La jeringa quedaría clavada en una parte de mi piel. Preparada antes con guantes de goma para evitar huellas. La misma precaución al dejarla a mi lado. ¿Y yo tendría fuerzas para inyectarme? Las sacaría del alma misma si no las tenía. Dueño de mi vida, como siempre ha sido. Y ahora también en la muerte.
Cuando supe que sería sometido a una segunda operación a la columna por el cáncer, también supe que podía, o morir en ella, o quedar idiotamente entubado, anclado en una cama, hablando o musitando estupideces, recibiendo misericordia.
Entonces hablé con un amigo y le dije:
–Acompáñame a hablar con un médico acerca de la eutanasia, no quiero quedar así como pienso que puedo quedar… hay muchas posibilidades que así ocurra.
Llegamos a casa de uno. De confianza. Le expliqué mi situación. Antes de la segunda operación yo estaba muy mal… y en mi mente comenzó a crecer la idea de morir antes que quedar en ese estado.
La primera sensación que tuve cuando comencé a pensar en la muerte fue de curiosidad… poco después la entendí como un camino a la salvación… entonces se encendió una pequeña luz allá lejos donde respiran los astros.
El médico me preguntó por qué estaba decidido a morir antes que intentar el inicio de un largo tratamiento para ver cuán menos idiota podía quedar… cuán inspirador de un poco menos de misericordia.
Le dije que simplemente era mi decisión… absoluta… sin regreso… sin paliativo alguno… y que yo era el único que podía tomar esa decisión.
[cita]La despenalización de la eutanasia y el aborto sólo puede traer laureles a una sociedad, porque es un signo inequívoco de su cultura y tolerancia de convivencia en armonía, sin que ocurran descalabros morales. ¿Acaso ha ocurrido así en Chile tras la legalización del divorcio, como lo auguraron manipuladoramente los fanáticos moralistas? No pasa nada. [/cita]
Entonces él me explicó que en la legislación chilena la eutanasia era sinónimo de homicidio. Que por ello ningún médico me asistiría a morir como yo quería… rápido… brutal… contra reloj… sin margen de error… nada de una muerte lenta quitando tubos… dejando los medicamentos… dejando de alimentarme… porque eso es prolongar el sufrimiento de una persona en estado terminal. Una muerte cínica… solapada, que lo único que provoca es prolongar ese sufrimiento. Y nadie tiene derecho a prolongar ese sufrimiento. Ni la familia… ni la medicina… ni la justicia… ni menos Dios, porque no existe. Existió uno llamado Jesús. Un luchador, un revolucionario, un valiente… pero ese Jesús murió en la cruz hace miles de años y jamás resucitó ni subió al cielo en levitación.
Después de intercambiar una montaña de ideas y valores, el médico me dijo las palabras sabias que yo esperaba pero que jamás había escuchado:
–Si tú estás decidido a morir, entonces hay un camino simple donde no involucras a nadie. Y que, bien hecho, no deja huellas.
Alguien debía dejarme a mano, con precaución, una jeringa conteniendo una alta dosis de insulina.
–Te la inyectas tú mismo en cualquier parte del cuerpo. No se necesita pericia para hacerlo. ¡Y adiós!
Jamás olvidaré la sensación que me provocaron esas palabras. De una inmensa libertad. No deja huellas. La jeringa quedaría clavada en una parte de mi piel. Preparada antes con guantes de goma para evitar huellas. La misma precaución al dejarla a mi lado. ¿Y yo tendría fuerzas para inyectarme? Las sacaría del alma misma si no las tenía. Dueño de mi vida, como siempre ha sido. Y ahora también en la muerte.
¡Que busquen huellas los enemigos de la eutanasia! O la muerte asistida, como quieran llamarla. Da lo mismo. El efecto buscado es el mismo. ¡Morir! Y morir rápido. Los enemigos de la muerte asistida. De la muerte digna y libertaria. ¡Que se rompan las manos buscando al culpable! Quizás no es un sendero infalible. Quizás Sherlock Holmes podría encontrar alguna pista, pero es casi imposible que encuentren a quien preparó la dosis y a quien la puso a mi lado discretamente para el minuto final. Eso sí, habrá que asegurarse de que no hay cámaras dentro de la habitación del hospital o la clínica. Que nadie vea nada. Ni tampoco sospeche algo. Y la jeringa debe clavarse rápido para que no sea descubierta por algún intruso. Interrogarán a la última persona que visitó al enfermo, pero también pudo ser alguien de la misma clínica o el hospital. Los intrusos no llegarán a nada.
Cuatro son las libertades fundamentales de un ser humano que adora la libertad: perder el miedo a cualquier Dios, desobedecer al poder, perder el miedo a la muerte, y ejercer el último suspiro de esa libertad en una situación límite para ser digno en el sufrimiento, como lo fueron algunos prisioneros en los campos de concentración del nazismo o bajo cualquier dictadura, aunque fueran camino a la muerte.
Con esos cuatro pilares un ser humano puede construir una felicidad de acero, inquebrantable. Pero ello requiere algunas conditio sine qua non: ejercer el valor de la autonomía, respetarse y amarse profundamente a sí mismo y, como sostiene Nietzsche, tener el valor de descender a los abismos porque se tienen alas para salir, y saber transitar por los laberintos.
Y en este sendero de libertad y felicidad no hay espacio para los sumisos.
No existe sensación más hermosa que mirarnos al espejo y sentir que hemos sido dignos en nuestras vidas. Que hemos conocido el valor de la dignidad hasta su misterio más profundo. Entonces podremos esbozar una sonrisa cada noche cuando todo se vuelve oscuridad y nos abandonamos a soñar.
En ningún país desarrollado donde existe el derecho a la eutanasia esas sociedades han entrado en una senda de desastre moral o valórico. No ocurre nada. Lo mismo para el divorcio, el aborto y el matrimonio homosexual. Esas sociedades siguen su camino inalterado hacia donde quieran ir.
El drama y el terror lo inoculan en las sociedades subdesarrolladas, como Chile, quienes quieren el control de las personas y sus vidas, gobernando sus mentes fundados en valores filosóficos inmensamente discutibles. La libertad de pensar y decidir sobre las propias vidas jamás ha sido símbolo de podredumbre ni destrucción.
Son muchos los que sufren cada día azotados por males incurables inmensamente agresivos y terminales. La ciencia, y en ella la medicina, tiene la obligación de estar al servicio del ser humano para curar sus dolores, no para prolongarlos inhumanamente. La filosofía jamás puede estar por encima de la ciencia, menos cuando se trata del sufrimiento humano.
Ante un mal incurable y terminal, es el ser humano, y nadie más, quien tiene el derecho de decidir si quiere seguir sufriendo en un tratamiento paliativo, absolutamente inseguro del éxito, o querer poner fin a su vida de inmediato.
La eutanasia o la muerte asistida debe existir en Chile con ciertas condiciones: por ejemplo, como ocurre en el mundo desarrollado, con informes de una cantidad de médicos y psicólogos que evalúen las condiciones reales de la persona. Y sin importar que los familiares estén o no de acuerdo, porque en ello está inserta muchas veces una cuota no menor de egoísmo cuando se oponen.
La prolongación del sufrimiento lo vive también la familia y suma altos gastos que luego habrá que pagar. ¿Para qué? Para haber prolongado la vida de un sufriente un tiempo más en condiciones miserables.
El punto se complica cuando el sufriente no tiene la capacidad de decidir por sí solo porque su estado no se lo permite. Allí habrá que intentar que esa persona logre expresar alguna palabra, algún signo, para evidenciar que quiere morir. Y eso debe igualmente ser asistido y resuelto por un conjunto de facultativos. Pero la familia también puede ayudar a conocer el destino que desea su ser querido.
La despenalización de la eutanasia y el aborto sólo puede traer laureles a una sociedad, porque es un signo inequívoco de su cultura y tolerancia de convivencia en armonía, sin que ocurran descalabros morales. ¿Acaso ha ocurrido así en Chile tras la legalización del divorcio, como lo auguraron manipuladoramente los fanáticos moralistas? No pasa nada.
Tuve la suerte de sobrevivir a estos años de dolencias agresivas y amo la vida profundamente. Seguimos adelante, más doblados, más heridos, pero de pie, jamás de rodillas. Pero no olvido que ante un retorno de los males, sin poder esta vez vencerlos… a mi lado estará la jeringa y partiré con una sonrisa victoriosa de libertad.