Si bien ha sido loable el repudio de estos hechos, no ocurre lo mismo cuando la manifestación racista se encuentra revestida de autoridad científica, académica o estatal, como ha ocurrido con las intervenciones públicas del historiador Sergio Villalobos, replicadas acríticamente por los medios, a través de los cuales ha descalificado a un pueblo con argumentos insostenibles, que cuesta distinguir del discurso racista más común.
Cada cierto tiempo se nos “aparece” el tema del racismo y siempre pareciera que es algo abrupto, repentino, excepcional. Un conjunto de hechos que vienen a rasgar esa imagen extendida de una sociedad chilena que se asume clasista pero no racista. Los episodios, sin embargo, se repiten: sólo en los últimos meses hemos tenido una marcha antiinmigrantes en Antofagasta y el insulto repetido hacia el jugador de futbol Emilio Rentería, de nacionalidad venezolana.
La excepcionalidad chilena se diluye cuando nos damos cuenta de que esto coincide con conflictos racistas o de fuerte contenido racial en el resto del continente. Solo por mencionar los más graves: la expropiación de la ciudadanía a los descendientes de haitianos en República Dominicana (la denominada “Sentencia” del 2013, que se agrega a la larga historia de barbarie contra los haitianos en ese país del Caribe); con la constatación de una violencia racializada en México, pues entre los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, la mayoría pertenece a pueblos indígenas y hablan sus lenguas; y con el conflicto racial más reciente de Estados Unidos, desatado cuando un policía blanco mató a un joven afrodescendiente desarmado en la ciudad de Ferguson.
Este panorama no hace más que mostrarnos la vigencia del racismo como una de las formas más brutales de exclusión social, que consiste en asumir la existencia de rasgos psicológicos y culturales comunes a individuos que comparten rasgos fenotípicos. Se asume que existe entre las razas una relación de jerarquía, que permite hablar de razas o pueblos superiores e inferiores. Y pese a que se ha establecido el nulo valor científico de esas afirmaciones, persisten como creencia, regulando las relaciones sociales.
Asumiendo entonces que no existen las razas pero sí el racismo, cabe preguntarse por su origen, que podemos ubicar en la expansión colonialista de Europa durante el siglo XV hacia el mundo para ellos desconocido, como América, y parcialmente conocido mas no conquistado, como Asia y África. La colonización es un hecho histórico y a la vez un tipo de dominio que incorpora la diferencia cultural, utilizada deliberadamente para la construcción de un “otro” negro e indígena, que debido a su supuesta inferioridad fue expropiado y forzado a ser la mano de obra de los regímenes coloniales.
[cita]La ideología ha sido el terreno de construcción privilegiado del racismo, por ello, no es azaroso que los intelectuales afrodescendientes e indígenas se hayan propuesto combatirlo desde ese mismo terreno. Se trata de esfuerzos heterogéneos que, sin embargo, comparten el mismo objetivo: restituir humanidad allí donde esta ha sido negada y denunciar la barbarie de aquel que racializa, como hicieran en los años cincuenta Aimé Césaire y Frantz Fanon, entre otros. Este último, psiquiatra de profesión, haciendo énfasis en los efectos psicológicos perversos del racismo.[/cita]
Esta interrogación por el origen tiene un sentido político de envergadura, pues admite la construcción histórica del racismo en lugar de asumirlo como un hecho natural, que siempre ha estado. La narración de esa historia contribuye a iluminar un presente que se erige sobre su herencia, con la inferiorización de afrodescendientes e indígenas y con el peor de sus correlatos: la exclusión y la pobreza. Las cifras censales, las encuestas por hogares y los organismos internacionales, incluido el Banco Mundial, confirman esta correlación. Al mismo tiempo, el fenómeno del racismo muestra cierta autonomía de la condición de clase cuando entre individuos del mismo estrato social se produce la discriminación racial, como analizó hace casi sesenta años el tunecino Albert Memmi en su libro El colonizador y el colonizado, algo que los indígenas de América continúan denunciando (el alcalde de Otavalo, Mario Conejo, se refiere al mismo hecho cuando pone el ejemplo de los blancos y mestizos pobres que se asumen superiores a los indígenas prósperos de esa ciudad ecuatoriana).
El caso indígena no ha sido invocado de manera caprichosa, pues aunque no se ha reconocido en esos términos –salvo, claro está, por los propios afectados– el conflicto con los pueblos indígenas tiene una dimensión racial insoslayable. Esto implica asumir que en Chile el racismo es de larga data, un horizonte que se reformula con el conflicto que produce la creación de nuevos “otros”, es decir, los inmigrantes afrodescendientes pobres de países latinoamericanos como Perú, Colombia, Haití y República Dominicana, más visibles para los chilenos que los inmigrantes argentinos y españoles, igualmente numerosos. Esto se comprueba en ejemplos similares al que entrega Mario Conejo para el Ecuador, tanto en el espacio rural como en el urbano. También con la inserción de la población indígena en las ciudades, donde han ocupado los empleos menos calificados.
La asociación entre rasgos físicos –principalmente el color de la piel– y estratos sociales bajos revela una estructuración social pigmentocrática. Una imbricación histórica que se vive cotidianamente como descalificación, que tiene entre sus principales expresiones un lenguaje violento. Se advierte en frases como la conocida “cara de nana”, que escuché muchos años antes del bullado festival Lollapalooza, cuando me ganaba la vida como profesora de Historia en un establecimiento de Las Condes que preparaba a chicos de sectores sociales altos para rendir exámenes libres. Ahí mismo me tocó recibir con perplejidad la confesión de un alumno de piel morena, quien me dijo que no le gustaba su color porque era “color de maestro”. Se refería a los obreros de la construcción…
Afortunadamente, los casos que han provocado la escritura de esta columna produjeron rechazo, indignación, movilización e incluso revueltas sociales de ciudadanías críticas que se rebelan contra la sociedad que racializa y contra regímenes políticos que admiten estas prácticas. Sin embargo, es necesario pasar de la indignación a la sanción, que en Chile implica la aplicación efectiva de la Ley Antidiscriminación, pero ello pasa por advertir la gravedad de los hechos y no reaccionar únicamente cuando se produce un crimen, porque eso equivale a sentarse y esperarlos. Es necesaria la prevención, la educación, la formación ciudadana y la responsabilidad de entes tan importantes para la formación de la opinión pública como los organismos del Estado, los medios de comunicación y los intelectuales
Digo esto porque si bien ha sido loable el repudio de estos hechos, no ocurre lo mismo cuando la manifestación racista se encuentra revestida de autoridad científica, académica o estatal, como ha ocurrido con las intervenciones públicas del historiador Sergio Villalobos, replicadas acríticamente por los medios, a través de los cuales ha descalificado a un pueblo con argumentos insostenibles, que cuesta distinguir del discurso racista más común, una confluencia entre lo culto y lo vulgar que enfatizó el intelectual dominicano Silvio Torres-Saintllant en su reciente visita a Chile, en el marco de un encuentro que organizamos para analizar el tema del racismo en América Latina y el Caribe. Precisamente, esa es la confluencia que preocupa a los intelectuales mapuche Enrique Antileo y Fernando Pairicán, cuando afirman: “Su victoria son esos Villalobos ocultos que van en la micro con nosotros, que son nuestros vecinos, que son nuestros compañeros de labores o de estudios, esos que en cualquier oportunidad nos refregarán el ‘indio’ o ‘araucano’ en nuestros rostros”. Esta respuesta no tuvo el mismo impacto mediático que las palabras del historiador, peligrosamente más atractivas para cierta prensa.
Este caso permite graficar la impunidad que rodea a las descalificaciones racistas amparadas por el propio Estado y por las instituciones, pues cabe recordar que Sergio Villalobos es Premio Nacional de Historia (un premio que se financia con los impuestos de todos, incluidos los ofendidos) y hasta hace muy poco académico de la Universidad de Chile, donde lamentablemente esto pasa por conocimiento científico o por opinión “distinta”. Conozco a la Universidad de Chile, donde estas prácticas se reproducen a nivel de la sala de clases (lamentablemente no sólo con los sectores racializados), pervirtiendo el principio de pluralidad y libertad de cátedra. Pero, seguramente, el lector o lectora estará reconociendo situaciones similares en sus propios espacios sociales y laborales.
La ideología ha sido el terreno de construcción privilegiado del racismo, por ello, no es azaroso que los intelectuales afrodescendientes e indígenas se hayan propuesto combatirlo desde ese mismo terreno. Se trata de esfuerzos heterogéneos que, sin embargo, comparten el mismo objetivo: restituir humanidad allí donde esta ha sido negada y denunciar la barbarie de aquel que racializa, como hicieran en los años cincuenta Aimé Césaire y Frantz Fanon, entre otros. Este último, psiquiatra de profesión, haciendo énfasis en los efectos psicológicos perversos del racismo.
Conviene entender entonces que las almas heridas son también parte de este crimen y que el llanto de un futbolista no es menos grave que la sangre derramada en otras partes del hemisferio.