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Pinochet: a veces el silencio es la peor de las mentiras

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Javier Agüero
Por : Javier Agüero Filósofo. Universidad París 8
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En Chile homenajeamos todos los años a asesinos como si fueran héroes de la Independencia o mártires del pueblo. Lo que resulta aún más perturbador es que el minuto de silencio para las víctimas de la dictadura fuera posterior y, todavía más, sólo uno. ¿Hay coordinación en este orden?; ¿Pinochet primero y las víctimas después?; ¿si son más de 3 mil las víctimas de la represión en Chile por qué no 3 mil minutos?; ¿o por qué no justicia en vez de minutos de silencio? Se dio en esta sesión del Parlamento una muestra precisa del origen corrosivamente negociador de nuestra democracia, hubo que empatar, equilibrar, consensuar, distribuir homogéneamente el peso de una historia terrible.


El título de esta columna contiene una cita a Miguel de Unamuno.

Y es que la palabra silencio, el fenómeno silencio o el acontecimiento del silencio o como quiera llamársele, cobra un significado especial y rotundo en un país como el nuestro. ¿Qué podemos extraer a modo de reflexión de los 2 minutos de silencio que se vivieron el 10 de diciembre pasado?, ¿qué condensaría finalmente esta práctica de ecologización de la memoria?, ¿cuánto de un país como Chile se trasluce y expresa en estos 2 minutos?

De partida decimos que el silencio es un estado de no-hablar, una amplitud no modulada que tendería a desplegarse a partir de la ausencia de vibraciones sonoras. Nada nos indica inicialmente que el silencio expresa o debería expresar algo conmemorativo, por lo tanto, el que se le asocie en la actualidad a un ejercicio político de memoria o recuerdo por alguien muerto o por un evento pasado, no es nada más que un artefacto performativo que tuvo su origen exacto en el año 1919, a propósito de la petición de un ex soldado australiano que demandó 2 minutos de silencio a los ingleses para conmemorar el tratado de armisticio firmado en 1918.

Sin embargo, el minuto de silencio ha devenido progresivamente un lugar común a la hora de “hacer memoria”, de invocar por 60 segundos exactos la figura fantasmal de los que ya no están. Se cree que el silencio en esta línea rinde homenaje, evoca y consigue suspender la dinámica temporal de una rutina para atrincherarse en la introspección y en la búsqueda de “eso” ausente que espectralmente nos limpiaría la consciencia.

[cita]En Chile homenajeamos todos los años a asesinos como si fueran héroes de la Independencia o mártires del pueblo. Lo que resulta aún más perturbador es que el minuto de silencio para las víctimas de la dictadura fuera posterior y, todavía más, sólo uno. ¿Hay coordinación en este orden?; ¿Pinochet primero y las víctimas después?; ¿si son más de 3 mil las víctimas de la represión en Chile por qué no 3 mil minutos?; ¿o por qué no justicia en vez de minutos de silencio? Se dio en esta sesión del Parlamento una muestra precisa del origen corrosivamente negociador de nuestra democracia, hubo que empatar, equilibrar, consensuar, distribuir homogéneamente el peso de una historia terrible.[/cita]

El punto es que esto último es, en un país como Chile por ejemplo, mucho menos la posibilidad para la emergencia de una ética que se funde sobre la memoria de los ausentes y mucho más una prótesis política que revela, a partir de su lógica utilitaria, la conformación de nuestra sociedad en los últimos 25 años. Como si un minuto (solamente un minuto) fuera suficiente para seguir adelante con la dinámica negociada de un país donde el silencio es y ha sido elemento constituyente de su democracia. El silencio en esta línea, ya sea el de 25 años o el de 60 segundos, se evidencia como un canon alrededor del cual se ha articulado, en mayor o menor medida, la sociedad chilena.

Esto es lo que vimos aparecer el pasado 10 diciembre, primero con el minuto de silencio para Pinochet y, después, para las víctimas del primer invocado. El dispositivo “minuto de silencio” que tuvo esta vez su espacio ad hoc en el Parlamento de la República liberó sin complejos ni la menor de la ponderaciones la naturaleza de nuestra política postdictadura. En un día donde se homenajeaban los derechos humanos en todo el mundo y donde proliferaron los eventos recordatorios y hubo miles de minutos de silencio repartidos en gran parte del globo terráqueo occidental, en Chile se comenzó por invocar el fantasma de Pinochet. En un espacio como el Parlamento, que se asume idealmente como el corazón de una democracia y que fue cerrado de entrada por el propio general en 1973, resulta que hoy se activa como el espacio público en donde su fantasma revoloteó sin vergüenza. No sería de extrañar en la Escuela Militar, en la fundación que lleva su nombre o en su círculo civil-milico proclive, pero que en el espacio físico de uno de los poderes del Estado más representativos de las democracias liberales se haya conseguido revitalizar el cadáver de un dictador y un célebre asesino, resulta, cuando menos, un navajazo al ritmo vital de la dignidad de un país.

Pero esto no es siquiera, a mi juicio, lo más grave, en Chile homenajeamos todos los años a asesinos como si fueran héroes de la Independencia o mártires del pueblo. Lo que resulta aún más perturbador es que el minuto de silencio para las víctimas de la dictadura fuera posterior y, todavía más, sólo uno. ¿Hay coordinación en este orden?; ¿Pinochet primero y las víctimas después?; ¿si son más de 3 mil las víctimas de la represión en Chile por qué no 3 mil minutos?; ¿o por qué no justicia en vez de minutos de silencio? Se dio en esta sesión del Parlamento una muestra precisa del origen corrosivamente negociador de nuestra democracia, hubo que empatar, equilibrar, consensuar, distribuir homogéneamente el peso de una historia terrible que no puede recaer únicamente en un sector, sino que debe diseminarse de manera instrumental a lo largo y ancho de la clase política para que el pacto social no se estremezca.

Nuestro célebre consenso, ese dispositivo madre de lo que hoy entendemos por sistema político en Chile y que nos hizo creer que la política misma no es otra cosa más que el llegar a acuerdos de Estado por el bien de la continuidad del país, dejando excluida cualquier manifestación de “lo” político que corra por fuera de los márgenes negociadores e institucionalmente permitidos, volvió a ser, ahora a modo de minutos de silencio, el rey de la fiesta, la guinda de la torta, el hijo pródigo y el factótum de nuestra democracia, empatando ahora dignidad con tragedia y revelando, por exceso de transas, el ecosistema profundamente esquizofrénico en el cual fue parido nuestro sistema político, económico y social.

El silencio ha sido para nuestro país un vector/actor de la política misma. Desde el acallamiento de las víctimas con leyes de punto final o con la búsqueda de “verdades históricas” (Comisión Rettig o Valech) hasta el enorme mar de silencio que aún se guarda en los archivos de los regimientos y que no permiten dar con el paradero de muchas de las víctimas de la dictadura de Pinochet (el homenajeado), el silencio se ha estabilizado como una zona por desbordar, por hacer hablar. No hay arte en callar cuando de vidas humanas se ha tratado; no es hermoso el silencio cuando apunta a la ecología de la memoria dejando atrás la urgencia de una justicia real.

Yo quisiera no más minutos de silencio, nunca más silencio en este Chile que se sabotea progresivamente al compás de su partitura muda.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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