«Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida».
(Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado)
Quisiera en esta columna cuestionar la veracidad de una idea característica del discurso público en las democracias neoliberales. Esta idea consiste en la afirmación de que el gasto estatal tiene un efecto redistributivo progresivo; esto es, que el gasto estatal produce transferencias financieras desde los bolsillos de los ricos a los bolsillos de la sociedad en general y particularmente de los más pobres.
Que el gasto público deba tener un carácter progresivamente redistributivo es una tesis normativa, una tesis sobre el deber ser, que suscriben los igualitaristas y que rechazan los libertarios. Que el gasto público efectivamente tenga dicho carácter,aquí y ahora, es, en cambio, una tesis descriptiva en la que igualitaristas y libertarios parecieran coincidir.
Es importante comprender, conceptualmente, que el carácter progresivamente redistributivo del gasto estatal consiste en uno de los muchos posibles efectos que aquel puede tener. En primer lugar, porque en la vida real, esto es, en una sociedad concreta en un período determinado, el gasto estatal puede no ser redistributivo. Esto ocurriría cuando cada peso recaudado tributariamente sea invertido directamente en el bienestar del individuo de cuyos bolsillos salió el peso en cuestión. En segundo lugar, incluso cuando el gasto público tenga un efecto redistributivo, dicho efecto puede que no sea progresivo sino regresivo. Esto ocurriría cuando la redistribución ocurra no desde los bolsillos de los más ricos hacia los bolsillos de los más pobres, sino al revés, desde los bolsillos de los más pobres hacia los bolsillos de los más ricos, llevando al Estado a actuar como un Robin Hood inverso.
Llegados a este punto, me parece relevante evidenciar la razón por la cual es relevante la caracterización del gasto público como redistributivo o no, así como determinar si dicha redistribución es progresiva o regresiva. La relevancia de esta discusión se resume en la tesis de que la concentración de la riqueza hace que sólo unos pocos disfruten de bienes importantes, mientras que su dispersión aumenta el número de quienes disfruten de dichos bienes. Llamemos a la situación de concentración de la riqueza C, y a la situación de dispersión de la riqueza D. El igualitarista, en consecuencia, ve un valor importante en que el gasto estatal nos permita alejarnos de C y acercarnos a D. Esta importancia puede deberse a que el igualitarista sea eudemonista: esto es, crea que en D más personas pueden alcanzar su felicidad (Aristóteles), su utilidad (Bentham) o el desarrollo de sus capacidades (Sen). O también puede deberse a que se suscriba una concepción políticamente igualitarista, que reconozca que el dinero es poder; esto es, que la disponibilidad de recursos materiales, así como la capacidad de conseguir dichos recursos a través de los talentos y capacidades que uno tenga, facilita la acción política, entendida como la capacidad de incidir en las decisiones que afecten a la comunidad política.
Ahora bien, ¿cómo verificar si el gasto estatal tiene un carácter redistributivo o no, y de tenerlo, si aquel es regresivo o progresivo? Una respuesta la ofrecen Engel, Galetovic y Raddatz (1998) en un estudio citado en ocasiones por la prensa en medio de discusiones sobre reformas tributarias. Allí, dichos economistas sostuvieron que para responder a la pregunta anterior debemos tomar los ingresos autónomos de cada quintil, restarle lo que el quintil respectivo paga en impuestos (tanto en IVA como en impuesto a la renta), y a continuación sumarle a dicha cifra el gasto social realizado por el Estado. Los autores afirman que “[s]i lo que se recauda gracias a un impuesto es gastado de modo que lo que reciben los sectores más pobres es más de lo que tributaron, entonces el efecto combinado de recaudación y gasto del impuesto mejorará la distribución del ingreso”. Aún más, el ejemplo que proponen al lector para comprender este punto sugiere que ellos entienden que el efecto del gasto público en Chile es, efectivamente, redistributivo y progresivo:
Consideremos dos familias, la primera tiene un ingreso mensual de 100,000 pesos mientras que el ingreso mensual de la segunda es de un millón de pesos. La primera consume casi todo su ingreso, por lo cual el IVA que paga asciende, digamos, al 15% de su ingreso (en la práctica es menos del 18%, entre otros motivos, porque hay bienes y servicios exentos de IVA) lo cual corresponde a $15,000. En cambio, la segunda familia ahorra una fracción importante de su ingreso, de modo que cancela en IVA sólo el 10% de su ingreso, es decir, $100,000. La recaudación total de IVA será de $115,000 (la suma de los $15,000 que contribuye la familia de bajos ingresos y los $100,000 que contribuye la familia de altos ingresos). Finalmente suponemos que el gobierno transfiere a la familia pobre $100,000 de la recaudación de IVA, destinando los restantes $15,000 a financiar la burocracia estatal necesaria para recaudar y fiscalizar el IVA.
Esto es un ejemplo imaginario, que los autores ejemplifican aseverando que “[m]ientras el quintil más pobre recibe casi tres veces el monto que pagó por IVA de alimentos, el quintil más rico recibe alrededor de un tercio de su contribución”.
Engel, Galetovic y Raddatz, en resumen, respaldan la tesis descriptiva de que en Chile el gasto estatal es redistributivo y progresivo. Pero su argumentación depende de la definición de gasto público que emplean: según la nota al pie Nº 6 de su trabajo, el gasto público que emplean en sus cálculos “se pueden dividir en tres categorías: pensiones (27,7%), transferencias (37.4%) y gastos generales (34.9%)”. Un importante supuesto sigue a continuación: “suponemos que los gastos generales de gobierno llevan a beneficios que se reparten uniformemente entre los deciles”.
Ahora bien, la concepción que estos autores tienen del gasto público adolece, a mi juicio, de tres graves problemas. El primer problema es que ella invisibiliza el impacto de aquello que Guiloff (2013) ha denominado como “regalos regulatorios”: transferencias de riqueza desde los muchos hacia unos pocos a través de regímenes legales que hacen posible dicho traspaso (como por ejemplo, las asignaciones de cuotas de pesca para el sector industrial contenidas en la Ley de Pesca). El segundo problema consiste en que los autores comparan el gasto público por quintiles, en circunstancias que, como observaría un igualitarista eudemonista, a menudo la magnitud del impacto del gasto público depende del gasto por individuo. El tercer problema consiste en que el concepto de gasto público de los autores invisibiliza el impacto que el mismo tiene en la distribución del poder.
Estos problemas derivan de la estrecha definición que los economistas citados tienen del concepto de gasto público. Es importante comprender, en ese sentido, que el gasto público toma muchas formas. La entrega de subsidios monetarios para la adquisición de bienes y servicios consiste tan sólo en una de ellas. También es necesario tomar en consideración la provisión por parte del Estado de bienes y servicios públicos específicos. Finalmente, también es una forma de gasto público el reconocimiento de diversas titularidades jurídicas en la forma de derechos cuya protección se encomienda a tribunales, policías y órganos administrativos financiados a cargo del gasto público. Como se ve, en la definición de Engel, Galetovic y Raddatz, estas dos últimas formas de gasto público parecieran estar escondidas en los “gastos generales” cuyos beneficios suponen que “se reparten uniformemente entre los deciles”. El problema, dirían el igualitarista eudemonista y el igualitarista político, es que ello no es así.
Como he dicho, no me queda tan claro que el gasto estatal sea redistributivo ni progresivo. Para ilustrar mis dudas al respecto imaginaré dos casos, representativos respectivamente del ‘tipo ideal’ del profesional rico y del trabajador pobre. Llamaré al primero Juan Agustín Edwards y al segundo Juan Pérez.
Comencemos por Edwards. Juan Agustín Edwards estudia en un colegio particular. Posteriormente, estudia ingeniería civil en la Universidad de Chile. A continuación, postula a Becas Chile para estudiar un máster en ingeniería en Inglaterra. Finalmente, Juan Agustín consigue un trabajo en una empresa minera. Vive en Vitacura y tiene un departamento para vacacionar en Puerto Varas.
Pensemos ahora en Pérez. Juan Pérez comienza sus días en La Pintana, donde asiste a un colegio municipal. Tras el término de sus estudios secundarios, estudia gasfitería en un instituto técnico. Posteriormente, trabaja como bombero en un servicentro. Tiene contrato de trabajo, pero no está sindicalizado debido a que en dicho lugar hay menos trabajadores que el mínimo establecido en la ley. Como sus ingresos son tan bajos, la esposa de Juan Pérez tramita y consigue varios beneficios, incluyendo subsidios para el pago de la luz y el agua.
La pregunta es, entonces: ¿quién se beneficia más del gasto público, Juan Agustín Edwards o Juan Pérez? ¿Quién recibe, por ejemplo, más subsidios monetarios? Pérez recibe una suma mensual para pagar sus servicios básicos, suma que podríamos estimar en treinta mil pesos. Pero Edwards recibió una beca, digamos, de cincuenta mil dólares por año durante los dos años que duraron sus estudios de postgrado. ¿Quién se beneficia de servicios públicos más caros? Pérez fue a un colegio municipal. Pero Edwards fue a la Universidad de Chile. ¿Y quién recibe titularidades jurídicas más costosas? El Estado le realiza a la empresa en la que trabaja Edwards una cuantiosa transferencia financiera en la forma de concesiones mineras, verdaderos “regalos regulatorios”. Algo similar ocurre en general con los así llamados “mercados regulados”, que incluyen no sólo la extracción de recursos naturales sino también actividades financieras, el sector de telecomunicaciones, y diversos monopolios naturales. El Estado gasta grandes sumas en proteger la seguridad de las viviendas de Edwards; es más, los lugares donde vive se encuentran entre las comunas con mejor calidad de vida de Chile, lo cual se expresa en la existencia de áreas verdes, servicios públicos de calidad, establecimientos comerciales, equipamiento urbano, entre otros elementos. Incluso la libertad educacional que benefició a Edwards en sus primeros días es resultado de transformaciones históricas del sistema educacional que involucraron, en su momento, decisiones sobre cómo estructurar el gasto público. Pérez, en cambio, tiene derechos de papel que no le suponen al Estado ningún gasto; por ejemplo, su libertad de asociación sindical, la cual ni siquiera puede ejercer porque la ley le ha puesto para ello exigentes condiciones.
Una importante dimensión de esta discusión es la educacional. Engel, Galetovic y Raddatz podrían observar que, debido a las diferencias numéricas entre ricos y pobres, es plausible suponer que el Estado gaste en términos totales más dinero en la educación pública de los Pérez que en la educación de los Edwards. Pero el igualitarista político observaría que ello se debe a una organización del sistema educativo que posibilita que los Pérez reciban sólo lo que el Estado decide gastar en ellos y que los Edwards puedan gastar sin límites en su propia educación. Y el igualitarista eudemonista observaría que ello permite que el gasto total en educación por cada individuo rico, sumando gasto público y privado, sea superior al gasto total por cada individuo pobre; incluso es probable que, debido a su paso por el sistema universitario tradicional, los Edwards reciban individualmente más gasto estatal que los Pérez.
En definitiva, la pregunta sobre a quién beneficia el gasto estatal debe ser capaz de visibilizar tanto el beneficio individual que los ricos obtienen del gasto estatal como el beneficio colectivo que obtienen en la forma de poder político. Mi intuición es que, incorporando estas dimensiones, lleguemos a la conclusión de que el gasto estatal beneficia más a los ricos que a los pobres.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl