece que este escrito, y similares posicionamientos de actores y políticos locales, además de una melodramática floristería lírica, presentan varios errores, exageraciones y desajustes con lo que ha sido el terrorismo en Chile y América Latina. El objetivo principal de este texto, más allá de discutir algunos puntos menores con el señor Meza, es situar el terrorismo en el justo lugar y dimensión que tiene en la historia y sociedad chilena y latinoamericana.
Comencemos por la pregunta: ¿qué ha sido el terrorismo en la historia? Hay dos formas de responder a esa pregunta. La primera responde a las categorías de distinción en la historia de la violencia política. La segunda, con el uso político de la categoría terrorismo. Desde la primera forma, terrorismo es un tipo de violencia destinada a obtener ganancias de fuerza política mediante la intimidación de la población civil. Esta definición implica dos elementos que es importante explicar bien: a) el que la violencia obedece a razones; y b) que necesariamente los objetivos del acto deben ser civiles.
a) Decimos que en el terrorismo la violencia es racional pues implica un uso adecuado a fines. Esto puede ser difícil de tragar, pero con toda la brutalidad y el desquiciamiento que implica, por ejemplo, volar un auto en plena calle o quemar vivos a dos jóvenes en Estación Central, eso no es una volición presa de la locura desatada de un demente, sino un acto que busca fines precisos: intimidar a un colectivo humano, anunciarle que la muerte, o actos peores, acecha desde cualquier lugar y a toda hora, pero siempre y cuando no se cumplan los deseos del actor que intimida. En un libro sobre el nazi Adolf Eichmann y su juicio en Jerusalén en 1960-61, Hannah Arendt reflexionó sobre el burócrata, el agente, el funcionario de la violencia terrorista. El Eichmann que describió Hannah Arendt es un tipo “normal”, no un sanguinario psicópata ni un fanático nazi, sino una pieza, “banal”, de una maquinaria de exterminio cuyos fines estaban determinados por objetivos, por intereses directos y generales, de colectivos humanos identificables (los industriales y la nobleza alemana, en ese caso). En resumen, el terrorista no es un loco, o bien puede serlo y no ser importante, su acción no es una locura, sino que un acto racional, que se adecúa a esos fines, y que por muy terrible que sea, le sirve a un interés determinado. Establecer ello es muy importante a la hora de analizar la violencia, pues el atribuir un estado especial de maldad al funcionario de la violencia, termina por perdonar la maquinaria institucional de la violencia y el sector social que la organiza para sí.
[cita]En el específico caso chileno, el terrorismo se ha generado en el Estado con una exclusividad superior a casi todos los demás países del continente. De la misma forma, el carácter oligárquico de ese terrorismo de Estado es el más marcado. La lucha armada generada por grupos de izquierda radical, como el MIR, o la autodefensa armada del FPMR no alcanzan para ser catalogadas de terrorismo. Según Gabriel Salazar, han habido sólo tres actos dignos de ser catalogados de terroristas y que vengan desde la sociedad civil en la historia de Chile: el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, en 1971, el asesinato de Carol Urzúa, en 1983, y el asesinato de Jaime Guzmán, en 1991. La bomba del 8 de septiembre de 2014 no puede considerarse el cuarto, pues no sabemos quién lo hizo ni por qué.[/cita]
b) Que los objetivos deben ser civiles es algo fundamental en el uso de la categoría terrorismo, pues si los objetivos fuesen determinados personajes políticos beligerantes o grupos que han asumido la categoría de beligerante, estamos ante violencia política en cualquiera de sus grados. Si la violencia política es entre grupos que se disputan el control del Estado y los objetivos del acto buscan alcanzar esa meta, directamente, por la vía de someter al enemigo y sin necesidad de convencer a mayorías electorales o efectivas en una lucha ciudadana o social, entonces eso es una guerra civil. El terrorismo, para ser tal, implica que sea contra objetivos civiles. El terror es precisamente para afectar el estado de ánimo de la población civil o para usarla como costo para los gobiernos, de cualquiera de las dos formas su objetivo no es hacer daño, sino que mediante el daño alcanzar un objetivo (ya dijimos que es racional). Es por ello que Robespierre, Marat y los Jacobinos entendieron que debía morir Luis XVI, no para reemplazarlo, sino para mostrarles a los franceses que era posible cortarle la cabeza al rey, y a muchos otros nobles, y que no iba a venir dios alguno a la tierra a vengar la revocación de su voluntad. Lo mismo en el acto de los bolcheviques al cortar toda semilla de los Romanov: no se busca aterrorizar a los nobles, sino a los rusos, declarando que ya no había vuelta atrás en la revolución después de matar a la familia designada por dios y la sangre para gobernarlos. Con el asesinato de las familias reales y de otros colaboradores de los regímenes depuestos, civiles, el terror revolucionario dejó en claro que estaba dispuesto a todo.
La segunda forma de definir terrorismo es como un epíteto. Toda violencia política que nos sensibilice demasiado es tachada de “terrorismo”: desde una bomba de ruido hecha por adolescentes hasta una portada de un diario. Es claro que no debemos profundizar en este uso, salvo para decir que si la categoría no discrimina los hechos de violencia política, unos de otros, entonces no sirve. A menos que se use, como ha sido estos días, como arma arrojadiza a cualquier rebeldía o a cualquier insubordinación.
Pero detengámonos un momento en lo dicho por el señor Meza, en la construcción misma de su idea de terrorismo, ya que es importante hacerlo en estos días de una interesada confusión dirigida por la gran prensa. Dejemos a un lado los rudimentos de sicología que se ofrecen en el texto y centrémonos en la teoría política. ¿De dónde obtienen –Meza y los demás– esa definición de lo que es y ha sido el terrorismo? Pues hay dos formas de definir un fenómeno social: por las generalidades de su comportamiento pasado (lo que ha sido) y por las formas de su comportamiento presente (lo que es). Como casi nadie, tampoco el señor Meza, indica de dónde proviene su teoría y explicación de qué es y qué ha sido el terrorismo en Chile y el continente, es difícil saber a qué lugar y tiempo se refieren. Entonces, partamos por una hipótesis al respecto: casi todo lo dicho sobre el terrorismo desde el 8 de septiembre, sobre todo en el texto de Meza, está basado en una definición genérica de terrorismo, dada por los hechos ocurridos en Europa y Estados Unidos, a lo más Oriente Medio, pero no calzan en la historia de Latinoamérica, no en su historia moderna. En los dos siglos de historia republicana del continente casi no ha habido terrorismo desde los grupos subalternos, no han existido grupos que hayan tenido “impulsos suicidas” a los que les “place coquetear con la muerte”, por lo tanto, no sé a qué terrorismo se refiere Meza cuando habla de él con tanta experticia.
Porque, y entremos a lo importante, en este continente ha existido mayoritariamente sólo un tipo de terrorismo (sí, hay más de un tipo, algo más complejo que “el terrorista”, así, en singular), el Terrorismo de Estado. En Sudamérica los momentos de mayor violencia tuvieron que ver con el sometimiento de poblaciones indígenas por el Estado (o sea, las instituciones civiles y armadas del orden social específico, que en la región ha sido dominantemente oligárquico), las guerras civiles (por lo tanto, entre fracciones del Estado), y la represión a las organizaciones de izquierda y sociales populares en los largos años 60 del siglo XX. Casi no se cuentan en este período ataques a civiles de parte de organizaciones armadas no estatales, y es claro entre quienes han estudiado ese tema que nunca fue ese su objetivo. Ni siquiera es un tema claro para la organización típica a la hora de buscar terrorismo en el continente, a saber, las FARC en Colombia. Sólo los países de la órbita norteamericana se han allanado, desde 2008, a otorgarle un estatus político de “terrorista” a dicho grupo, y, con justicia para los hechos, el gobierno de Chile no se cuenta entre los mismos. Sendero Luminoso, tal vez el grupo más violento que haya existido entre las organizaciones armadas del continente, es definido como “terrorista” por el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, aunque haciendo la salvaguarda importante de que ese terrorismo se escondía en un discurso de violencia revolucionaria (algo muy distinto a lo mencionado por el señor Meza), y que se dio en una situación de guerra civil. Allí se destaca que en el enfrentamiento del Estado a Sendero Luminoso se “produjeron masivas violaciones a los derechos humanos por parte de agentes del Estado”. Otros grupos políticos armados del continente, como el ELN en Colombia, los Tupamaros en Uruguay, los Montoneros y el ERP en Argentina, no han sido considerados terroristas por los politólogos e historiadores. Más bien son identificados con vanguardias armadas, guerrillas urbanas o incluso, para el caso de los Tupamaros, un grupo de arte político como indicó el artista e intelectual Luis Camnitzer.
Así, salvo el caso de Sendero Luminoso y con las enmiendas mencionadas, el terrorismo en América Latina hay que buscarlo no entre los grupos de la izquierda armada, no entre ese tipo ideal que dibuja el señor Meza y tantos otros, llenos de esa necesidad provinciana de tener una historia parecida a la de los países del norte (o más bien, a la que cuentan las películas de allí, con terroristas y ‘John McClane’ por doquier). Así, podemos decir algo aceptado entre los cientistas sociales e historiadores del continente: el terrorismo en América Latina ha sido mayoritaria y abrumadoramente estatal.
A esta definición del terrorismo como principalmente estatal en el continente, debemos agregar que no ha sido en cualquier momento del Estado, sino que en ciertos momentos donde éste reafirma su carácter de clase, su afinidad y funcionalidad para un grupo social privilegiado, a la vez que contra otros grupos sociales subalternos. No sólo ha sido mayoritaria y abrumadoramente estatal, sino que además ha sido propio de los gobiernos, de hecho o de derecho, apoyados o sostenidos por la oligarquía. Este carácter social del terrorismo de Estado es sostenible además desde la constatación de que los objetivos han sido siempre grupos subalternos y que han cuestionado dicha dominación oligárquica: indígenas, sindicalistas, pobres del campo y la ciudad, militantes de izquierda, minorías sexuales, sacerdotes obreristas, etc. Basten algunos ejemplos: en toda su historia el ejército chileno ha matado más trabajadores chilenos que soldados peruanos, argentinos y bolivianos juntos. La Fuerza Aérea de Chile sólo ha tenido dos acciones armadas reales: el ataque a la escuadra sublevada en 1932 y el bombardeo a La Moneda en 1973. Al parecer Gustavo Leigh quiso realizar una tercera: bombardear la población La Legua, en el sur de Santiago. Afortunadamente no pudo Leigh agrandar tan lustroso registro. El terror en Chile, el uso de la violencia, no buscó exterminar a la izquierda, sino mediante el asesinato de casi toda la primera línea de dirigentes del Movimiento Popular, se buscó amedrentar al resto del país, a ese millón y seiscientos mil votantes que tuvo la izquierda en 1973. Lo mismo puede decirse en todo el cono sur: la figura del militante era atacada como lo peor del país, un cáncer a extirpar con violencia brutal, y tan víctimas como aquellos que fueron lanzados dentro de barriles con cemento al Río de La Plata, son sus amigos y familiares que sintieron la desaparición como un sinfín de posibilidades horrorosas a modo de advertencia sobre lo que podía ocurrirle a quien intentase luchar. El Estado, mediante el terror, disciplinó las rebeldías sudamericanas de los 60.
Esta explicación no es un relato que haga síntesis a posteriori, sino que era una idea consciente antes incluso que se desataran las dictaduras en el Cono Sur. En la Conferencia de los Ejércitos Americanos realizada en Buenos Aires, en 1966, el dictador trasandino Juan Carlos Onganía propuso crear formalmente una fuerza permanente interamericana de defensa, con capacidad de actuar contra el enemigo subversivo. Quien impidió esto fue el general René Schneider, que aún no asumía como jefe del Ejército chileno, y que sería asesinado en 1970 por agentes ligados a la ultraderecha, a la CIA y al mismo ejército. Esta idea venía dada por los aprendizajes de la Escuela de las Américas, institución norteamericana formadora de terroristas de Estado, torturadores y agentes especializados contra la izquierda radical y los luchadores sociales, donde pasaron muchos oficiales sudamericanos desde 1946 y especialmente en la década de 1960. El terrorismo de Estado en Sudamérica fue, además de oligárquico, organizado conscientemente como tal, y la tortura, desaparición y asesinato como método de aterrorización de la población civil fueron organizadas con premeditación. No vale pensar tales acciones como locuras o demencias, tampoco como fanatismos ideológicos propios de un contexto, sino como crímenes útiles a civiles que los financiaron y organizaron y que hoy permanecen sin recibir sanción social o judicial por ello.
Ante ello, el intento de crear guerrillas urbanas, grupos armados de ataque o de autodefensa, parece como una leve resistencia. En el enfrentamiento armado a la dictadura, en los Tupamaros del Uruguay o en el intento de guerra civil emprendido por la izquierda y el peronismo en la Argentina, no hay un objetivo de intimidar a la población civil. Lo que hay allí es una violencia política directa, antagonista, que buscó derrotar militarmente (o político-militarmente) a sus enemigos. Así, cualquiera que hable de “el terrorista” o de su “discurso” o “psicología”, debe definir a qué terrorismo se refiere, y en el caso de Sudamérica, asumir bajo el peso de los hechos reales que el terrorismo ha sido mayormente de este tipo: oligárquico y estatal.
En el específico caso chileno, el terrorismo se ha generado en el Estado con una exclusividad superior a casi todos los demás países del continente. De la misma forma, el carácter oligárquico de ese terrorismo de Estado es el más marcado. La lucha armada generada por grupos de izquierda radical, como el MIR, o la autodefensa armada del FPMR no alcanzan para ser catalogadas de terrorismo. Según Gabriel Salazar, han habido sólo tres actos dignos de ser catalogados de terroristas y que vengan desde la sociedad civil en la historia de Chile: el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, en 1971, el asesinato de Carol Urzúa, en 1983, y el asesinato de Jaime Guzmán, en 1991. La bomba del 8 de septiembre de 2014 no puede considerarse el cuarto, pues no sabemos quién lo hizo ni por qué. En cambio, por parte del Estado oligárquico, el mismo Salazar parte con un larguísimo conteo de acciones terroristas: el asesinato de Manuel Rodríguez; los fusilamientos por parte de Portales a los jóvenes de Curicó; el asesinato a hachazos a los oficiales prisioneros en la batalla de Lircay, por orden de Joaquín Prieto; el descuartizamiento de los oficiales demócratas que se rebelaron en Quillota contra Portales; los fusilamientos a opositores en el gobierno de Manuel Montt; las ocho masacres de trabajadores de comienzos del siglo XX, hasta 1930 (especialmente la de Santa María de Iquique, donde el ejército mató en tres minutos igual cantidad de trabajadores que soldados chilenos muertos en toda la Guerra del Pacífico); las masacres del siglo XX, como las de Copiapó, Ranquil, del Seguro Obrero, Plaza Bulnes, Santiago en 1957, de la Población José María Caro, de los obreros de El Salvador, de Pampa Irigoin, todas en los 60, y para qué mencionar las decenas de miles de torturados, los miles de ejecutados y desaparecidos bajo la dictadura de Pinochet y de la oligarquía. Sumemos a ellos a Daniel Menco, asesinado por la policía en 1999, a Matías Catrileo, bajo iguales victimarios en 2008, y al crimen terrorista más horroroso ocurrido en democracia: el asesinato de Manuel Gutiérrez, un niño de 14 años, víctima de las balas disparadas por carabineros la noche el 24 de agosto de 2011. ¿Habrá algo más terrorista que asesinar a un niño con balas disparadas a modo “de advertencia”?
Como dice el mismo Salazar: “En doscientos años de historia, no han sido las autoridades del Estado (o del Mercado) las que han sido víctimas notorias de la violación de derechos humanos por parte de ‘la soberanía’ popular, sino por miles y miles, el mismo pueblo-ciudadano de Chile a manos de estas autoridades”.
En el uso puntual de bombas contra blancos civiles, la asimetría entre acciones civiles y acciones del Estado se vuelve aún más radical. El FPMR, el Lautaro y el MIR llevaron a cabo este expediente como instrumento de ataque directo a las fuerzas armadas y de orden, por lo que se asumen como fuerzas beligerantes y no terroristas. Las bombas reivindicadas por los anarquistas insurreccionalistas han sido siempre contra blancos deshabitados, y por mucha lírica de la violencia liberadora que pudiera haber en sus panfletos, están más cerca de constituir una vanguardia estética que una organización terrorista. Es más, tristemente, sus únicos blancos han sido ellos mismos, en una ocasión con consecuencias de muerte. Por el lado del Estado, la dictadura tiene varios ejemplos: los asesinatos de Prats y de Letelier organizados por la DINA y Manuel Contreras, usando el mismo tipo de bomba. El intento de asesinato por el aparato internacional de la DINA y con colaboración de fascistas italianos, de Bernardo Leyton y su esposa. Probablemente uno de los usos de bomba más macabros por parte de agentes del Estado ocurrió el 12 de diciembre de 1984, cuando la estudiante de Psicología de la UC y militante del MIR, Alicia Ríos Crocco, fue asesinada con una bomba instalada por la CNI en su bicicleta y que estalló mientras ella pedaleaba. Los días siguientes sus compañeros fueron detenidos, allanados e interrogados, también por agentes del Estado.
Esta asimetría en el uso del terrorismo entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil, específicamente las de la izquierda y el movimiento popular, es expresiva a su vez de una asimetría mayor, la del uso de la violencia política en Chile. En otra oportunidad hemos hecho revisión al disciplinamiento histórico de la violencia desde las clases propietarias, la ausencia de toda tradición de “pueblo armado” entre los sectores populares en Chile y el terror de la élite ante fenómenos de soberanía desde los sectores populares, al que históricamente ha respondido con terrorismo estatal, de su Estado.
De esta forma, creemos que hay mejores formas de reflexionar sobre la violencia política y el terrorismo en Chile. No es correcto ni educativo ni comunicador el festín alarmista y tendencioso que ha realizado la gran prensa a partir del bombazo del 8 de septiembre en el Metro de Santiago. Tampoco una vinculación rápida de los hechos con el terrorismo como tipo de violencia política, sin saber aún qué y quiénes están detrás de la bomba. La historia concreta de la violencia en Chile está lejos de darles la razón a quienes han achacado burda e interesadamente toda violencia posible a la izquierda radical o los movimientos sociales en lucha. Más bien, cabría preguntarse, serenamente, desde qué sectores del Estado y la sociedad ha venido la peor de las violencias y su uso disciplinador mediante el terror. También, preguntarnos con sinceridad qué razones ha tenido la violencia política en nuestra historia, a quién ha beneficiado y, ya que sabemos mucho de los anarquistas y fantasmas varios, cabe hacerse una última pregunta que da escalofríos de sólo pensarla: qué han hecho en estos veinticuatro años de gobiernos civiles los miles y miles de agentes del Estado especializados en terrorismo y fanatizados de anticomunismo. Sea como sea, el terrorismo debe ser medido sobre la base de la historia real de la región y de Chile. Con definiciones en abstracto, sicologizantes, o usando el concepto como bala de cañón, sólo se confunde en momentos en que se debe ser claros para no allanar el camino al autoritarismo y la violencia represiva. Así, debemos ser claros en nuestra historia concreta: el terrorismo en Chile ha sido principalmente de Estado, y ese Estado no es un significante vacío en la historia, pues su violencia ha tenido predominantemente una sola dirección, a saber, sobre la izquierda y las clases populares y sus organizaciones.