Neoliberalismo, violencia e ideología dominante
La única conclusión viable es que la forma adecuada de enfrentar de raíz el problema terrorista es intensificar la lucha contra el neoliberalismo. Y eso implica no dejarse llevar por la histeria de la prensa funcional al sistema, ni por el atemorizado sentido común. Al contrario, es en estos momentos cuando se hace más imperioso que nunca defender la democracia, con las garantías y libertades que le son consustanciales.
«Algunos hombres sólo quieren ver el mundo arder», le dice Alfred a Bruce Wayne en Batman: El caballero de la noche, para referirse a la sicología del Guasón. Oscura intuición, propia del cine norteamericano, heredero en este punto de una visión muy arraigada en el pensamiento anglosajón: la idea, expresada de un modo inmejorable por Thomas Hobbes, de que el hombre es un lobo para el hombre. Idea que justificaría de por sí la constitución del Estado, como ente limitador de la peligrosa libertad humana, libertad que –en un estado de naturaleza– nos podría llevar directamente al caos.
Se trata de una posible explicación de la violencia que, a pesar de su aparente radicalidad –existirían individuos cuyo actuar no se puede traducir en términos racionales, ya que sólo buscan el caos–, resulta en extremo complaciente con cierto sentido común que se ha venido instalando en las sociedades neoliberales. Se trata de una visión que exalta el miedo como emoción constitutiva de la realidad social. No por nada Hobbes llegó a decir que «el miedo y yo somos hermanos». Sin embargo, esta visión no nos permite adentrarnos realmente en el pensamiento de los individuos detrás de los últimos bombazos, precisamente porque una visión así renuncia a cualquier tipo de explicación. La distinción entre el bien y el mal sería meramente visceral: contra ciertos individuos –»los malos»– sólo cabría la violencia.
Un poco más allá –pero sólo un poco– encontramos la explicación de la derecha conservadora y militante, para la cual la culpa de los últimos bombazos se debe achacar directamente a los discursos revolucionarios. De ahí que la caricatura fabricada por La Tercera y La Segunda, entre otros medios nacionales, no sea para nada baladí. Para esta forma de interpretar el fenómeno, no es posible hacer una distinción real entre los modos de vida de quienes ejercen estos actos de violencia y los actos mismos. Todo aquel que plantee un discurso alternativo al discurso dominante será visto –y con razón– como un potencial peligro para la mantención del orden (concepto que, para este grupo, constituye el máximo fetiche). Así, entran en la fila de sospechosos anarquistas, vegetarianos, animalistas, comunistas, mapuches y, en general, todo aquel que no calce con el modelo ideológico impuesto por las necesidades del capitalismo extremo (especialmente todo aquel que no sea productivo para la sociedad desde un punto de vista estrictamente económico). Se trata de una reedición un poco más sofisticada del viejo temor al «cáncer marxista» (nótese aquí la sugerente metáfora biopolítica).
Pero esa es una forma extrema de ver el problema de la violencia, compartida por un grupo relativamente pequeño de personas. El sentido común neoliberal intenta explicar la violencia desde una lógica costo-beneficio. Aquí los criterios de la racionalidad instrumental que imperan en el ámbito económico se trasladan directamente al ámbito jurídico, para sostener la idea de que el problema de fondo radicaría en la falta de leyes penales suficientemente disuasorias para los «delincuentes» (que, por cierto, constituirían una categoría de individuos ajenos al cuerpo social). Una revisión profunda de la Ley Antiterrorista, elevando penas y aumentando las atribuciones de los fiscales, sería entonces absolutamente necesaria para inhibir a los «extremistas» de utilizar la violencia para conseguir sus objetivos. Asimismo, las garantías penales y procesales serían, para esta visión, una carga excesiva para la consecución de la anhelada eficacia en la persecución penal. Por ende, sería legítimo sacrificar dichas garantías en pos de la eficacia, aspecto clave para la reducción del temor y el aseguramiento de la paz. Bajo esta lógica, y avivando un poco más el miedo en la población, es posible justificar incluso la reestructuración de una agencia de inteligencia «a la antigua», como en los buenos tiempos de la DINA y la CNI, con agentes encubiertos (y eventualmente provocadores), y una visión un poco más «relajada» de la inviolabilidad de los derechos humanos.
[cita]La única conclusión viable es que la forma adecuada de enfrentar de raíz el problema terrorista es intensificar la lucha contra el neoliberalismo. Y eso implica no dejarse llevar por la histeria de la prensa funcional al sistema, ni por el atemorizado sentido común. Al contrario, es en estos momentos cuando se hace más imperioso que nunca defender la democracia, con las garantías y libertades que le son consustanciales.[/cita]
Es verdad que esta última visión puede parecer justificable –desde un punto de vista pragmático– a la luz de lo ocurrido en los últimos días. Sin embargo, esperamos que dichos intentos no prosperen, ya que desdibujan la visión general de la izquierda sobre estos temas. Y es que no parece saludable seguir la idea de algunos personeros de la vieja Concertación que han sostenido que el único impedimento para la aplicación de estas medidas por parte de la izquierda sería el «trauma» –¿injustificado?– de su propia persecución, y no los elevados ideales liberales y democráticos que sustentan al Estado moderno.
La alternativa a este oscuro sentido común, alimentado por la construcción hegemónica de la prensa, sin embargo, también nos deja con gusto a poco. Me refiero a la noción de la izquierda marxista y postmarxista de que la violencia de los bombazos se puede explicar como una respuesta directa a la violencia estructural de la sociedad. Estas interpretaciones suelen mezclarse con la vieja idea de que la sociedad es responsable de crear al delincuente, que el hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad lo corrompe. Digo que esta explicación tampoco nos satisface porque sigue sin arrojar luz sobre la sicología de quienes ponen las bombas.
Si esta conducta pudiera explicarse exclusivamente mediante el recurso a las estructuras, ¿por qué no hay más personas poniendo bombas o cometiendo delitos contra la propiedad? ¿Por qué no se queman más buses del Transantiago? No basta aseverar que la «pasividad» del resto de la sociedad –incluso del sector más explotado del proletariado– se debe sencillamente a la imposición de la ideología dominante por parte de la prensa y otros elementos hegemónicos, o a una inclinación atávica hacia la obediencia. Como plantearía Camus, el tema no es si existen razones objetivas para la rebelión. El tema consiste en saber si, en pos de dicha rebelión, estaría justificado el asesinato. En la vida real, ni todos los pobres atentan contra la propiedad, ni todos los rebeldes utilizan la violencia contra quienes los oprimen.
Por cierto, esta explicación por lo menos es un poco más útil. En vez de poner acento en la perpetuación del círculo del miedo, nos permite generar una conciencia autocrítica, buscar las causas mediatas de la violencia, provocar cambios en la sociedad. Desde este punto de vista, por ejemplo, se ha puesto énfasis en el aumento de los jóvenes nini, aquellos que ni estudian ni trabajan, grupo de la población que ha ido creciendo en directa proporción con la expansión de la mal llamada clase media chilena (en realidad, sabemos que se trata de una clase crecientemente proletarizada). En esta mítica clase media apreciamos una de esas paradojas tan propias del modelo neoliberal en el que vivimos: la posibilidad de obtener acceso a bienes materiales aumenta, pero al mismo tiempo aumenta la explotación, empeora la calidad de vida de los trabajadores, lo que redunda en una suerte de «explotación benéfica». Los jóvenes nini tienen la capacidad económica de sustraerse de aquello, pero bajo la fáustica condición de vivir en una situación de relativa desesperanza, sin verdaderos horizontes vitales. Otros, más necesitados, se emplean de manera precaria o sacan títulos de cartón, integrando una pobreza ilustrada que, con razón, se siente ajena a la mayor parte de la sociedad. Muchos han apuntado a esta condiciones objetivas como las causas directas de que muchos jóvenes con este perfil integren colectivos políticos que promueven una lucha antisistémica más directa y brutal que la pregonada por la elite universitaria o la izquierda clásica.
Sin embargo, la duda persiste. Ni todos los jóvenes con este perfil realizan actividades delictivas, ni todos los colectivos pregonan la lucha armada o el terrorismo. Ante la falta de una respuesta filosófica contundente sobre el fenómeno de la violencia, uno se ve tentado a seguir a Peter Sloterdijk cuando nos advierte que se trata de exabruptos sintomáticos, respuestas desesperadas a este Palacio de Cristal en que se ha convertido el parque humano moderno.
El Palacio de Cristal fue una estructura arquitectónica construida en Londres para albergar las exposiciones universales que se empezaron a desarrollar a fines del siglo XIX, donde el liberalismo burgués –con su idea de progreso permanente– se homenajeaba a sí mismo. Se trata, nos dice Sloterdijk, de una idea apuntada ya por Dostoievski y Benjamin: la idea de un capitalismo integral, donde el mundo exterior queda absorbido en un interior planificado en su integridad. Este mundo –que se deleita exhibiéndose a sí mismo– es el mundo de la globalización, donde todos los aspectos de la vida se supeditan al enorme mercado global, que al mismo tiempo –por mucho que pregone la libertad individual– termina uniformando a la población mediante el poder del dinero. Se trata, por cierto, de una fetichización extrema, el Moloch atávico que se hace presente ya en la película Metrópolis de Fritz Lang y en el poema Aullido, de Allen Ginsberg.
Asimismo, operaría aquí la inquietante imagen futurista de Aldous Huxley, quien nos presentó, en Un mundo feliz, la distopía de un mundo dividido exactamente en dos: un «primer mundo» de carácter netamente científico, donde todos los aspectos de la vida están regulados y orientados al confort y el consumo, y un mundo salvaje, donde –junto a la pobreza y la violencia– emergen también sentimientos que el primer mundo ha descartado por «irracionales», como la esperanza en la sobrevida y el amor.
En este contexto, los actos terroristas serían ni más ni menos que los cantos de sirena de los perdedores de la Historia, de los que se resisten a integrarse al Palacio de Cristal construido por el capitalismo. Cantos de sirena que –irónicamente– son absolutamente funcionales para el éxito de la maquinaria neoliberal, ya que les otorgan a sus ideólogos mayores razones para imponer su programa. Y es que el neoliberalismo aspira, en definitiva, a un control completo y avasallador sobre sus súbditos, los integrantes de los engranajes productivos.
Tengan razón quienes piensan como Sloterdijk –pensamiento compartido tanto por ciertos sectores conservadores como por los herederos de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt– o la corriente marxista, lo relevante es que ambos grupos plantean una compleja relación entre la violencia subjetiva –la violencia ejecutada por individuos aislados– y el problema estructural de nuestra sociedad. En ambos casos, terrorismo y neoliberalismo son dos caras de la misma moneda, por mucho que los terroristas se empeñen en verse a sí mismos como revolucionarios incomprendidos. Por eso mismo, la única conclusión viable es que la forma adecuada de enfrentar de raíz el problema terrorista es intensificar la lucha contra el neoliberalismo. Y eso implica no dejarse llevar por la histeria de la prensa funcional al sistema, ni por el atemorizado sentido común. Al contrario, es en estos momentos cuando se hace más imperioso que nunca defender la democracia, con las garantías y libertades que le son consustanciales.
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