A la izquierda chilena le queda una gran tarea, que se puede resumir en poner fin al pesado legado neoliberal que, desgraciadamente, los mismos partidos de izquierda, integrantes en ese entonces de la Concertación, se limitaron a administrar y, por cierto, con bastante éxito.
Este trabajo se limita a analizar y describir la relación entre los partidos de izquierda y los procesos electorales. Dejaremos a un lado la cualificación según se digan más de izquierda o de centro-izquierda, pues es sabido, a través de la historia, que unos se califican frente a los otros, criticando su ortodoxia y, a veces, negando su categoría de tal. No pretendemos describir la historia de los “vaticanos marxistas-leninistas” ni, tampoco, de los heterodoxos, ni menos nos interesa explorar en este océano –la izquierda– los múltiples islotes y cayos que la componen.
Cabe hacerse la pregunta de por qué, hasta ahora, pervive en la izquierda chilena una nostalgia de los tiempos de auge, que corresponde a los decenios de los sesenta y setenta. Podríamos resumir:
1) Entre 1970-1973 la izquierda chilena, especialmente los dos partidos principales, el Comunista y el Socialista, lograron los más altos porcentajes electorales desde su fundación; el candidato de la izquierda, Salvador Allende, aunque con menor porcentaje electoral que en 1964, en que compitió con el candidato DC Eduardo Frei Montalva, cuando obtuvo el 38,6%, y en 1970, el 36,2%, logró, en última ocasión, la Presidencia de la República, gracias a la división de los votos de la derecha, con Alessandri, y la Democracia Cristiana, con Radomiro Tomic.
2) El Partido Socialista, por ejemplo, había alcanzado, de 1961 a 1973, un crecimiento sostenido: en 1961, el 10,7%; en 1963, el 11,1%; en 1967, el 13,9%; en 1969, el 12,2%; en las municipales de 1969, logró su peak con el 22,3%; en 1973, en las elecciones parlamentarias, bajó mínimamente al 18,9%.
El Partido Comunista también tuvo un crecimiento en ascenso: en 1961, el 11,4%; en 1963, el 12,4%; en 1965, 12,4%; en 1967, el 14,7%; en 1969, el 15,9%; en 1971, el 16,9%; en 1973, el 16,2%.
3) Si consideramos el conjunto de la izquierda, agrupada desde 1970 en la Unidad Popular, marca la misma línea ascendente: el 36,2% con Allende, en 1970, y el 51% en las elecciones municipales, en 1971, y el 43,3% en las parlamentarias de 1973.
4) La idea de los tres tercios –derecha, centro e izquierda– tuvo, a nuestro modo de ver, una muy efímera existencia, pues al permitirse los pactos electorales, las tendencias políticas se polarizaron en dos: la CODE y el Partido Federado de la Unidad Popular. Por lo demás, en 1971, la izquierda logró ser mucho más que el tercio, pues obtuvo, en las municipales, casi el 51% de los votos.
5) Los partidos políticos de la izquierda, en el período republicano –nos referimos al Chile hasta 1973– tenían características muy distintas a las actuales: no existía un quiebre entre estos y la sociedad civil, pues había un correlato entre partidos, centrales sindicales, movimientos campesinos, poblacionales, de profesionales, de estudiantes y otros. El peso de los partidos políticos de izquierda, no sólo en la Central Única de Trabajadores (la CUT), los sindicatos campesinos, las federaciones de estudiantes era, prácticamente, incontrarrestable.
[cita]A la izquierda chilena le queda una gran tarea, que se puede resumir en poner fin al pesado legado neoliberal que, desgraciadamente, los mismos partidos de izquierda, integrantes en ese entonces de la Concertación, se limitaron a administrar y, por cierto, con bastante éxito.[/cita]
En 1969 se publicó el libro del senador Raúl Ampuero Díaz, una de las personalidades más importantes del socialismo chileno, que había librado un conflicto permanente con Salvador Allende, a quien acusaba de personalista y de poca consecuencia doctrinaria, hecho que lo llevó a quebrar con su partido y fundar la Unión Socialista Popular, de efímera existencia y de bajísima votación en la única elección a la cual se presentó. Este libro tenía el sugestivo título La izquierda en punto muerto. Se dio la paradoja de que esta visión crítica del FRAP se publicara un año antes del mayor triunfo electoral de la izquierda, con la Unidad Popular.
Ampuero nos entrega un análisis descarnado de las relaciones conflictivas entre socialistas y comunistas: en primer lugar, el Partido Comunista chileno fue, históricamente, uno de los más fieles a la concepción del rol central del Partido Comunista soviético en el conjunto de estas colectividades en Occidente, que apoyó sin reservas el pacto entre A. Hitler y Stalin, en 1939; posteriormente estuvo contra la Yugoslavia de Tito, cuando se produjo el quiebre con el estalinismo; luego, justificó la invasión de Hungría y la destrucción, por medio de los tanques rusos, de la Primavera de Praga. No faltaban quienes le lanzaran el remoquete al Partido Comunista chileno de que “funcionaba con la hora de Moscú”.
Desde su fundación, el Partido Socialista chileno tuvo discrepancias con su aliado comunista en todas las materias reseñadas en el párrafo anterior, y se sintió más cercano al socialismo autogestionario de Tito y, además, criticó, con dureza y públicamente, la intervención de la Unión Soviética en Hungría y Checoslovaquia.
El segundo lugar, siempre hubo entre ambos partidos una visión diferente respecto al carácter del tránsito al socialismo, pues el Partido Comunista sostenía, a partir del VII Congreso de la Internacional Comunista, una mirada estatista del proceso revolucionario: en un primer momento se contemplaba la formación de Frentes Populares antifascistas que, posteriormente, devinieron en los llamados Frentes Nacionales; por el contrario, el Partido Socialista de los años 40 estuvo en una posición competitiva con el comunismo, incluso, sosteniendo la tesis de la Tercera Vía.
A partir de 1959, la entrada de los “barbudos” de Fidel Castro a La Habana, las diferencias entre comunistas y socialistas, que ya se habían manifestado en el Frente Popular y en los Frentes Nacionales respecto a las políticas de alianzas con los partidos burgueses, especialmente el Radical, se acentuaron aún más, generando en el Partido Socialista la tesis del Frente de Trabajadores, que privilegiaba la hegemonía de los partidos obreros por sobre los eventuales partidos burgueses que formaran parte de la alianza. Esta diferencia, respecto a las alianzas entre estos dos principales partidos se manifestó, también, en la forma de enfrentar la “Revolución en Libertad”, del partido democratacristiano, en el sentido de que los socialistas, dirigidos por Aniceto Rodríguez, desde un primer momento dijeron negar la sal y el agua al gobierno que encabezaba Frei Montalva, so pretexto de alegar que era la nueva cara de la derecha; por el contrario, los comunistas eran mucho más aperturistas con este partido pluriclasista. Uno de los momentos que puede servir para retratar con fidelidad esta diferencia fue el famoso “tacnazo”, una rebelión militar, dirigida por el general Roberto Viaux, que, el 20 de octubre de 1969, se presentaba como un acto de insubordinación, motivado por demandas sindicales respecto a los salarios y pertrechos de guerra del Ejército. Los comunistas reaccionaron de inmediato, cerrando filas junto al gobierno de Eduardo Frei; muchos socialistas tuvieron dudas y no pocos apoyaron el movimiento rebelde, según lo aseguraba el dirigente Carlos Lazo. Esta simpatía hacia los militares de entonces es de larga data en la historia de ese partido: su fundador, Marmaduke Grove, fue general de la FACH, y el Partido Socialista Popular, en 1952, apoyó al general Carlos Ibáñez del Campo.
Dos grandes acontecimientos marcan a la izquierda latinoamericana desde 1959 hasta 1973: el primero, el triunfo de la Revolución Cubana, liberada por Fidel Castro y el Che Guevara, que aportó a los partidos de izquierda latinoamericanos la estrategia guerrillera foquista y, el segundo, el triunfo electoral de Salvador Allende, en 1970, que abrió las posibilidades de una vía democrática para llegar al gobierno –no así al poder–.
Después de las dictaduras de Seguridad Nacional, en América Latina, la izquierda, durante un largo período, se mantuvo alejada del poder político y predominaron gobiernos tanto de derecha como antisistémicos, de carácter neoliberal, por ejemplo, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000), en Perú, que se caracterizó, especialmente, por la corrupción, abuso de poder y atropello marcado a los derechos humanos; en Brasil, el Presidente Fernando Collor de Melo (1990-1992), que fue derrocado por corrupción, luego de las protestas populares. Por otra parte, gobiernos derechistas y corruptos, como el de Carlos Andrés Pérez, en Venezuela (1988-1993) –su segundo período–; Carlos Salinas de Gortari, Presidente de México (1988-1994); Abdalá Bucaram (1996-1997), en Ecuador –declarado con incapacidad mental para gobernar– y Jamil Mahuad (1998-2000), también derrocado; Carlos Menem, en Argentina (1989-1999) –dos períodos consecutivos–, también acusado de malversación de fondos públicos.
La mayoría de estos gobiernos formaron parte del Consenso de Washington, que comenzó a fracasar entre el año 1997 al 2002, provocando en todos estos países una seria crisis de representación política que se caracterizó, sobre todo, por la pérdida de credibilidad y confianza en las instituciones y, en especial, de los sistemas políticos. Uno de los países latinoamericanos que tenía un sistema de partidos políticos más desarrollados era Venezuela, después de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, con una socialdemocracia representada por Acción Democrática y la Democracia Cristiana, representada por el COPEI (Comité de Organización Política Electoral Independiente), ambos partidos adheridos a las dos más grandes Internacionales mundiales. Estos dos partidos políticos se mantuvieron unidos gracias al pacto de “Punto Fijo” que les permitía mantenerse en el poder, hecho que ocurrió durante el largo período que va desde el 31 de octubre de 1958 hasta su derrumbe ocasionado por el triunfo de Hugo Chávez, en 1999.
A partir de los años 90, la política ecuatoriana se caracterizó por la inestabilidad política y una serie de golpes de Estado que lograron poner fin a los Gobiernos de Bucaram, Fabián Alarcón Rivera –estuvo en el poder sólo 18 meses–, Gustavo Novoa, del año 2000 al 2003, Lucio Gutiérrez, de 2003 al 2005.
Bolivia, con las guerras del agua y del gas, estuvo a punto de librar una guerra civil, llevando a la huida a Gonzalo Sánchez de Lozada y a su reemplazo por el corto gobierno de Carlos Meza, inestabilidad que terminó con el triunfo de Evo Morales, quien asumió la Presidencia en 2005.
En Argentina, el mandato de Fernando de la Rúa terminó con su huida, en helicóptero, y una sucesión de varios Presidentes sin que el país lograra estabilizarse económicamente, en especial con cesación de pagos, lo que llevó al país a la bancarrota; en medio de esta crisis surgió el kirchnerismo, que logró sacar de la crisis a este país y, además, mantenerse en el poder hasta hoy, primero con Néstor Kirchner y, actualmente, con su mujer, Cristina Fernández.
Una de las claves explicativas del triunfo de la izquierda en Brasil, con el Partido de los Trabajadores; en Uruguay, con el Frente Amplio; en Chile, con Michelle Bachelet; en Venezuela, con Hugo Chávez –ahora, con Nicolás Maduro–; en Ecuador, con Rafael Correa; en Bolivia, con Evo Morales; en Nicaragua, con Daniel Ortega; en El Salvador, con Mauricio Funes y, ahora, con Salvador Sánchez, la constituyen las crisis de representación, que se expresan –como lo decíamos en un párrafo anterior– en la pérdida de credibilidad en las instituciones de las democracias representativas, recién reconstruidas luego de las dictaduras y, a su vez, en el quiebre del sistema de los partidos políticos.
Muchos de estos gobiernos de izquierda, en Latinoamérica, han postulado la refundación de la República sobre la base de la convocatoria a sendas asambleas constituyentes: la de Venezuela, en 1999, durante el primer mandato de Hugo Chávez; la de Ecuador, entre 2007-2008; la de Bolivia, que fue aprobada en un referéndum, en el año 2009. En los casos de Brasil, Uruguay y Chile no ha habido una asamblea constituyente durante los gobiernos de izquierda; anteriormente, en Brasil hubo un plebiscito, en 1993 –como lo mandaba la Constitución 1988–, en el cual se discutió desde la reinstauración de la monarquía o la mantención de la república, hasta las decisiones sobre el establecimiento de un régimen presidencial o parlamentario, inclinándose a favor de una república federativa presidencialista; en Chile nunca ha habido una asamblea constituyente; en Uruguay se convocó a una asamblea constituyente, en 1930; en Colombia (1991) , aun cuando no fue promulgada por un gobierno de izquierda, sino durante el mandato de un Presidente liberal, César Gaviria, es un modelo de Constituyente a seguir. En los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, las nuevas Constituciones, surgidas de una asamblea constituyente, han tenido carácter refundacional, dando lugar, en el primero de los tres países antes nombrados, a la República Bolivariana de Venezuela y, en el tercer país nombrado, al Estado Plurinacional de Bolivia.
Otro de los elementos que explican el triunfo y la permanencia de los gobiernos de izquierda, lo constituye el éxito económico de los países de América Latina, coincidente con el alto precio de las materias primas, debido al éxito sin precedentes en la economía de la China de hoy y su insaciable necesidad de commodities. Aunque no pretendemos caer en una fácil correlación entre el florecimiento de la economía y la estabilidad política, sin embargo, el factor económico no deja de ser importante: Bolivia y Ecuador han demostrado que las políticas de nacionalización de las riquezas básicas –el petróleo y los hidrocarburos– han sido un punto clave en el crecimiento económico de estos países, antes sumidos en la miseria –Bolivia crece un 5% y tiene una baja inflación y, en Ecuador, un 4,5% de crecimiento en 2014–.
Las crisis de representación en las democracias electorales latinoamericanas forman parte de algunos factores explicativos del triunfo de la izquierda en varios países del área. Francesco Panizza, en un artículo llamado «Nuevas izquierdas y democracia en América Latina», publicado en la Revista CIDOB, en Barcelona, clasifica tres lógicas de representación, que se aplican a los gobiernos de izquierda latinoamericanos: la primera corresponde a la lógica partidista, que se caracteriza por tener sistemas políticos con altos grados de institucionalización que, como su concepto lo indica, consideran a las instituciones políticas, especialmente el Parlamento y los partidos, como agentes privilegiados de la representación política. Según el autor del texto, “tienen el peligro para la democracia de degenerar en partidocracias <o tecnocracias> y llevar al divorcio entre la legalidad y la legitimidad de las instituciones representativas”; en segundo lugar, lo que el autor denomina “la lógica societalista, (que) pone su énfasis en la sociedad civil como el locus privilegiado de la democracia. Considera que la voluntad general sólo puede formarse genuinamente a partir de la participación directa y de la deliberación de los actores sociales”; en tercer lugar, “la lógica de representación personalista donde el papel principal lo juega el líder o el caudillo carismático”.
El mismo autor citado en el párrafo anterior hace un cuadro de las tres lógicas de representación en los distintos países que tienen gobiernos de izquierda en América Latina: “En Argentina, la lógica personalista es alta, la partidista es media y la societalista también es media; en Bolivia, la societalista es alta, la personalista también es alta y la partidista es baja; en Chile, por el contrario, la partidista es alta, la personalista es baja y la societalista es baja; en Brasil, la partidista es alta, la societalista es baja-media y la personalista es media; en Ecuador, la partidista es baja, la societalista en media y la personalista es alta; en Venezuela, la partidista es baja, la societalista es media-baja y la personalista es alta; en Uruguay, la partidista es alta, la societalista es alta y la personalista es baja”.
Este cuadro es, a nuestro modo de ver, bastante discutible, pues países con una alta lógica de representación partidista –Chile y Brasil– en los últimos años están experimentando una fuerte crisis en las representaciones democráticas, en especial, los Parlamentos y los partidos políticos respectivos que, en el caso de Brasil, llevó a que esta crisis se agudizara previo al Mundial de Fútbol celebrado en el presente año, debido a problemas vividos por la población, especialmente en transporte, salud y educación, así como en la percepción ciudadana de altos niveles de corrupción en el gobierno y en la clase política; en cuanto a Chile, la crisis de representación se incubó a partir de la “rebelión de los pingüinos” y se radicalizó en las crecientes manifestaciones estudiantiles, sociales y regionales, a partir del año 2011. Según datos de las últimas encuestas de opinión, el 95% no tiene ninguna confianza en los partidos políticos; el 90%, en el Parlamento; el 75% desconfía de la Justicia.
Si bien es cierto que los sistemas de partidos políticos, tanto de Chile como de Brasil, no han sido alterados substancialmente durante los mandatos de gobiernos de izquierda, al punto que, por ejemplo, en el caso de Chile, se ha mantenido la alternancia en el poder entre dos combinaciones, a causa del sistema binominal; en Brasil, desde el triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva, el Partido de los Trabajadores se ha mantenido en el poder por tres períodos consecutivos –dos de Lula y uno completo de Dilma Rousseff, más el que inició recientemente–.
En Uruguay, el Frente Amplio rompió el bipartidismo Blanco y Colorado y se ha mantenido en el poder durante tres períodos sucesivos, con Tabaré Vásquez y José Mujica.
En los casos de Bolivia y Ecuador, los gobiernos de Rafael Correa y de Evo Morales se mantienen más por una lógica de representación societaria, especialmente por la integración del mundo indígena como un actor central en la construcción del Estado, aspecto que es más acentuado en el caso boliviano. Como lo sosteníamos antes, ambos gobiernos han tenido éxitos económicos y estabilidad política, demostrando que decisiones nacionalistas respecto de las riquezas básicas se han convertido en un pilar de crecimiento.
Una de las características de estos gobiernos de izquierda, salvo el caso de Chile, es la instauración de mecanismos de democracia directa: en este plano, Uruguay constituye un ejemplo de su implementación, que le ha dado solidez a su democracia, cualidad mantenida en el tiempo. El único mecanismo que no se ha ampliado ha sido la revocación de mandato, en cambio se ha convocado a muchos referendos que atañen directamente a cuestiones políticas, como el que impidió el juicio a los militares, comprometidos con crímenes de lesa humanidad, durante la dictadura, pero otro, con el 74% de los votantes, rechazó las privatizaciones del gobierno de Luis Alberto Lacalle, inspiradas en un crudo neoliberalismo, que prevalecía en América Latina. Hubo otro plebiscito mediante el cual fue nacionalizada el agua, considerándola un derecho humano.
En el mundo contemporáneo se hace necesaria una mezcla entre la representación y la participación directa de los ciudadanos; en este sentido, los gobiernos de izquierda en Latinoamérica, especialmente en Venezuela, Ecuador y Bolivia, han demostrado capacidad para integrar al pueblo en procesos participativos.
Es una falacia sostener que el empleo de la democracia directa siempre favorece al gobierno de turno; al respecto, el cientista político David Altman prueba que, de un total de 34 plebiscitos realizados en América Latina, en el 50% de los casos han sido rechazadas las propuestas del Ejecutivo: en tres plebiscitos han sido rechazadas las posturas de las dictaduras –Ecuador en 1979; en Uruguay, en 1980; en Chile, en 1988–.
La revocación de mandato es, a mi modo de ver, uno de los aportes principales de la democracia directa en América Latina; en el caso de Venezuela, por ejemplo, la oposición logró el número de firmas requeridas para llamar a un plebiscito revocatorio del mandato de Hugo Chávez, que logró la continuidad del Presidente; situación similar ocurrió en Bolivia, con el Presidente Evo Morales, que también fue confirmado en su cargo por mandato popular. La figura de revocación de mandato se inspira en la Comuna de París, y constituye la mejor fórmula democrática para que el pueblo, luego de una evaluación, pueda decidir sobre la continuidad de sus representantes. En la democracia electoral el mandatario puede no tener ninguna obligación de rendir cuentas ante sus mandantes, durante todo el período para el cual ha sido elegido –sólo podría no ser reconducido a una próxima elección–. Lo más importante de la revocación de mandatos es que no sólo se aplica al Presidente de la República, sino también a todas las autoridades, cuyo cargo emana de la soberanía popular –hay que resaltar lo concerniente a los poderes locales, pues no en pocos casos los representantes se transforman en autócratas ante la ausencia de un control ciudadano de la potencia de la revocación de mandato–. En Ecuador, por ejemplo, se han empleado con frecuencia los plebiscitos consultivos que, aun cuando jurídicamente no son vinculantes, son muy importantes para conocer las propuestas, intereses e iniciativas de la ciudadanía.
La intervención ciudadana en los procesos legislativos, sea en la presentación de un proyecto de ley o en la aprobación o rechazo de normas generadas en el Parlamento, aun cuando menos frecuente en los gobiernos de América Latina, constituyen un buen método para la participación ciudadana en las normas que rigen los procesos políticos y sociales.
Desafortunadamente, en Chile, hasta ahora, no se ha aplicado ninguno de los métodos de democracia directa durante el período de transición, por el contrario, durante la dictadura de Augusto Pinochet, en que se utilizó este mecanismo al amaño de la voluntad del dictador, se realizaron tres plebiscitos: en dos de los cuales salió ganador –sabemos en forma veraz el fraude que se cometió en 1980, para refrendar la Constitución autoritaria que rige hasta hoy, y el de 1988, que lo perdió, marcando el principio del fin de la dictadura–.
La Constitución dictatorial de 1980 permite la realización de plebiscitos sólo a nivel local, y uno arbitral en el caso de que el Congreso insista con los dos tercios para una reforma constitucional y, en este único caso, el Presidente podría convocar a un plebiscito. Con el sistema electoral binominal es casi imposible que el Ejecutivo, a través de una combinación política, logre ese quórum.
En Chile no ha existido, en sus doscientos años de vida republicana, una Constitución en que haya participado la ciudadanía, pues las tres más importantes han sido impuestas por una alianza cívico-militar: la de 1833 surgió luego de una guerra civil donde triunfó una fracción facciosa militar, dirigida por ese entonces por los generales José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes –primos sanguíneos–, que instaló en el poder a los “pelucones” y estanqueros, estos últimos dirigidos por Diego Portales, una de cuyas misiones fue la redacción de una Constitución, de carácter autoritario, que fue aprobada por una comisión de notables, nombrada a dedo; esta Carta Magna duró hasta 1925, año en el cual los militares, encabezados por Carlos Ibáñez y Marmaduke Grove, prometieron convocar a una Asamblea Constituyente y, además, traer de vuelta al Presidente Arturo Alessandri Palma, que había sido derrocado por una junta militar y obligado al exilio, en este caso, en Italia. Una vez en el país, el Presidente Alessandri, en lugar de llamar a una Asamblea Constituyente, formó dos comisiones: una muy numerosa, encargada de preparar la Asamblea, y otra muy reducida, donde el mandatario impuso los artículos de la Constitución que, anteriormente, incluso, desde su lugar de destierro, ya había redactado artículo por artículo. Un golpe de fuerza del general Mariano Navarrete, inspector general del Ejército, logró imponer el texto de la Constitución, redactada por Arturo Alessandri. El plebiscito que la aprobó fue marcadamente fraudulento –los votantes fueron menos que los que se abstuvieron de sufragar, tampoco se respetó el secreto del sufragio, pues las papeletas para su aprobación eran de color rojo, mientras que las de rechazo de color azul, para mantener el régimen parlamentario reformado, y blanco para que nada cambiara–.
La tercera Constitución fue redactada por una comisión impuesta por el dictador Augusto Pinochet, nominada a dedo y aprobada por un plebiscito sin ninguna garantía democrática. En el año 2005, el Presidente Lagos la reformó, pero se conservó su núcleo fundamental: el carácter autoritario y la mantención del sistema neoliberal, manteniéndose como una Carta Fundamental pétrea, prácticamente imposible de ser derogada o reformada, salvo si se lograra el acuerdo de todas las fuerzas políticas. En este plano, la UDI y el resto de la derecha tienen la llave del cerrojo.
El abogado y cientista político Fernando Atria llama «tramposa» a esta Constitución, basándose en un texto de Jaime Guzmán:
“En vez de gobernar para hacer, en mayor o menor medida, lo que los adversarios quieren, resulta preferible contribuir a crear una realidad que reclame de todo el que gobierne una sujeción a las exigencias de ésta. Es decir, que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a lo que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes jueguen en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremamente difícil lo contrario”.
El texto nos muestra una cancha donde siempre gana la derecha, aun cuando sea minoría electoral: una serie de trampas, dentro las cuales se incluye el sistema binominal, que asegura el empate las dos fuerzas políticas en disputa y, además, una serie de leyes orgánicas, que exigen quórum ultramayoritario, que sumado al poder omnímodo del Tribunal Constitucional, termina por ser muy difícil el lograr un cambio substancial que exige la sociedad chilena.
La izquierda chilena se encuentra escindida en dos sectores: el primero, integrado por los partidos Socialista, Comunista, Partido por la Democracia e Izquierda Ciudadana y MAS; el segundo, el conformado por un ala más crítica y radical, que incluye a los Partidos Progresista, Humanista, Revolución Democrática, Verde, Igualdad, Izquierda Autónoma.
Las propuestas de reforma del gobierno de la Presidenta Bachelet han demostrado que la alianza de los Partidos que integran la Nueva Mayoría no es suficiente, pues para realizar los cambios que Chile requiere necesita un bloque histórico-cultural mucho más amplio, que incluya a toda la izquierda, sumando a los Partidos de la Nueva Mayoría, el PRO, los Humanistas, Revolución Democrática, Izquierda Autónoma e Igualdad, movimientos sociales e independientes.
El elemento central de unidad de la izquierda, a nuestro modo de ver, es la lucha por lograr la convocatoria a una Asamblea Constituyente, como camino para la refundación de la República.
1- En la relación de la izquierda con el poder político, desde 1959 a 1973, podemos distinguir dos disyuntivas: la primera, la vía guerrillera foquista y, la segunda, la electoral, ambas marcadas por dos hitos históricos –la guerrillera, por el triunfo de Fidel Castro, en 1959, y la segunda, por la elección de Salvador Allende, en 1970, que lo llevó al gobierno–.
2- En el siglo XXI, la izquierda ha logrado alcanzar el poder en varios países –Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, en América del Sur, abarcando casi el 60% de los habitantes de esta parte sur del continente–.
3- El triunfo de las izquierdas ha sido, en la mayoría de los casos, producto del fracaso del Consenso de Washington y, sobre todo, por la crisis de representación originada, especialmente, por el fracaso de los gobiernos neoliberales.
4- Esta crisis de representación se ha dado, fundamentalmente, a causa de los sistemas de partidos políticos tradicionales, cuyo ejemplo modélico es el de Venezuela.
5- Estas mismas crisis de representación han dado lugar, en algunos países, a Asambleas Constituyentes, que conllevan a la refundación de los Estados y Repúblicas.
6- Aun cuando no existe una relación mecánica entre la economía y la política, no cabe duda de que la buena etapa que vive América Latina debido al alto precio de los commodities ha sido un viento de cola favorable al éxito y sustentabilidad de estos gobiernos.
7- La casi totalidad de gobiernos de izquierda en Sudamérica se han mantenido durante varios períodos y con resultados electorales superiores al 50%.
8- Las nacionalizaciones de las riquezas básicas han constituido un factor importante en el desarrollo y crecimiento de los países con gobiernos de izquierda en América Latina.
9- El futuro de la izquierda en el poder estará puesto a prueba cuando demuestre capacidad en la formación de nuevos tipos de partidos políticos, con mayor ligazón con la sociedad y capaces de quebrar con la ley de Michels, en el sentido de que toda organización crea burocracia.
10- La Combinación de la democracia representativa con la directa constituye el camino para construir canales de participación, cada vez más inclusivos respecto de la ciudadanía.
11- Uno de los grandes méritos de algunos de los gobiernos de izquierda sudamericanos dice relación con la inclusión activa de las etnias fundadoras, transformándolas en actores principales de la política –es de destacar el Estado Plurinacional Boliviano–.
A la izquierda chilena le queda una gran tarea, que se puede resumir en poner fin al pesado legado neoliberal que, desgraciadamente, los mismos partidos de izquierda, integrantes en ese entonces de la Concertación, se limitaron a administrar y, por cierto, con bastante éxito.
La tarea de la izquierda de hoy es empeñarse en construir un nuevo país, cuyo eje sea la solidaridad y, sobre todo, una sociedad de derechos en educación, salud, vivienda y previsión, y no su dependencia de la dictadura del mercado.