Si los activistas y políticos conservadores, que pretenden negar el derecho a la identidad de las personas trans, respondiesen de manera más profunda a estos cuestionamientos, podríamos pensar en la posibilidad de un debate serio.
En su oposición al proyecto de ley de identidad de género (boletín 8924-07), algunos activistas y políticos conservadores –por ejemplo, el abogado Pablo Urquízar y la senadora Jacqueline van Rysselberghe– han insistido en que la transexualidad constituye un “trastorno mental”. Sin embargo, se limitan a señalar –como mero argumento de autoridad– que esta identidad sexual se encuentra así catalogada en los manuales psiquiátricos de la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM) y de la Organización Mundial de la Salud (CIE).
Aclarando que, para los efectos de esta columna, entiendo por transexualidad la existencia de identidades de género no-normativas –es decir, de personas (denominadas trans) que sienten y expresan una identidad de género distinta del sexo de nacimiento–, cabe señalar que, desde hace varios años y en el marco de diversas disciplinas científicas, incluyendo a las ciencias psi (psicología y psiquiatría), se viene cuestionando la referida catalogación “sanitaria”.
¿En qué consiste este cuestionamiento?
En primer lugar, la consideración de la transexualidad como trastorno se basa en un paradigma no demostrado científicamente: que las identidades trans serían anormalidades por un supuesto desajuste cuerpo-mente. Esta visión incurre en una contradicción, ya que no deja claro si el supuesto “problema” de la transexualidad tiene un origen biológico o mental. Si fuese lo primero, no cabría la catalogación psiquiátrica. Si fuese lo segundo, la imposición (médica y estatal) de cambios corporales no tendría sentido.
[cita]Si los activistas y políticos conservadores, que pretenden negar el derecho a la identidad de las personas trans, respondiesen de manera más profunda a estos cuestionamientos, podríamos pensar en la posibilidad de un debate serio.[/cita]
En segundo lugar, resulta discutible que el origen del sufrimiento de las personas trans sea la llamada disforia de género, o sea, la profunda molestia por haber nacido en un “cuerpo equivocado”. En otras palabras, centrar de manera principal el sufrimiento de las personas trans en la supuesta disforia de que padecerían, implica desconocer o minimizar el círculo o cadena de discriminaciones sociales de que ellas son víctimas de manera cotidiana.
Finalmente, desde una perspectiva clínica resulta altamente cuestionable la existencia de un “diagnóstico” de la transexualidad que, al final, se reduce a si la persona se inclina hacia un patrón de estereotipos masculinos o femeninos. Además, lo que cualquier persona trans puede fácilmente constatar en Chile, es muy escasa la existencia de profesionales de salud mental especialistas en transexualidad, quienes no pocas veces asumen el “tratamiento” de estas personas con frivolidad y prejuicio.
Si los activistas y políticos conservadores, que pretenden negar el derecho a la identidad de las personas trans, respondiesen de manera más profunda a estos cuestionamientos, podríamos pensar en la posibilidad de un debate serio. Mientras sigan entrampados en argumentos de autoridad, en frases vacías de contenido, seguiremos en presencia de un diálogo de sordos. De algo muy similar a la falta de comunicación que históricamente se ha dado en los denominados “choques culturales”, caracterizados por la dificultad de los sectores hegemónicos de reconocer a un otro humano que, aunque distinto a la norma hegemónica que buscan imponer, es una persona igual en dignidad y derechos.